Saren estaba al lado de una cama de hospital, mirando a la joven batariana que luchaba por su vida… a pesar de que, en su actual estado, resultaba difícil decir a qué especie pertenecía. Sólo la delataban los cuatro globos oculares, la única parte de su anatomía que no estaba cubierta por los vendajes que la envolvían desde la cabeza hasta donde sus piernas habían sido amputadas, justo por encima de la rodilla. Decenas de tubos y cables iban de su cuerpo hasta la cercana maquinaria que la mantenía con vida: controlaba sus señales vitales, hacía circular fluidos esenciales, bombeaba un flujo constante de drogas, antibióticos y medigel e incluso respiraba por ella.
Los batarianos estaban a la vanguardia de la ciencia médica, y la calidad de los cuidados en sus instalaciones figuraba entre las mejores del Espacio de la Ciudadela. En circunstancias normales, ella estaría recibiendo atenciones del personal veinticuatro horas al día, pero, aparte de ellos mismos, no había nadie más en la habitación. Una vez le hubieron informado sobre su estado, Saren echó fuera a los médicos y a las enfermeras, cerró la puerta tras ellos.
—¡No puede hacerlo! —había protestado el médico responsable—. Está demasiado débil. ¡No saldrá de ésta! —Pero al final, ni él ni nadie del resto del personal tuvieron el valor o la voluntad de desafiar una orden directa de un espectro.
Por lo general, los batarianos eran una especie resistente, aunque incluso un krogan lo habría tenido difícil para sobrevivir al trauma por el que esta paciente había pasado. Aunque la ausencia de piernas era la lesión más evidente, Saren sabía que sus quemaduras eran la peor parte. Bajo los vendajes, la piel casi habría desaparecido, dejando al descubierto la carne quemada y el tejido carbonizado que había debajo de ésta. El biolaboratorio del sótano estaba cultivando injertos de piel a partir de muestras de su propio material genético, aunque pasaría al menos una semana antes de que estuvieran listos para comenzar la reconstrucción.
La explosión también debió de hacer mella en los órganos internos; la presión de la onda expansiva hizo que tragara por la garganta aire recalentado y humos tóxicos que los tuvieron que dañar irremediablemente, la multitud de máquinas que pitaban incesantemente, era lo único que la mantenía con vida, luchaban por compensar los sistemas fallidos de su cuerpo mientras los órganos clonados crecían. Sin embargo, igual que con los injertos de piel, pasarían muchos días antes de que estuvieran listos.
La infección endémica y el fallo cardíaco masivo provocados por el choque traumático eran una constante amenaza mientras siguiera conectada a las máquinas. E incluso si sobrevivía una semana más, el estrés causado por las numerosas cirugías necesarias para reparar todo el daño podría ser más de lo que su cuerpo destrozado podría soportar.
En ese momento descansaba plácidamente; los doctores le habían provocado un coma ligero inducido por drogas para permitir que toda su energía se concentrara en la curación. Si respondía al tratamiento, en dos o tres días, mientras mejoraba su estado, saldría espontáneamente del coma.
No obstante, el hecho de que estuvieran esperando para ver si recobraba la conciencia antes de empezar a trabajar en los miembros ortopédicos que debían reemplazar sus piernas le indicaba a Saren todo lo que quería saber sobre el estado de la paciente. A pesar de los milagros de la ciencia médica, la vida orgánica seguía siendo frágil y delicada, y no era probable que esta mujer fuera a sobrevivir.
Aunque Saren no necesitaba que sobreviviera. Era una testigo de lo que había sucedido en Dah’tan; la única superviviente. La habían identificado contrastando su material genético con un banco de datos de los empleados: ella era una administrativa de bajo nivel del departamento de contabilidad. Y Saren únicamente quería hacerle una pregunta.
Cogió una jeringuilla que, muy a su pesar, el doctor había preparado por orden suya y la clavó en una de las líneas intravenosas. Era muy poco probable que esta mujer supiera algo sobre el ataque a Dah’tan y aún menos que supiera algo de Sidón. Pero todos los que estaban de servicio en la planta habían muerto y Saren tenía la intuición de que su supervivencia había sido algo más que pura suerte. Puede que la avisaran, o que supiera algo que ninguno de los demás sabía y que casi le permitió escapar indemne. Aunque era una posibilidad muy remota, era una por la que estaba más que dispuesto a arriesgarse.
Una de las máquinas empezó a pitar ruidosamente en respuesta al ritmo cardíaco que, mientras el espectro introducía anfetaminas en su sistema, estaba acelerándose rápidamente. Su cuerpo comenzó a temblar y entonces se estremeció para luego quedar rígido y tieso al tiempo que la mujer acababa sentada, completamente erguida. Los párpados se le abrieron de golpe, a pesar de que los ojos habían quedado ciegos, cocidos por el fuego. Intentó chillar pero el único sonido que su garganta y sus pulmones quemados pudieron emitir fue un áspero resuello.
Estando todavía derecha, su cuerpo comenzó a convulsionarse, haciendo que los tubos y la estructura metálica de la cama de hospital traquetearan mientras ella daba sacudidas de un modo descontrolado. Tras varios segundos, cayó de espaldas, exhausta y consumida, intentando recobrar el aliento y sus ojos ciegos se cerraron de nuevo.
Saren se inclinó, acercándose a sus orejas quemadas y habló en voz alta para que pudiera oírle.
—¿Jella? ¿Jella? ¡Mueve la cabeza si puedes oírme!
Al principio no pasó nada, entonces su cabeza se movió débilmente de un lado a otro.
—¡Necesito saber quién hizo esto! —gritó Saren, intentando traspasar el velo del dolor y las drogas—. Sólo quiero un nombre. ¿Me entiendes? ¡Sólo dime el nombre!
Se estiró y le levantó el respirador para que pudiera hablar. Sus labios se movieron, pero ningún sonido salió de ellos.
—¡Jella! —gritó de nuevo—. ¡Más alto, Jella! ¡No permitas que ese cabrón se salga con la suya! ¿Quién te hizo esto?
Sus palabras fueron apenas más que un susurro, pero Saren las oyó con claridad.
—Edan. Edan Had’dah.
Satisfecho, volvió a colocar el respirador en su sitio y extrajo una segunda inyección del bolsillo. Ésta la devolvería al coma, dándole al menos una remota oportunidad de sobrevivir.
Antes de administrársela, dudó. Como espectro, estaba familiarizado con la reputación del hombre al que ella había identificado. Edan era un despiadado hombre de negocios que actuaba a ambos lados de la ley batariana y que siempre había tenido cuidado de no involucrarse en algo que pudiera atraer la atención del Consejo o de sus agentes. Nunca antes había mostrado el menor interés por la investigación en inteligencia artificial.
El sonido de la tos y las arcadas de Jella interrumpieron por un momento el hilo de pensamiento de Saren. Unas manchas oscuras salpicaron el interior del respirador; sangre y pus expulsadas por los pulmones cada vez que se atragantaba al respirar.
Comprendió que el asalto a Sidón iba más allá del terrorismo batariano o del terrorismo antihumano. Edan no mezclaba la política con los negocios. Y no tenía que ver sólo con el dinero: tenía muchas otras maneras de obtener beneficios sin correr el riesgo de que intervinieran los espectros. Era algo que quería investigar con mayor profundidad.
El cuerpo de Jella comenzó a convulsionarse; el pitido de las máquinas se transformó en un único zumbido agudo cuando sus estadísticas comenzaron a caer por debajo del nivel crítico. Saren se quedó inmóvil, observando cómo sus números caían en picado mientras pensaba en su próxima estrategia.
Cerca de la ciudad de Ujon, la capital de Camala, Edan había construido una magnífica mansión. Saren dudaba que pudiera encontrarle allí ahora. Era un hombre cauto y cuidadoso. Aunque estuviera seguro de que nadie conocía su conexión con Sidón, en el momento de enterarse de que alguien había sobrevivido, se hubiera escondido, sólo para estar a salvo. A estas alturas, podía estar en cualquier parte.
No, rectificó Saren, ignorando el frenético pitido de las máquinas y los violentos espasmos que continuaban sacudiendo el cuerpo de Jella. Edan no se hubiera arriesgado a pasar por el control de seguridad del puerto. No si existía la más remota posibilidad de que alguien ya estuviera al tanto de su participación. Lo que significaba que, probablemente, seguía escondido en algún lugar de Camala.
Sin embargo, existían muchos lugares en los que Edan podía esconderse en este mundo. Controlaba varias empresas mineras y de refinería; enormes plantas dispersas a lo largo y ancho de la superficie del planeta. Con toda probabilidad estaría escondido en una de ellas. El problema era averiguar en cuál. Había, literalmente, cientos de instalaciones así en Camala. Llevaría meses registrarlas todas como es debido. Y Saren sospechaba que no disponía de tanto tiempo.
Jella seguía convulsionándose incontroladamente, atrapada en el trance de la desesperada lucha por sobrevivir de su cuerpo destrozado. Pero ahora estaba cada vez más débil; su fuerza iba menguando. Saren jugueteaba distraídamente con la hipodérmica que podría salvarle la vida entre sus dedos, reflexionando aún sobre el problema de Edan mientras esperaba a que ella expirase.
Era obvio que los humanos no sabían quién estaba tras los ataques, así que Saren no veía ninguna razón para compartir esta última información con el Consejo. Al menos no todavía. Les hablaría acerca de la investigación ilegal en IA de Sidón, claro. Causaría graves problemas a la Alianza y distraería la atención lejos de su propia investigación, aún sin resolver, sobre la participación de Edan. Pero hasta que no supiera exactamente por qué el batariano consideraba la recompensa de esta misión merecedora del extraordinario riesgo, mantendría su nombre fuera de los informes. Ahora, todo lo que debía hacer era averiguar cómo encontrarle.
Dos minutos después, Jella se quedó al fin quieta. El turiano examinó su cuerpo en busca de señales de vida, y confirmó lo que los monitores ya le habían indicado: estaba muerta. Sólo ahora cogió la jeringa y la inyectó en el catéter, sabiendo que era demasiado tarde para que tuviera algún efecto. Entonces colocó a plena vista la inyección vacía sobre una pequeña mesa junto a la cama.
Caminó lentamente hacia la puerta, la desbloqueó y giró el pomo. Afuera le esperaba el doctor a cargo de Jella, que caminaba ansioso por el corredor. Se volvió para mirar hacia el turiano mientras éste salía de la habitación.
—Oímos las máquinas… —la voz del doctor fue apagándose.
—Tenía razón —dijo Saren, sin que su voz mostrara un atisbo de emoción—. Jella estaba demasiado débil. No lo logró.
La embajadora Goyle caminaba con determinación a través de los ondulantes campos verdes del Presidium hacia la torre de la Ciudadela que se alzaba en la distancia; sus zancadas, concisas y enérgicas, parecían contradecir la afable serenidad de su entorno. La belleza tranquila de la luz del sol sintético que se reflejaba en el lago central no consiguió calmar su estado de ánimo. Recibió el aviso de Anderson menos de una hora antes de que la convocaran para comparecer ante el Consejo. El momento escogido no podía ser una coincidencia; sabían de la investigación en IA. Y eso significaba que habría graves consecuencias.
Mientras caminaba, repasó mentalmente los distintos escenarios posibles, planeando lo que diría cuando estuviera frente al Consejo. Alegar falta de conocimiento no era una opción: Sidón era una base de la Alianza oficialmente reconocida. Incluso si se creían sus falsas afirmaciones de que no sabía nada sobre la investigación, no había manera de separar los actos ilegales de la base de la Humanidad en su conjunto. Sólo haría que ella pareciese un títere sin ningún poder real.
Mostrarse arrepentida y compungida era otra táctica posible, pero dudaba de que tuviera ninguna influencia en la severidad de los castigos que el Consejo impondría a la Humanidad y a la Alianza. E, igual que si aparentaba ignorancia, sería interpretado como un signo de debilidad.
Cuando llegó a la base de la torre, sabía que sólo quedaba una opción: tenía que entrar atacando.
A izquierda, a cierta distancia, había una estatua a escala de un relé de masa; una réplica de seis metros de altura del más importante logro tecnológico de los proteanos que daba la bienvenida a los visitantes que se acercaban al corazón de la estación espacial más suntuosa de la galaxia.
Caminó hasta los guardas que estaban junto a la única entrada de la torre y entonces esperó impaciente a que confirmaran su identidad. Le agradó observar que uno de ellos era humano. El número de humanos empleados en puestos clave a lo largo de la Ciudadela parecía crecer cada día; una prueba más de lo valiosa que su especie se había vuelto para la comunidad galáctica en tan sólo unos pocos años. Esto fortaleció su determinación, mientras entraba en el ascensor que la proyectaría por el exterior de la torre hasta la Cámara del Consejo.
El ascensor era transparente; al salir disparada hacia las alturas pudo ver cómo la totalidad del Presidium se extendía bajo sus pies. A medida que ascendía, pudo ver más allá de los límites del anillo central de la Ciudadela. En la distancia, las titilantes luces de los distritos se extendían hasta perderse de vista a lo largo de los cinco brazos de la Ciudadela.
Aunque el panorama era espectacular, la embajadora hizo lo posible por ignorarlo. No era casual que la grandeza de la Ciudadela se exhibiera allí en todo su esplendor. Aunque no tuvieran ningún poder oficial, los tres individuos que componían el Consejo eran, a todos los efectos, los dirigentes de la galaxia. La perspectiva de encontrarse con ellos cara a cara era una experiencia de humildad, incluso para alguien con tanta habilidad política como la principal embajadora de la Alianza. Y sabía lo suficiente para comprender que el largo trayecto en el ascensor hacia la cima de la torre había sido cuidadosamente urdido para hacer que las visitas se sintieran abrumadas y sobrecogidas mucho antes de que llegaran a encontrarse con los miembros del Consejo.
En menos de un minuto estaba en la cima, con el estómago algo revuelto por la desaceleración del ascensor mientras reducía la marcha y se paraba. O puede que fueran los nervios. Se abrieron las puertas y salió a un gran vestíbulo que hacía de antesala a la Cámara del Consejo.
Al final del vestíbulo había una amplia escalera que conducía hacia arriba, con anchos pasillos que se bifurcaban a ambos lados de su pie. Seis guardias de honor —dos turianos dos salarianos y dos asari, un par de cada especie representada en el Consejo— se cuadraban a lo largo de cada pared. Pasó a su lado sin reparar en su presencia; más allá de la pompa y la solemnidad, no servían para nada.
Subió las escaleras de peldaño en peldaño. A medida que ascendía, las paredes comenzaron a desaparecer, dejando ver el esplendor de la Cámara del Consejo. Se parecía a los anfiteatros romanos de la antigua Tierra, un extenso óvalo con asientos para un millar de espectadores alineados a cada lado. Esculpidas en el suelo a ambos extremos, había unas tribunas alzadas labradas del mismo material casi impenetrable del que estaba construida el resto de la estación. Las escaleras que estaba subiendo en ese preciso instante la llevarían hacia la cima de una de esas tribunas: el estrado del demandante. Desde aquí, miraría a través de la vasta cámara hacia la tribuna opuesta donde el Consejo estaría sentado para oír el caso.
Mientras la embajadora salía al estrado del demandante y se aproximaba al podio, se sintió aliviada al ver que ninguno de los asientos de los espectadores estaba ocupado. Aunque la decisión se haría pública, era obvio que el Consejo quería mantener la naturaleza exacta de esta reunión con la Alianza en secreto. Eso fortaleció su determinación aún más: una parte de ella había temido que esto no fuera sino un espectáculo abierto al público.
Al otro extremo, los miembros del Consejo ya estaban sentados. La consejera asari estaba en el centro, justo en frente de la embajadora Goyle. A su izquierda, la derecha de Goyle, estaba el consejero turiano. A la derecha de la asari estaba el representante salariano. Sobre cada uno de ellos había una proyección holográfica de cinco metros de altura que permitía a los demandantes ver las reacciones de cada miembro del Consejo a pesar de la distancia entre los dos estrados.
—Aquí no hay ninguna necesidad de fingir —dijo el turiano, comenzando sorprendentemente el proceso con muy poca formalidad—. Hemos sido informados por uno de nuestros agentes, un espectro, que la Humanidad estaba llevando a cabo investigaciones ilegales en IA en uno de sus complejos del Confín Skylliano.
—Ese complejo ha sido destruido —les recordó la embajadora, intentando aprovecharse de su compasión—. Se han perdido decenas de vidas humanas en un ataque gratuito.
—Ése no es el propósito de esta audiencia —advirtió la asari, con voz fría a pesar de las subyacentes cualidades líricas comunes al habla de sus gentes—. Sólo estamos aquí para hablar de Sidón.
—Embajadora —intervino el salariano—. Sin duda debe de comprender los peligros que la inteligencia artificial representa para la galaxia en conjunto.
—La Alianza tomó toda precaución imaginable con la investigación de Sidón —contestó Goyle, rehusando disculparse por lo que había ocurrido.
—No tenemos otro modo de saberlo más que su palabra —contestó bruscamente el turiano—. Y ya han dado pruebas de lo poco fiable que puede ser su especie.
—Esto no tiene por qué ser un ataque a su especie —dijo rápidamente la asari, procurando suavizar las observaciones del turiano—. La Humanidad es una recién llegada a la comunidad galáctica y hemos hecho todo lo que hemos podido para acoger a su especie.
—¿Igual que cuando los turianos conquistaron Shanxi, durante la Primera Guerra de Contacto?
—En aquel conflicto, el Consejo intervino en favor de la Humanidad —le recordó el salariano—. Los turianos estaban intensificando su respuesta; reuniendo a su flota. De no ser por nuestra intercesión se hubieran perdido millones de vidas humanas.
—Entonces apoyé sin fisuras las acciones de la Alianza —el turiano hizo una importante observación—. A diferencia de algunos de mi especie, no guardo rencor hacia la Humanidad ni hacia la Alianza. Aunque tampoco creo que debiera dárseles un trato preferente.
—Cuando invitamos a la Humanidad a formar parte del espacio de la Ciudadela —dijo la asari, retomando el hilo de pensamiento del turiano sin perder el ritmo—, ésta se comprometió a acatar las leyes y convenciones de este Consejo.
—Sólo quieren dar ejemplo con nosotros porque estamos expulsando del Confín a los batarianos —acusó Goyle—. Sé que su embajada ha amenazado con separarse de la Ciudadela si ésta no hace algo.
—Hemos escuchado su caso —reconoció el salariano—. Pero no hemos tomado ninguna medida. El Confín es un territorio no reclamado y es política del Consejo no intervenir en disputas regionales a menos que éstas tengan un impacto generalizado en todo el espacio de la Ciudadela. Buscamos preservar la autonomía de cada especie en todos los aspectos excepto en aquellos que amenazan a la galaxia en su conjunto.
—Como su investigación en inteligencia artificial —añadió el turiano.
Exasperada, la embajadora agitó la cabeza.
—No pueden ser tan ingenuos como para creer que la especie humana es la única que está realizando investigaciones en IA.
—No es ingenuidad, sino más bien sabiduría lo que nos lleva a creerlo —replicó la asari.
—Vuestra gente no estuvo aquí para ver la caída de los quarianos a manos de los geth —le recordó el salariano—. Nunca quedaron mejor ilustrados los peligros de crear vida sintética inteligente. Sencillamente, la Humanidad no comprende la dimensión de los riesgos.
—¿Riesgos? —Goyle se esforzó para evitar gritar mientras continuaba su ataque—. ¡El único riesgo es no afrontar la realidad y desear que todo esto desaparezca! Los geth siguen ahí afuera. La vida sintética es una realidad. La creación de una auténtica IA —puede que una raza entera de ellas— es inevitable. Puede que incluso ya estén ahí afuera, en algún lugar, esperando a ser descubiertos. Si no estudiamos la vida sintética en un entorno controlado, ¿cómo podremos nunca esperar hacerle frente?
—Comprendemos que hay riesgos inherentes a la creación de vida sintética —observó la asari—. Pero no asumimos de manera automática que no vayamos a tener otra opción que entrar en conflicto con ellos. Eso es una concepción de la Humanidad.
—Otras especies abrazan la filosofía subyacente de la mutua coexistencia —explicó el salariano, como si estuviera sermoneándola—. Vemos fortaleza en la unidad y la cooperación. No obstante, los humanos parecen seguir creyendo que la competencia es la llave de la prosperidad. Como especie, ustedes son hostiles y agresivos.
—Todas las especies compiten por el poder —respondió de golpe la embajadora—. ¡La única razón por la que ustedes tres pueden estar sentados aquí y dictar sentencia sobre el resto de la galaxia es porque el Consejo controla la flota del Consejo!
—Las especies del Consejo asignan recursos ilimitados a nuestros esfuerzos para garantizar la extensión de la paz galáctica —declaró, con enfado, el turiano—. ¡Ponen a nuestra disposición dinero, naves e incluso millones de nuestros propios ciudadanos de forma voluntaria al servicio del máximo bienestar!
—A menudo, las decisiones del Consejo van en contra de nuestras propias especies —le recordó el salariano—. Y lo sabe por propia experiencia: los turianos fueron obligados a indemnizar cuantiosamente a la Alianza tras su Primera Guerra de Contacto, a pesar de que se podía haber argüido que el conflicto era culpa tanto de los humanos como de ellos.
—La conexión entre la filosofía teórica y la práctica es delicada —admitió la asari—. No negamos que los individuos en sí mismos y las culturas o especies en su conjunto busquen expandir su territorio e influencia. Pero creemos que esto se cumple mejor comprendiendo que debe haber reciprocidad: lo que ustedes los humanos llaman «toma y daca». Esto hace que deseemos sacrificarnos por el bien de los otros —concluyó—. ¿Podría de verdad decir lo mismo acerca de la especie humana?
La embajadora no respondió. Como representante principal de la Alianza en la Ciudadela, había estudiado la política interestelar en gran profundidad. Estaba estrechamente familiarizada con cada regla que el Consejo había decretado durante los últimos dos siglos. Y, a pesar de que existía una parcialidad muy sutil hacia sus propias gentes en la pauta general de sus decisiones, todo lo que acababan de decir era esencialmente cierto. Las asari, los salarianos e incluso los turianos poseían una bien merecida reputación por su entrega y altruismo a escala galáctica.
Este delicado equilibrio que el resto de las razas mantenía entre el propio interés y el bienestar colectivo de cada especie que juraba lealtad a la Alianza era una de las cosas que todavía le costaba aceptar. La integración y la fusión de nuevas culturas alienígenas en la comunidad interestelar se producían con demasiada facilidad; parecía antinatural. Ella tenía la teoría de que todo ello estaba de algún modo relacionado con la tecnología proteana subyacente que era común a cada especie que viajaba por el espacio. Les daba un punto de semejanza, algo en qué basarse. Pero entonces, ¿por qué la Humanidad no se había adaptado tan fácilmente como el resto?
—No hemos venido aquí para discutir sobre política —dijo al fin la embajadora, sorteando la pregunta de la consejera asari. De repente se sintió cansada—. ¿Qué han pensado hacer respecto a Sidón? —No tenía ningún sentido prolongar aquella situación; de todos modos, no había nada que ella pudiera hacer para hacerles cambiar de opinión.
—Deberá haber sanciones contra la Humanidad y la Alianza —le informó el turiano—. Esto es un crimen grave; la pena debe reflejarlo.
Puede que esto sea parte del proceso de asimilación de la Humanidad a la comunidad interestelar —pensó Goyle con cansancio—. Una evolución gradual e inevitable que llevará a la Alianza a alinearse con el resto de las especies que responden ante el Consejo.
—Como parte de estas sanciones, el Consejo nombrará a varios representantes que controlarán los actos de la Alianza a lo largo del Confín —prosiguió el salariano, entrando en detalles sobre el castigo a la Humanidad.
Quizá seamos esencialmente distintos al resto de las especies, pensó Goyle, escuchando sólo a medias al juicio que se estaba transmitiendo. Quizá no encajemos porque hay algo en nosotros que no funciona. Había otras especies, pocas, como los krogan, que eran esencialmente hostiles y belicosas. Al final, los krogan habían sufrido por ello, provocando la ira del resto de la galaxia, que diezmó sus efectivos e hizo de ellos un pueblo disperso y en vías de extinción. ¿Iba a ser éste también el destino de la Humanidad?
—Dichos representantes señalados por el Consejo realizarán inspecciones regulares en todas las colonias e instalaciones de la Alianza, incluida la Tierra, para asegurarse de que la Humanidad cumple con las leyes y reglamentos de la Ciudadela.
Quizá seamos antagonistas.
La raza humana era, sin lugar a dudas, agresiva, además de enérgica, resuelta e implacable. ¿Pero eran éstos en realidad defectos? La Alianza se había extendido más lejos y con mayor rapidez que ninguna otra especie antes que ellos. Según sus estimaciones, la Alianza tendría el poder para competir contra las razas del Consejo en veinte o treinta años. De repente, todo tenía sentido.
¡Tienen miedo de nosotros! La fatiga y el cansancio que unos instantes antes habían abrumado a la embajadora Goyle desaparecieron, barridos por esa única y asombrosa revelación. ¡Realmente tienen miedo de nosotros!
—¡No! —dijo Goyle bruscamente, interrumpiendo al salariano mientras pronunciaba con monotonía su lista de exigencias.
—¿No? —respondió con perplejidad—. ¿No qué?
—No acepto estas condiciones. —Había estado a punto de cometer un terrible error. Había dejado que los alienígenas la manipularan y distorsionaran sus pensamientos hasta dudar de sí misma y de su gente. Pero no iba postrarse ante ellos. No iba a pedir disculpas porque la Humanidad actuara de forma humana.
—Esto no es una negociación —le advirtió el turiano.
—Ahí es donde se equivoca —dijo, con una feroz sonrisa. La Humanidad la había elegido como su representante, su campeona. Era su deber defender los derechos de cada hombre, mujer y niño de la Tierra y a lo largo del espacio de la Alianza. ¡Ahora la necesitaban y pensaba luchar por ellos!
—Embajadora, quizá no alcanza a comprender la gravedad de la situación —insinuó la asari.
—Son ustedes los que no entienden —fue la severa contestación de Goyle—. Estas sanciones que sugieren paralizarán la Humanidad. La Alianza no permitirá que esto suceda. Yo no permitiré que esto suceda.
—¿Realmente cree que pueden desafiar al Consejo? —preguntó el turiano con incredulidad—. ¿De verdad cree que su gente podría vencer en una guerra contra nuestras fuerzas combinadas?
—No —reconoció Goyle abiertamente—. Pero no nos vendríamos abajo fácilmente. Y no creo que quieran ir a la guerra por algo como esto. Se perderían demasiadas vidas y naves en un conflicto que todos queremos evitar, por no mencionar el impacto que tendría sobre el resto de las especies. Somos la fuerza dominante en el Confín Skylliano y en la travesía de Attica. La expansión de la Alianza mueve la economía de estas regiones; las naves y los soldados de la Alianza ayudan a mantener el orden ahí afuera.
Por las expresiones de sus respectivas proyecciones holográficas, la embajadora pudo comprobar que había tocado un punto débil. Ansiosa por insistir en su argumento, continuó hablando antes de que ningún miembro del Consejo pudiera responder.
—La Humanidad es el principal socio comercial de media docena de otras especies del espacio de la Ciudadela, incluida cada una de las suyas. Representamos el quince por ciento de la población de la Ciudadela y hay miles de humanos trabajando en el Seg-C y en el Control de la Ciudadela. ¡Hace menos de una década que formamos parte de la comunidad galáctica y ya somos una parte muy importante de ella —demasiado esencial— como para que nos expulsen de ella sin más!
Siguió con su diatriba, sin dejar de hablar incluso cuando, con bastante necesidad, cogía aire; una técnica que había aprendido temprano en su carrera política.
—Reconoceré que hemos cometido un error y que debería haber algún tipo de sanción. Pero los humanos tomamos riesgos. Ampliamos las fronteras. Así es como somos. ¡A veces nos pasamos de la raya, pero eso no les da el derecho de hacernos callar como si fueran unos padres demasiado estrictos! La especie humana tiene mucho que aprender sobre el trato con otras especies. Pero ustedes tienen otro tanto que aprender sobre el modo de tratar con nosotros. ¡Y será mejor que aprendan pronto, porque los humanos estamos aquí para quedarnos!
Cuando la embajadora se detuvo al fin, un silencio atónito cayó sobre la Cámara del Consejo. Los tres representantes del gobierno más poderoso de la galaxia se miraron entre sí y desconectaron los micrófonos y los proyectores holográficos para mantener una pequeña conferencia privada. Desde el otro extremo de la habitación era imposible que Goyle pudiera leer sus expresiones ni oír lo que estaban diciendo, aunque resultaba evidente que estaban teniendo una discusión muy acalorada.
La reunión duró varios minutos antes de que llegaran a algún tipo de acuerdo y conectaran de nuevo los micrófonos y los proyectores holográficos.
—¿Embajadora, qué clase de castigos sugiere? —preguntó la consejera asari.
Goyle no estaba segura de si la pregunta era sincera o de si estaban intentando atraerla hacia alguna clase de trampa. Si sugería un castigo demasiado leve, podrían ignorarla y forzar a la Humanidad a aceptar las condiciones iniciales. Al diablo con las consecuencias.
—Sanciones monetarias, por supuesto —comenzó, intentando determinar lo mínimo que considerarían aceptable. Aunque no pensaba admitirlo, Goyle sabía que también era importante disuadir a otras especies de investigar ilegalmente en IA—. Aceptaremos sanciones, pero éstas deben ser específicas: limitadas en alcance, región y duración. Nos opondremos a cualquier decisión unilateral sólo por principios. Nuestro avance como sociedad no puede permitir verse obstaculizado por restricciones autoritarias. Mañana mismo puedo tener preparado a un equipo de negociadores para trabajar en los detalles de una decisión que todos podamos sobrellevar.
—¿Y qué hay del nombramiento de inspectores para supervisar las operaciones de la Alianza? —preguntó el salariano.
Había sonado como una pregunta o una petición en lugar de una orden. Ahí fue cuando Goyle supo que estaban en sus manos. No estaban preparados para ponerse tercos sobre este punto y quedó claro que ella sí que lo estaba.
—Eso no va a suceder. Como muchas especies, los humanos somos un pueblo soberano. No toleraremos a investigadores extranjeros vigilando a hurtadillas todo lo que hacemos.
La embajadora sabía, en cambio, que probablemente aumentaría el número de operativos de inteligencia supervisando las actividades humanas, aunque no había nada que pudiera hacer al respecto. Todas las especies espiaban a todas las demás; formaba parte de la naturaleza del gobierno y era una pieza esencial de la maquinaria política. Y todo el mundo sabía que el Consejo jugaba al juego del espionaje y a la recogida de información igual que el resto. Pero tener que incrementar las actividades de contrainteligencia de la Alianza era mucho mejor que conceder acceso sin restricciones a un equipo de observadores oficialmente designados por la Ciudadela.
Hubo otra larga pausa, aunque esta vez el Consejo no se molestó en dialogar. Al final, fue la asari quien rompió el silencio.
—Entonces, por ahora, así procederemos. Mañana se reunirán negociadores de ambas partes. Se suspende la reunión del Consejo.
Goyle asintió tímidamente con la cabeza, cuidándose de mantener la expresión de su rostro neutra. Había obtenido una importante victoria. No había ningún beneficio en regocijarse en ello, pero mientras bajaba por las escaleras de la tribuna de los demandantes y se dirigía al ascensor que la llevaría de vuelta al Presidium, una sonrisa maliciosa y de autosuficiencia se dibujó en sus labios.