CATORCE

Jella había trabajado en el departamento de contabilidad y personal de la Manufacturas Dah’tan durante cuatro años. Era una buena empleada: organizada, meticulosa y concienzuda —todas ellas cualidades valiosas para alguien con esta ocupación—. En sus evaluaciones de rendimiento puntuaba rutinariamente entre el notable y el excelente. Pero según la descripción oficial de su trabajo, ella era «personal de apoyo». No era irremplazable. Los diseñadores de hardware estaban en la cima de la jerarquía de la empresa; sus novedades atraían a los clientes. Y la gente que trabajaba en la planta era la que en realidad creaba el producto. Todo lo que ella hacía era cuadrar las cifras de ventas con el inventario de suministros.

Para los encargados ella no era imprescindible… y eso se reflejaba en su paga. En la empresa, Jella trabajaba tan duro como cualquiera, pero le pagaban una mínima parte de lo que ganaban diseñadores y fabricantes. No era justo; motivo por el cual no se sentía culpable por robar a la empresa.

No es que estuviese vendiendo secretos corporativos cruciales. Nunca hizo nada lo bastante grande como para llamar la atención; sólo desviaba pequeñas gotas del rebosante cubo de la compañía. En ocasiones, alteraba órdenes de compra o manipulaba los registros de suministro. De vez en cuando, se aseguraba de que, durante la noche, el inventario quedara desprotegido y sin registrar. A la mañana siguiente, habría desaparecido misteriosamente, movido por alguien del personal del almacén que estaba metido en el asunto.

Jella no tenía ni idea de quién se llevaba el inventario, igual que tampoco la tenía sobre quién estaba tras los robos. Así le gustaba a ella. Una o dos veces al mes recibía una llamada anónima en el despacho, cumplía con su parte y en unos días el pago era ingresado en alguna de sus cuentas bancarias particulares.

Hoy no era distinto. O eso intentaba decirse a sí misma mientras caminaba por el pasillo e intentaba parecer despreocupada, confiando en que nadie se fijara en ella. Pero había algo extraño en este pedido. Le habían pedido que desconectara una de las cámaras de seguridad y que desactivara los códigos de alarma de una de las entradas. Alguien quería colarse en el edificio sin ser detectado… y pensaba hacerlo a pleno día.

Era un riesgo estúpido. Incluso si de algún modo conseguían entrar, seguro que alguien repararía en ellos; en Dah’tan había equipos de seguridad que patrullaban con regularidad por toda la planta. Y, si les pillaban, podría ser que delataran a Jella como la persona que les había dejado entrar. Aunque la oferta había sido demasiado buena para poder rechazarla: triplicaba lo que jamás le habían pagado antes por un trabajo. Al final, la avaricia se había impuesto al sentido común.

Se detuvo cerca de una de las salidas de emergencia, justo debajo de la cámara de seguridad que enfocaba a la puerta. Echó un rápido vistazo alrededor para asegurarse de que nadie la observaba, extendió el brazo con el destornillador que había cogido de un cinturón con herramientas que estaba colgado en un cuarto trastero, lo introdujo en la parte de atrás de la cámara y retiró la batería.

Se produjo un destello que la sorprendió. Dejó escapar un pequeño chillido y el destornillador resbaló entre sus dedos, que hormigueaban levemente por el susto. Se agachó para recogerlo de la moqueta a toda prisa, mirando alrededor para ver si alguien se había dado cuenta del sabotaje. El vestíbulo seguía vacío.

Miró hacia la cámara y vio un delgado hilo de humo blanco que salía por detrás de ésta. La luz de encendido esta apagada. Si alguien de la seguridad central inspeccionaba el monitor correspondiente a esta cámara se daría cuenta de que no funcionaba. Pero los guardas apenas miraban a los monitores durante el día. Al menos, no con las patrullas dando vueltas por los pasillos y con el edificio lleno de personal. Sólo un imbécil intentaría entrar durante las horas de trabajo. E incluso si notaban la interrupción, en las instalaciones había unas cien cámaras. Cada semana, alguna de ellas parecía fallar. Lo máximo que alguien haría sería presentar una petición de mantenimiento para que la reparasen antes de que acabara el turno. Satisfecha, Jella continuó caminando por el pasillo hasta llegar a la puerta de seguridad.

Tecleó un código de empleado para desactivar la alarma y abrir el cierre. Evidentemente, no usó su propio código. Una de las ventajas de trabajar en su departamento era que tenía acceso a las fichas del personal. Conocía los códigos de acceso al edificio de la mitad de la gente que trabajaba en las instalaciones.

Cuando la luz del panel de la puerta pasó del rojo al verde, el trabajo de Jella concluyó. Todo lo que tenía que hacer era volver al despacho y continuar trabajando como si no pasara nada.

Pero una vez regresó a su escritorio, el mal presentimiento que tenía sobre este trabajo en concreto continuó creciendo, haciendo que se sintiera mareada. Después de unos veinte minutos, She’n’ya, la mujer con la que compartía el pequeño despacho, debió de notar que algo no iba bien.

—¿Te encuentras bien, Jella? Pareces algo colorada.

Al oír el sonido de la voz de la otra mujer, a Jella casi se le sale el estómago por la boca.

—No… No me encuentro bien —respondió, confiando en no parecer tan culpable como se sentía—. Creo que me estoy poniendo enferma —añadió, poniéndose en pie de un salto y corriendo hacia el baño para vomitar.

Diez minutos después de que comenzara a vomitar, Jella seguía allí.

La misión era bien sencilla, pero a Skarr seguía sin gustarle. Reunir todo lo que dijo que necesitaría para el ataque les había llevado un día: explosivos, un equipo de asalto de treinta mercenarios, él mismo incluido, y tres todoterrenos para el transporte.

Por motivos de seguridad de la empresa y de confidencialidad de los clientes, Manufacturas Dah’tan estaba ubicada en una propiedad privada de poco más de una hectárea situada mucho más allá de las afueras de Hatre. Cada kilómetro del trayecto hacía mella en Skarr y reducía además el limitado tiempo del que disponían para hacer el trabajo. Seguro que alguien le había visto en el puerto espacial, alguien que daría parte a Saren. Era probable que el espectro estuviera ya de camino a Camala… acercándose más y más a cada segundo que pasaba.

Las instalaciones consistían en una única estructura que albergaba el almacén, la fábrica y las oficinas. Los terrenos estaban rodeados por una alambrada con varias señales en las que se leía «propiedad privada» y «prohibido el paso» en los distintos dialectos batarianos comunes en Camala.

No es que eso disuadiera a Skarr y sus mercenarios. Los todoterrenos se limitaron a pasar por encima del cerco, aplastándolo mientras avanzaban hacia la solitaria construcción que había en el horizonte. A medio kilómetro de distancia aparcaron y continuaron a pie a través del estéril terreno desértico. Se aproximaron a la fábrica desde el lado opuesto a las zonas de carga para evitar ser detectados y llegaron al edificio sin incidentes.

Skarr se sintió aliviado al encontrar que la entrada de seguridad de la parte trasera no estaba bloqueada: la fuente que Edan tenía en el interior había cumplido con su parte. Pero seguían teniendo que trabajar deprisa si querían entrar y salir antes de que Saren apareciera.

La paranoia corporativa formaba parte de la cultura batariana tanto como su rígido sistema de castas, y Dah’tan no era diferente. Poco dispuesta a confiar a alguien más la información confidencial, todos los registros y los archivos se guardaban in situ: al destruir las instalaciones, quedaría eliminada toda evidencia que pudiera conducir hasta Edan.

Cada todoterreno transportaba a diez mercenarios. Skarr dejó afuera a ocho hombres con fusiles de francotirador para cubrir las salidas, apostando a un par a cada lado del edificio. Los otros se dividieron en varios equipos de infiltración de tres miembros cada uno.

—Las bombas estallarán en quince minutos —les recordó Skarr.

Los equipos de infiltración se dispersaron, dirigiéndose hacia los diversos pasillos bifurcados que conducían a las diferentes áreas de las instalaciones. Su objetivo era colocar varios explosivos estratégicamente situados; los suficientes para reducir el edificio entero a cenizas y escombros. A lo largo del camino eliminarían a las patrullas de seguridad y acribillarían a todo empleado con el que se cruzaran. Cualquiera que huyera del edificio sería abatido por los mercenarios que esperaban afuera. Y cualquier superviviente que lograra esconderse en el interior del edificio sería exterminado por las explosiones o quemado vivo cuando detonaran las cargas incendiarias.

Con los francotiradores apostados afuera y los equipos de infiltración encaminándose hacia el corazón del complejo, Skarr se quedó a solas para acabar una tarea muy específica. Edan le había facilitado el nombre, la descripción y la ubicación de su contacto dentro de Dah’tan. Era poco probable que la joven supiera para quién estaba trabajando, pero el batariano no quería dejar cabos sueltos.

El krogan se dirigió rápidamente por los pasillos hacia las oficinas de la administración, cerca de la parte delantera del edificio. Lejos, en alguna parte, oyó un sonido de disparos y voces de batarianos gritando: la masacre había comenzado.

Un momento después, las sirenas empezaron a sonar. Skarr dobló una esquina y casi tropieza con un par de guardas de seguridad de Dah’tan que corrían en respuesta a la señal de alarma. Durante un breve instante, los dos batarianos titubearon, cogidos por sorpresa frente a la visión de un krogan fuertemente protegido que se acercaba con estrépito por el pasillo. Skarr aprovechó la oportunidad y golpeó la cara de uno de los guardas con la culata del rifle de asalto, haciendo que se tambaleara hacia atrás. Al mismo tiempo, se abalanzó con su cuerpo sobre el segundo guarda, de menor tamaño, derribándole con su peso. Mientras rodaban por el suelo, Skarr levantó la barbilla de su adversario con el cañón del arma y tiró del gatillo, volándole casi todo lo que le sobresalía por encima del cuello.

El primer guarda, que estaba justo poniéndose en pie, aún aturdido y sangrando por la boca, disparó su arma, pero falló el tiro y sólo consiguió dibujar una línea de agujeros en la pared, por encima de donde Skarr y el cuerpo de su amigo estaban tumbados en el suelo. Skarr respondió disparando hacia el corredor, haciendo trizas los tobillos y las pantorrillas de su enemigo.

El batariano gritó y cayó hacia delante, soltando el arma mientras abría los brazos para parar la caída. Otra ráfaga de Skarr lo remató un instante después de que cayera al suelo. Tras ponerse en pie de un salto, el cazarrecompensas se movió pesadamente por el pasillo hacia el despacho del contacto de Edan. La puerta estaba cerrada pero la echó abajo de una patada. Una joven mujer batariana estaba acurrucada en el suelo, medio escondida detrás de un escritorio. Al ver al krogan cubierto de sangre de pie en el umbral gritó.

—Adiós, Jella —dijo Skarr.

—¡No! ¡Por favor! Yo no…

Apretó el gatillo e interrumpió sus palabras que quedaron ahogadas por la ráfaga de balas que acribillaron su cuerpo, lanzándolo por el suelo hasta la pared trasera de la habitación.

Skarr echó un rápido vistazo a su reloj. Quedaban siete minutos hasta que los explosivos estallaran. Una parte de él quería pasar ese tiempo buscando más víctimas por los pasillos, pero sabía que no era una opción. Hubiera sido demasiado fácil dejarse llevar por la sed de sangre de sus antiguos ancestros. En una carnicería como aquella podía perder fácilmente el sentido del tiempo al dejarse llevar por el furor de la batalla, y no tenía la menor intención de estar dentro del edificio cuando explotara.

Se dirigió rápidamente de vuelta a la salida, haciendo caso omiso de los dulces gritos de dolor y terror que le atraían desde cada corredor por el que pasaba.

Jella hizo lo que pudo por apartar de su mente el staccato de las ráfagas de disparos y los horrorosos gritos de sus colegas. Estaba escondida dentro del respiradero del cuarto de baño: aunque era un espacio muy estrecho, había logrado encajar en él. Podía imaginarse la escena de afuera y no tenía la menor intención de dejar su escondite.

El tiempo pasaba con una lentitud agónica; los sonidos del ataque parecían durar horas, aunque en realidad tan sólo fueron minutos. Oyó voces tras la puerta del cuarto de baño e intentó meterse un poco más adentro del conducto de ventilación.

La puerta voló por los aires y un par de batarianos saltaron dentro disparando sus armas automáticas. Rociaron con balas toda la habitación, reduciendo las finas hojas metálicas de las puertas de los cubículos a jirones, haciendo añicos los retretes y los lavabos de cerámica y reventando varias tuberías de las paredes.

Por suerte, el escondite de Jella se encontraba bien alto en la pared, por encima de uno de los cubículos; se había subido a uno de los retretes, encaramándose por los separadores que había entre los cubículos para quitar la tapa del respiradero. Luego se había deslizado por el hueco, pasando primero los pies y, una vez que estuvo a salvo escondida dentro, había tirado con cuidado de la tapa, encajándola en su sitio.

Desde su posición privilegiada tenía una visión perfecta de la carnicería, aunque cerró los ojos y se cubrió las orejas con las manos para intentar apartar de su mente las ensordecedoras réplicas de las armas. Sólo cuando al fin cesó el tiroteo se atrevió a abrir de nuevo los ojos.

Los hombres estaban echando una última mirada por el cuarto de baño, chapoteando ruidosamente sobre el agua que salía a chorros de las cañerías reventadas y se extendía por el suelo como un lago en miniatura.

—Aquí no hay nadie —dijo uno de ellos, encogiéndose de hombros.

—Lástima —respondió el otro—. Esperaba que pudiéramos pillar a una de las mujeres y llevárnosla a rastras con nosotros para divertirnos un rato.

—Olvídalo —sugirió el primero negando con la cabeza—. Ese krogan jamás lo aprobaría.

—No es él quien nos paga, sino Edan —le soltó su socio. Jella supo al instante de quién estaba hablando: Edan Had’dah era uno de los individuos más ricos, poderosos e infames de Camala.

—Te reto a que le digas eso a la cara —dijo el primer hombre, entre risas, incluso mientras se acuclillaba y fijaba algo en la pared. Un momento después, volvió a ponerse en pie—. Vamos. Tenemos que estar fuera de aquí en dos minutos.

Los hombres se marcharon corriendo por el corredor; sus pasos retumbaban en la distancia. Jella se arrastró lentamente hacia delante por el escondite para intentar ver qué habían puesto en la pared. Era aproximadamente del tamaño de una fiambrera y tenía un montón de cables por todos lados. Aunque no tenía ni entrenamiento ni experiencia militar, era obvio que el dispositivo era alguna clase de bomba.

Se detuvo un momento y escuchó más disparos. A excepción del débil pitido del temporizador del explosivo contando marcha atrás, todo estaba en silencio. Jella tiró la tapa del conducto de ventilación y se dejó caer al suelo. Salió corriendo del cuarto de baño y esprintó por el corredor hacia la misma salida de seguridad que había desbloqueado anteriormente, y que había hecho posible que, sin querer, la carnicería tuviera lugar.

Aunque ahora no podía pensar en eso. Negándose a mirar siquiera los cuerpos de sus colegas que yacían en el vestíbulo, llegó a la puerta y la abrió de un tirón. Dos hombres del almacén estaban tendidos justo afuera, cada uno con un disparo entre ceja y ceja.

Jella vaciló, esperando correr la misma suerte. Pero quienquiera que hubiera matado a los hombres había desaparecido, despejando la zona circundante antes de que el edificio estallara. Tan pronto como su mente —en estado de shock— comprendió que seguía con vida, la joven agachó la cabeza y empezó a correr. Logró recorrer una docena de pasos antes de que la explosión convirtiera su mundo en fuego, agonía y, finalmente, lo sumiera en la oscuridad.

Cuando Saren llegó a las instalaciones de la Manufacturas Dah’tan, el sitio estaba en ruinas. Aunque los equipos de emergencias habían apagado las llamas, el edificio era poco más que un armazón quemado. Las dos plantas superiores se habían colapsado y una de las paredes se había desplomado hacia dentro reduciendo el interior a un montón de escombros chamuscados. Los operarios de rescate estaban ocupados escarbando entre los restos. Viendo la escena, resultaba obvio que no estaban buscando supervivientes.

Varias unidades móviles de informativos filmaban las ruinas desde una distancia respetuosa, con cuidado de no interferir con los equipos de rescate aunque ansiosas por conseguir un poco de metraje dramático para los vídeo-diarios.

Saren aparcó su vehículo junto a ellos, salió y caminó hacia las ruinas.

—¡Eh! —le gritó uno de los operarios de emergencias batarianos al ver que se acercaba, corriendo para interceptarle—. No puede estar aquí. Esto es una zona de acceso restringido.

Saren le miró con hostilidad y enseñó su identificación.

—Lo siento, señor —dijo el batariano, parándose en seco y ladeando la cabeza en deferencia—. No sabía que era un espectro.

—¿Algún superviviente? —preguntó Saren.

—Sólo uno —respondió—. Una joven. Estaba fuera del edificio cuando estalló. La explosión la ha dejado sin piernas y tiene quemaduras de primer grado en el noventa por ciento del cuerpo. Ahora está de camino al hospital. Es un milagro que haya sobrevivido, aunque no creo que vaya a salir de…

—Reúna a su equipo y lárguese —le advirtió Saren, interrumpiéndole.

—¿Cómo? ¡No podemos! Aún estamos buscando supervivientes.

—No quedan supervivientes. Aquí ya han terminado.

—¿Y qué hay de los cuerpos? No podemos dejarlos aquí sin más.

—Los cuerpos seguirán estando aquí por la mañana. Lárguense. Es una orden. Y llévense las malditas unidades de vídeo con ustedes.

El batariano dudó, después asintió, ladeando de nuevo la cabeza, y se fue a reunir a su equipo. Cinco minutos después, los vehículos de rescate y las furgonetas de los medios de comunicación arrancaban y dejaban a Saren a solas para examinar los escombros en busca de pistas.

—Dios mío. —Kahlee dio un grito ahogado mientras el todoterreno ascendía por una cuesta y alcanzaban a ver por primera vez lo que una vez había sido la planta de Manufacturas Dah’tan—. ¡Ha desaparecido del todo!

Aunque casi había anochecido, el gran sol naranja de Camala aún proporcionaba suficiente luz para que pudieran apreciar la destrucción con claridad.

—Parece que alguien se nos ha adelantado —observó Anderson, frunciendo el ceño sombríamente.

—¿Dónde están los equipos de rescate? —preguntó Kahlee—. ¡A estas alturas ya deberían estar enterados de esto!

—No lo sé —confesó Anderson, deteniendo el todoterreno con un chirrido—. Algo no va bien. Espérame aquí.

Saltó fuera del vehículo y se aproximó a pie hacia los restos del edificio con la pistola desenfundada, corriendo agachado. Estaba a menos de veinte metros de distancia cuando un único disparo rebotó en el suelo justo frente a él.

Anderson se quedó inmóvil. Estaba al aire libre, completamente expuesto; el tirador podía haberle matado con facilidad si esa hubiera sido su intención. Era un disparo de advertencia.

—¡Suelta el arma y camina hacia adelante! —gritó una voz desde algún lugar en las ruinas.

Anderson hizo lo que se le ordenaba; dejó la pistola en el suelo y continuó caminando desarmado.

Un segundo después, una familiar figura turiana emergió por detrás de los escombros que había usado para cubrirse con un rifle que apuntaba directamente al pecho de Anderson.

—¿Qué haces aquí? —preguntó el espectro.

—Lo mismo que tú —dijo Anderson, procurando sonar más confiado de lo que se sentía—. Intento descubrir quién estaba detrás del ataque a Sidón.

Saren resopló con indignación, pero no bajó el arma.

—Me mentiste, humano. —La manera en que pronunció «humano» hizo que pareciera un insulto.

Anderson permaneció en silencio. El espectro había encontrado el camino hasta la planta de Dah’tan; era lo bastante listo como para atar los cabos.

—La inteligencia artificial es una violación de las convenciones de la Ciudadela. —Al ver que no respondía, Saren continuó—: Pienso informar de ello al Consejo.

De nuevo, Anderson permaneció en silencio. Tuvo la impresión de que Saren seguía investigando en busca de información. Fuera lo que fuera lo que estuviese buscando, no sería Anderson quien se lo diera por accidente.

—¿Quién estaba tras el ataque a Sidón? —preguntó Saren, con una voz grave por la tácita amenaza mientras se llevaba la mira del rifle al ojo y apuntaba mortalmente al pecho del teniente.

—No lo sé —reconoció Anderson, quedándose completamente quieto.

Saren disparó a tierra, a sus pies.

Se estremeció, pero no dio ningún paso atrás.

—¡Ya te he dicho que no lo sabía! —gritó, perdiendo el control sobre su ira. Estaba casi seguro de que Saren no pretendía matarle, pero no iba a arrodillarse para suplicar por su vida. ¡No pensaba permitir que un matón turiano le intimidara!

—¿Dónde está Sanders? —gritó Saren, cambiando de táctica.

—En un lugar seguro —respondió Anderson, bruscamente. De ninguna manera iba a permitir que este monstruo se acercara a Kahlee.

—Te está mintiendo —le dijo Saren—. Sabe mucho más sobre el tema de lo que te ha contado. Deberías interrogarla de nuevo.

—Yo llevo a cabo mi investigación, encárgate tú de la tuya.

—Entonces, quizá debiera centrarme en encontrarla a ella —sugirió, en tono amenazante—. Si lo hago, mi interrogatorio revelará sus secretos más profundos.

Anderson sintió cómo sus músculos se tensaban, pero se negó a seguir hablando sobre Kahlee.

Al darse cuenta de que el humano no iba a morder el anzuelo, el turiano cambió de tema una vez más.

—¿Cómo has llegado hasta aquí?

—No pienso responder a más preguntas —dijo Anderson rotundamente—. Si vas a matarme, hazlo ya.

El turiano echó una larga mirada a la zona circundante oteando el horizonte bajo la luz menguante. Pareció llegar a algún tipo de decisión; después, bajó el arma.

—Soy un espectro, un agente del Consejo —declaró, con un timbre de nobleza que reforzaba su voz—. Soy un sirviente de la justicia que juró proteger y defender la galaxia. Matarte no serviría de nada, humano.

Una vez más, la palabra sonó como un insulto apenas velado.

Saren se dio la vuelta y se marchó, dirigiéndose hacia la silueta apenas visible de un pequeño todoterreno que había en la distancia.

—Adelante, escarba entre los escombros si eso te hace sentir mejor —le gritó por encima del hombro—. Aquí no queda nada que encontrar.

Anderson permaneció inmóvil hasta que Saren se montó en el todoterreno y arrancó. Una vez que el vehículo desapareció de la vista, se volvió y recogió la pistola del suelo. Casi había oscurecido; ahora no tenía ningún sentido buscar entre los escombros. Y, de hecho, era de la misma opinión que el turiano: no quedaba nada que encontrar en Dah’tan.

Moviéndose con cuidado por la creciente penumbra de la noche, tardó varios minutos en llegar hasta su propio todoterreno.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Kahlee mientras él se subía—. Me ha parecido verte hablar con alguien.

—Saren —le dijo—. Aquel espectro turiano.

—¿Qué hace aquí? —preguntó, alarmada por el recuerdo de su último encuentro y la simple mención de su nombre.

—Está buscando pruebas —reconoció Anderson.

—¿Y qué te ha dicho? ¿Qué quería?

Por un instante, pensó en contarle una mentira; algo que pudiera relajar su mente. Pero ella también formaba parte de esto. Se merecía la verdad. O, al menos, la mayor parte de ella.

—Creo que ha estado considerando seriamente la posibilidad de matarme.

Kahlee dio un grito ahogado de terror.

—No estoy seguro —añadió de inmediato—. Quizá me equivoque. Los turianos son difíciles de entender.

—No me cuentes historias —replicó—. No dirías algo así si no estuvieras seguro. Cuéntame qué ha ocurrido.

—Andaba en busca de información —dijo Anderson—. Ya había averiguado que le estábamos mintiendo acerca de tu trabajo en la base.

—Sí, Dah’tan no es conocido por fabricar implantes bióticos —admitió Kahlee.

—No le he contado nada. Cuando se ha dado cuenta de que no iba a ayudarle con la investigación ha aparecido esa mirada dura en sus ojos. Ahí ha sido cuando he pensado que iba a matarme.

—Pero no lo ha hecho. —Sus palabras fueron mitad afirmación, mitad pregunta.

—Se ha limitado a mirar detenidamente a su alrededor, como si estuviera intentando ver si había alguien más allí cerca y entonces se ha marchado.

—¡Quería saber si estabas solo! —exclamó, llegando a la misma conclusión a la que él ya había llegado—. ¡No podía matarte si había testigos!

Anderson asintió.

—Legalmente, un espectro tiene el derecho de hacer lo que quiera. Pero el Consejo no aprueba los homicidios gratuitos. De haberme asesinado, si alguien le hubiera denunciado, el Consejo habría intervenido.

—¿Realmente crees que el Consejo tomaría medidas si él asesinara a un humano?

—La Humanidad tiene más relevancia política de lo que cualquiera de esos alienígenas quiere admitir —explicó Anderson—. Tenemos suficientes naves y hombres para hacer que todas las demás especies se lo piensen dos veces antes de molestarnos. El Consejo necesita seguir contando con nuestra simpatía. Si corriera la noticia de que los espectros están asesinando a oficiales de la Alianza sin justificación, tendrían que hacer algo.

—¿Y ahora qué?

—Volvemos a la ciudad. Tengo que enviarle un mensaje a la embajadora Goyle con el siguiente paquete.

—¿Por qué? —preguntó Kahlee, bruscamente—. ¿Para qué? —Una sombra de alarma en su voz le recordó que ella seguía siendo una fugitiva de la Alianza.

—Saren sabe que la Humanidad ha llevado a cabo investigaciones ilegales de IA. Va a denunciarlo al Consejo. Debo avisarla para que esté preparada para las repercusiones políticas.

—Claro —respondió Kahlee, con una mezcla de alivio y vergüenza en su voz—. Lo siento. Pensé que…

—Estoy haciendo todo lo que puedo por ayudarte —le dijo, procurando ocultar cuánto le habían dolido sus sospechas—. Pero necesito que confíes en mí.

Ella extendió la mano, poniéndola sobre la de él.

—No estoy acostumbrada a que la gente cuide de mí —dijo a modo de disculpa—. Mi madre estaba siempre trabajando y mi padre… bueno, ya lo sabes. Cuidar de mí misma se convirtió en una costumbre. Pero soy consciente de lo que estás arriesgando por ayudarme. Tu carrera. Puede que tu vida. Te estoy agradecida. Y sí que confío en ti… David.

Nadie le llamaba nunca David. Nadie más aparte de su madre y su mujer. Ex-mujer, rectificó. Por un breve instante estuvo a punto de contarle a Kahlee lo que Saren le había dicho acerca de centrar su investigación en ella, pero, en el último momento, se mordió la lengua.

Ya había aceptado que se sentía atraído hacia Kahlee. Pero no debía olvidarse de lo mucho que había pasado ya. Era vulnerable; estaba sola y asustada. Contarle lo de las amenazas de Saren no haría sino exacerbar esos sentimientos. Y, aunque probablemente eso haría que estuviera más dispuesta a adoptarle como protector y les uniría aún más, Anderson no pensaba sacar provecho de una situación así.

—Vamos —dijo, retirando con suavidad la mano que tenía bajo la de ella y dando media vuelta con el todoterreno hacia el tenue resplandor de la ciudad en la distancia.