Anderson desembarcó en Elysium junto a los otros trescientos pasajeros que habían reservado un asiento en la lanzadera de transporte público que partía de la Ciudadela. El puerto de aterrizaje estaba repleto de gente. La muchedumbre, densamente apiñada, era una mezcla de todas las especies conocidas de la galaxia; algunos llegaban, otros partían; la mayoría esperaba en las largas y sinuosas colas a pasar por la aduana y los puestos fronterizos. En Elysium, la seguridad siempre había sido estricta pero, tras el ataque a la cercana base de Sidón, había alcanzado un nivel que Anderson no había visto jamás.
No es que lo desaprobara. Idealmente situada cerca de un nexo con varios repetidores principales y secundarios, Elysium era un importante eje de transporte y comercio; la Alianza no podía permitir que quedase expuesta a posibles ataques terroristas. Aunque la colonia tenía tan sólo cinco años de antigüedad, ya era uno de los puertos comerciales más activos del Confín. La población se había disparado recientemente: había sobrepasado el millón, si se incluían a los diversos y variados residentes alienígenas que suponían casi la mitad del total de habitantes. Desgraciadamente, eso significaba también que un desproporcionado número de visitantes de Elysium no era humano y estaba sujeto a intensos procedimientos de registro.
La seguridad adicional hacía que las llegadas y salidas fueran, para la mayoría de los viajeros, una interminable y engorrosa experiencia. Los humanos también estaban expuestos a importantes retrasos; el personal desviado para ayudar a ocuparse de los visitantes alienígenas suponía que quedara menos gente para ocuparse de los ciudadanos de la Alianza.
Por suerte para Anderson, su identificación militar le proporcionaba el lujo de evitar las largas colas. El guardia de la estación escaneó sus huellas digitales y examinó su identificación durante unos segundos antes de saludarle e indicarle que pasara.
Oficialmente, Anderson estaba allí a título personal. No era más que un marine de la Alianza con permiso para bajar a tierra, una tapadera lo suficiente creíble para evitar llamar la atención indeseada y ocultar el auténtico propósito de su visita.
John Grissom era el padre de Kahlee Sanders. Resultaba bastante evidente que estaban distanciados, aunque era bastante probable que Grissom supiera algo que pudiera ayudar a la investigación. Sidón estaba a tan sólo unas pocas horas de distancia de Elysium. Había registros de Sanders que indicaban que había contratado un billete hasta allí cuando entró en situación de ANA. Y a pesar de que parecía que Grissom no se había comunicado con su hija desde hacía al menos diez años, era de conocimiento público que el soldado más reconocible de la Alianza se había retirado tempranamente a la colonia más extensa de la raza humana en el Confín Skylliano.
Anderson seguía sin poder hacerse a la idea de que Sanders fuera una traidora. Las piezas, sencillamente, no encajaban. Aunque sabía que, de algún modo, estaba involucrada; su desaparición pública tenía que ser algo más que una mera coincidencia. Puede que la situación la hubiera desbordado, y que se hubiera dejado llevar por el pánico cuando las cosas comenzaron a escapar a su control. Podía imaginársela llegando a Elysium: asustada, sola y sin saber en quién confiar. Distanciados o no, su padre era la persona a la que con mayor probabilidad recurriría en busca de ayuda.
Después de facturar su equipo en el hotel, Anderson alquiló un coche y condujo hacia las fincas aisladas de las afueras de la ciudad. Encontrar la casa de Grissom le llevó un rato; las direcciones de la zona eran tan discretas que prácticamente parecían estar escondidas. Era obvio que la gente que vivía allí valoraba su intimidad.
Salió del vehículo y emprendió una larga caminata por los terrenos de la finca hacia una casa sorprendentemente pequeña que parecía estar tan retirada de la carretera como era posible. Anderson no comprendía el deseo de Grissom de retirarse del ojo público. Respetaba al hombre y su reputación, pero no podía encontrar ningún modo de justificar que hubiese abandonado como lo hizo. Un soldado no daba la espalda a la Alianza de esa manera.
No has venido aquí a juzgarle —se recordó a sí mismo mientras llegaba a la puerta. Llamó al timbre y esperó, involuntariamente, en posición de firmes—. Sólo estás aquí para encontrar a Kahlee Sanders.
Pasaron varios minutos antes de que oyera a alguien venir desde el otro lado, rezongando a medida que se aproximaba. Un instante después se abrió la puerta y pudo ver al contralmirante John Grissom en todo su esplendor.
El gesto que Anderson había estado a punto de hacer a modo de saludo murió en su cadera. El hombre que tenía frente a él no llevaba puesto nada más que una bata raída y unos calzoncillos sucios. Tenía el pelo largo y despeinado y su rostro estaba parcialmente cubierto por una barba de tres días de pelo blanco y negro. Tenía la mirada dura y agria y su expresión parecía haberse congelado en una mueca de disgusto.
—¿Qué es lo que quiere? —preguntó.
—Señor —respondió Anderson—, soy el teniente David Ander…
Grissom le cortó.
—Ya sé quién es, nos conocimos en Arturo.
—Así es, señor —reconoció Anderson, sintiendo una débil oleada de orgullo por ser reconocido—. Antes de la Primera Guerra de Contacto. Me sorprende que se acuerde de mí.
—Sólo estoy retirado, no senil. —A pesar de la broma, no había nada cómico en el tono de Grissom.
Hubo una pausa incómoda en la que Anderson trató de reconciliar el recuerdo de la figura icónica del pasado de Grissom con el cascarrabias despeinado que tenía ahora frente a él. Grissom se encargó de llenar el silencio.
—Mira, chico, estoy retirado, así que vuelve y dile a los mandamases que no pienso conceder ninguna entrevista ni dar ningún discurso ni hacer una aparición en público sólo porque una de nuestras bases militares haya sido atacada. Esa mierda se acabó.
Anderson saltó, convencido de que Grissom había metido la pata.
—¿Cómo sabe que Sidón ha sido atacada?
Grissom le miró con hostilidad como si fuera un imbécil.
—Ha salido en todos los malditos vídeo-diarios.
—Ése no es el motivo de mi visita —dijo Anderson, intentando ocultar su bochorno—. ¿Podemos hablar dentro?
—No.
—Por favor, señor, es una cuestión de la que preferiría no hablar aquí fuera, en público.
Grissom se mantuvo firme, bloqueando la entrada para evitar que Anderson entrara.
El teniente comprendió que ni el tacto ni la diplomacia iban a servirle de nada en esta situación. Había llegado el momento de ser directo.
—Señor, hábleme de Kahlee Sanders.
—¿Quién?
El viejo era bueno. Anderson había confiado en ver alguna reacción ante la mención de su hija, perdida hacía tanto tiempo. Pero Grissom ni siquiera se estremeció.
—Kahlee Sanders —repitió Anderson, elevando perceptiblemente el tono. Era improbable que alguien le oyera; los vecinos estaban demasiado alejados. Pero debía hacer algo para traspasar esa puerta—. Su hija. La soldado que desapareció sin autorización de Sidón horas antes de que la base fuera atacada. La mujer a la que estamos buscando por traición a la Alianza.
El ceño fruncido de Anderson se transformó en una mueca de puro odio.
—Cállese y meta el culo dentro —masculló, haciéndose a un lado.
Una vez en el interior, Anderson siguió al reticente anfitrión hacia una pequeña sala de estar. Grissom se puso cómodo en una de las tres sillas acolchadas, pero el teniente permaneció de pie, esperando a que le invitara a hacer lo propio. Después de varios segundos se dio cuenta de que la invitación no iba a llegar y tomó asiento por su cuenta.
—¿Cómo se enteró de lo de Kahlee? —preguntó Grissom al fin, de manera tan despreocupada como si estuviera hablando del tiempo.
—Hoy en día ya no hay secretos —respondió Anderson—. Sabemos que fue vista por última vez en Elysium. Necesito saber si vino a hablar con usted.
—No he vuelto a hablar con mi hija desde antes de que fuera una adolescente —replicó Grissom—. Su madre no tenía muy buena opinión de mí ni como padre ni como marido y, realmente, eso no podría discutírselo. Supuse que lo mejor que podía hacer era desaparecer de sus vidas. ¡Eh! —recordó súbitamente Grissom—. La última vez que nos vimos usted me dijo que estaba comprometido. Que tenía a una chica esperándole en la Tierra, ¿no? Ya debe de estar casado. Felicidades.
Estaba intentando desestabilizar a Anderson. Grissom sabía lo difícil que resultaba para un soldado de la Alianza hacer que un matrimonio funcionara; su inocente pregunta iba destinada a hacerle perder los nervios a su huésped. Podía parecer un viejo exhausto e indefenso pero aún tenía mucha guerra que dar.
Anderson no iba a caer en la trampa.
—Señor, necesito su ayuda. Su hija es sospechosa de haber traicionado a la Alianza. ¿Eso no significa nada para usted?
—¿Por qué debería? —contestó secamente—. Apenas la conozco.
—Descubrí que ambos estaban emparentados. Al final alguien más acabará haciendo esa conexión.
—¿Cómo? ¿Cree que me preocupa mi reputación? —se mofó—. ¿Cree que voy a ayudarle porque no quiero que la gente se entere de que el gran contralmirante Grissom tuvo una hija ilegítima que ha sido acusada de traición? ¡Ja! Son ustedes los que se preocupan por chorradas como ésa. La verdad, no podría importarme menos.
—Señor, no era eso lo que he querido decir —respondió Anderson, negándose a caer en la provocación—. He seguido el rastro de Kahlee hasta aquí. Hasta usted. Eso significa que otros también podrán seguirlo. He acudido a usted porque quiero ayudar a su hija. Pero la siguiente persona que vaya en su busca —y ambos sabemos que habrán otras— bien podría querer hacerle daño.
Grissom se inclinó lentamente hacia delante, descansando la cabeza sobre las manos mientras consideraba las palabras de Anderson. Pasó un rato largo antes de que volviera a sentarse erguido. Sus ojos estaban empañados de lágrimas.
—No es una traidora —susurró—. Ella no tuvo nada que ver con ello.
—Le creo, señor —afirmó Anderson con voz sincera y comprensiva—. Pero no habrá muchos más que lo hagan. Por eso necesito encontrarla. Antes de que le ocurra algo.
Grissom no dijo nada; simplemente se quedó allí sentado, mordiéndose el labio inferior.
—No dejaré que nada malo le ocurra —le tranquilizó Anderson—. Le doy mi palabra.
—Vino aquí —admitió al fin Grissom tras respirar profundamente—. Me contó que estaba en apuros. Algo relacionado con Sidón. No le pregunté por los detalles. Supongo… Supongo que me asustaba lo que pudiera contarme.
Se inclinó hacia delante y apoyó de nuevo la cabeza entre las manos.
—Nunca estuve con ella cuando estaba creciendo —farfulló entre dientes, con el tono de quien estuviera a punto de llorar—. Ahora no podría dejarla de lado. Se lo debo.
—Lo comprendo, contralmirante —dijo Anderson, adelantándose para apoyar una mano consoladora sobre el hombro de Grissom—. Pero tiene que decirme a dónde fue.
Grissom levantó la mirada hacia él, con una expresión desnuda y vulnerable.
—Le di el nombre de un capitán de carguero que trabajaba abajo, en los puertos. Errhing. Capitán del Gossamer. Ayuda a gente que quiere desaparecer. Ella partió anoche.
—¿Adónde iba?
—No pregunté. Errhing se encarga de todos los detalles. Tiene que hablar con él.
—¿Dónde está?
—Él ha partido esta mañana de viaje comercial cerca de los Sistemas de Terminus. Errhing no volverá hasta dentro de dos semanas.
—Señor, no disponemos de semanas.
Grissom se puso en pie, con una postura algo más erguida de la que tenía al llegar Anderson, como si sus músculos intentaran recordar cómo era cuadrarse con orgullo.
—Entonces, soldado, supongo que deberá usted sacar a sus patrullas ahí afuera para encontrarle. Él es el único que puede conducirle hasta mi hija.
Anderson saltó resueltamente sobre sus pies.
—No se preocupe, contralmirante. No dejaré que le ocurra nada.
Inició un saludo pero Grissom apartó la cabeza.
—No lo haga —murmuró, avergonzado—. No me lo merezco. Ya no.
Anderson extendió la mano en su lugar. El hombre mayor dudó durante unos instantes antes de alargar la suya y estrecharla con sorprendente firmeza.
—Es usted mejor persona de lo que yo lo fui nunca, Anderson. La Alianza tiene suerte de poder contar con usted.
El teniente no sabía qué decir, así que se limitó a asentir. Grissom le cogió por el hombro con firmeza y le condujo fuera de la sala de estar hasta la puerta delantera.
—Recuerde su promesa —le dijo a modo de despedida—. No permita que le ocurra nada a mi hija.
Grissom observó en la pantalla de vídeo de la cámara de seguridad que había sobre su puerta cómo el teniente abandonaba su casa y sólo volvió la cabeza cuando el joven se metió en su vehículo y se alejó. Entonces se dirigió lentamente hacia la parte trasera de la casa y llamó una vez a la puerta cerrada de su dormitorio.
Kahlee la abrió un segundo después y preguntó:
—¿Quién era?
—Un fisgón de la Alianza que ha descubierto que estamos emparentados. Le envié a perder el tiempo. Se pasará las próximas dos semanas cerca de los Sistemas de Terminus persiguiendo a un antiguo amigo mío.
—¿Estás seguro de que se lo ha tragado? —preguntó Kahlee.
—Le he dado exactamente lo que andaba buscando —dijo Grissom con una sonrisa cínica—, la oportunidad de ayudar a un antiguo y acabado héroe a recordar quién fue en su día. Pero no es de él de quien debemos preocuparnos —prosiguió Grissom—. Las cosas no se pondrán feas hasta que nos topemos con alguien involucrado en el ataque a Sidón.
Kahlee alargó una mano para coger la de su padre y estrecharla firmemente entre sus palmas.
—Gracias —dijo, mirando fijamente a los ojos de su padre—. De verdad.
Su padre asintió y se revolvió con incomodidad hasta que ella se la soltó.
—Esperaremos unos días —sugirió, dándose la vuelta y dejándola en la intimidad de su habitación—, y luego encontraremos alguna manera de sacarte de este planeta.
Una sombra grande y oscura se deslizaba rápida y silenciosamente a través de los terrenos de la finca de Grissom iluminados por la luna, abriéndose camino hacia la casa. Incluso con el blindaje corporal al completo, Skarr era capaz de moverse con sigilo cuando tenía que hacerlo. Le hacía ir más lento aunque, de todos modos, confiaba más en la fuerza que en la velocidad.
En el interior de la pequeña casa del hombre de quien ahora Skarr sabía que era el padre de su objetivo no había luces. Le sorprendió que su agente de información batariano sacara a relucir el nombre de un héroe de la Alianza, pero en realidad eso no cambiaba su trabajo.
El krogan desconocía si Kahlee Sanders estaba ahí dentro pero, incluso de no ser así, su padre probablemente sabría dónde encontrarla. Skarr estaba seguro de poder hacer hablar al humano… siempre y cuando no lo matara antes por accidente. Ése era el motivo por el que viajaba ligero de equipaje, armado tan sólo con una pistola y su cuchillo favorito.
Se detuvo fuera de la única entrada y escuchó en busca de señales de vida. Extrajo una omniherramienta del cinturón y la utilizó para piratear y desactivar el sistema de seguridad y anular el cierre electrónico. Deslizó la omniherramienta en el cinturón, la sustituyó por la pistola, y abrió la puerta de un empujón.
Con los ojos acabándose de acostumbrar a la oscuridad, cruzó el umbral con un pie. Un disparo de escopeta le dio directamente en el pecho.
Se produjo un destello azul cuando el sistema reflector de los campos de barrera cinéticos reaccionó al impacto, desviando la mayoría de los proyectiles lejos y sin causar daño. Unos cuantos desgarraron las barreras cinéticas sólo para rebotar en las placas de blindaje ablativo de su armadura o acabar alojados en el grueso relleno subyacente. Un puñado de éstos penetraron a través de todas las capas de protección y se hundieron en la carne que había bajo éstas.
La fuerza del impacto levantó al krogan de los pies, haciendo que se le cayera la pistola de la mano y lanzándole hacia atrás hasta el exterior, donde acabó aterrizando pesadamente sobre el césped.
Grissom saltó desde detrás de la silla donde había guardado vela cada noche desde la llegada de Kahlee y alzó el arma para disparar de nuevo. Reconoció el destello azulado de las barreras cinéticas del intruso al absorber la mayor parte del impacto inicial. En cualquier caso, el disparo a bocajarro debería de haber consumido los escudos y otro disparo certero sería suficiente para rematar el trabajo.
Tumbado sobre la espalda, Skarr tiró del cuchillo que tenía en el cinturón y lo arrojó sobre su atacante. La hoja se hundió profundamente en el bíceps derecho de Grissom, empujándole hacia atrás mientras éste apretaba una vez más del gatillo de la escopeta, y erraba el disparo. En lugar de destrozarle la cabeza, dejó un agujero humeante en la tierra, justo por detrás del krogan.
El cañón de la escopeta resbaló de la mano de Grissom, súbitamente sin fuerzas. Antes de que el viejo pudiera usar el brazo sano para apuntarle otra vez con el arma, Skarr ya estaba de pie y de nuevo dentro de la casa. Bramando de rabia el krogan arrojó la escopeta lejos con un impresionante manotazo y la envió dando tumbos hasta la sala de estar. Agarró al humano y lo lanzó contra la pared con tanta fuerza que se agrietó la escayola.
El cuchillo cayó del brazo de Grissom mientras éste se derrumbaba en el suelo sin aire en los pulmones. El krogan apareció por encima de él y ladeó ligeramente la cabeza para poder fijar uno de sus ojos fríos y reptiles sobre él. Grissom no era un cobarde pero pudo sentir cómo el miedo le atenazaba el corazón mientras miraba fijamente a sus pupilas negras y muertas.
Entonces oyó un fuerte «crac, crac, crac» —la conocida réplica de un Hahne-Kedar P15-25 de la Alianza— y el krogan se alejó de él tambaleándose. A pesar de que le habían disparado tres veces en la robusta joroba de músculo y hueso de la espalda, seguía en pie.
El teniente Anderson estaba en la entrada con la pistola desenfundada. Entró en la habitación, disparando la pistola media docena de veces más, mientras el krogan se volvía para darle la cara. Apuntaba bajo para intentar destrozarle las piernas. Uno de sus disparos encontró la juntura de la rodilla, donde las placas duras del blindaje ablativo estaban conectadas por una flexible aunque vulnerable malla acolchada, al descubierto.
Bramando de rabia y dolor, el krogan se estrelló contra el suelo apretándose la articulación herida.
—Un solo movimiento y el siguiente disparo irá directo entre tus cejas —le advirtió, apuntándole a la huesuda cresta que le recorría la parte superior del cráneo.
Grissom estaba impresionado. No era fácil abatir con una pistola a un humano con el blindaje corporal a tope, ni que decir a un krogan.
—Me alegro de verle por aquí —logró decir, entre jadeos, una vez que el aire le volvió a llegar a los pulmones.
—Supongo que no esperaba de veras engañarme con esa pequeña actuación que dio el otro día —respondió Anderson, sin apartar ni la vista ni el arma del krogan que estaba en el rincón—. He estado vigilando este sitio desde que salí por su puerta.
Grissom se esforzó por ponerse en pie, con el brazo izquierdo aún pendiéndole inútilmente y el derecho apretado contra su herida, que sangraba profusamente. Un gemido de dolor se escapó por sus labios.
—Tu amigo está herido —gruñó el krogan.
Anderson no se distrajo siquiera un instante.
—Es duro. Vivirá.
El krogan sangraba por el disparo en la rodilla. El blindaje del pecho estaba acribillado con pequeños agujeros y el acolchado que había debajo de éste, abrasado y quemado.
Una sangre oscura rezumaba por tres de ellos. Anderson supuso que al menos uno de los disparos en la espalda habría penetrado con la suficiente profundidad para hacerle también algún daño. Pero había visto a algún krogan recibir un castigo mucho mayor y seguir luchando.
El alienígena que estaba en el suelo era una bestia herida: enfadado, desesperado e impredecible. Jadeaba, aunque resultaba difícil decir si era por el dolor, el esfuerzo o por pura rabia. Su rostro marcado y brutal era como una máscara concentrándose intensamente; los músculos estaban en tensión, como si estuviera reuniendo fuerzas para hacer un movimiento.
Aunque, si intentaba hacer cualquier cosa, Anderson le dispararía en la cabeza desde una distancia de tres metros. Hasta un krogan sería incapaz de sobrevivir a algo así.
El teniente oyó una puerta que se abría y los pasos de alguien corriendo por el pasillo.
—¡Dios mío! ¡Estás herido! —gritó una mujer.
Anderson no era tan estúpido como para volver la cabeza. Pero durante una fracción de segundo, sus ojos miraron en dirección a la voz. Ese era todo el tiempo que el krogan necesitaba.
Arremetió con un puño y lanzó, rodando, una onda expansiva de energía por toda la habitación. Anderson jamás había sido golpeado por un ataque biótico con anterioridad y no se esperaba que el krogan le lanzara uno. En la milésima de segundo que tardó en darse cuenta de lo que estaba ocurriendo, fue barrido por un torbellino y arrojado hacia el fondo de la habitación, donde se estrelló contra el suelo. Era como estar en una cámara de gravedad artificial cuando alguien conectaba la polaridad: una fuerza instantánea, ineludible e irresistible.
No pudo recuperarse a tiempo de coger la pistola de donde había caído, ni tampoco pudo alcanzar la escopeta que tenía a tan sólo unos centímetros de distancia. De algún modo el krogan, a pesar de sus heridas, estaba otra vez en pie y casi encima de él, cogiendo impulso con el brazo con la suficiente fuerza para hundirle el cráneo de un puñetazo. Anderson se agachó y se deslizó a un lado, esquivándolo. Su puño aterrizó directamente sobre la mesa de la sala de estar, que se desintegró en astillas con el impacto.
Todo se sumió en el caos. Grissom le gritaba a Kahlee que escapara y ella le chillaba a Anderson que cogiera una de las armas. El krogan bramaba de ira y se agitaba por la habitación, lanzando y arrojando el mobiliario como si estuviera hecho con palillos mientras Anderson se apartaba y luchaba por seguir con vida, siendo capaz de esquivar los golpes asesinos únicamente porque su adversario seguía cojeando por la rodilla herida.
Por el rabillo del ojo, Anderson vio cómo Kahlee se precipitaba hacia la refriega, abalanzándose en un intento desesperado por agarrar la escopeta. El krogan también reparó en la joven y se giró hacia ella. La hubiera matado en ese mismo instante de no ser porque otra bala le rasgó una juntura del blindaje a la altura de la cadera, haciendo que se tambaleara, perdiera el equilibrio y fallara el golpe.
Anderson movió la cabeza rápidamente a su alrededor y, en la puerta en la que hacía tan sólo unos minutos él había estado disparando una pistola al krogan, se encontró a un turiano de pie. El teniente no tenía idea de quién era o por qué estaba allí… simplemente se alegraba de que tuvieran a alguien más de su parte.
La mayoría de los disparos rebotaron sobre el blindaje del krogan, mientras la bestia se agachaba e intentaba cubrirse la cabeza, la única parte expuesta de su cuerpo. Se giró para echar un vistazo al turiano y entonces saltó por la ventana de la sala de estar, haciendo añicos la lámina de vidrio. El krogan aterrizó sobre un hombro en el césped de afuera y rodó para ponerse en pie con un suave movimiento. Se marchó corriendo pesadamente, con paso torpe, a causa de la pierna herida aunque se movió más deprisa de lo que Anderson hubiera creído posible en una criatura de su tamaño.
El turiano salió afuera y disparó unos cuantos tiros hacia la oscuridad, se dio la vuelta y entró de nuevo en la casa.
—¿No piensas ir tras él? —preguntó Grissom a su desconocido aliado. Seguía sentado en el suelo, pero acababa de usar el cinturón de la bata para atarse un torniquete alrededor del brazo, conteniendo así el flujo de sangre que manaba de su bíceps herido.
—No armado sólo con esto —respondió el turiano, sosteniendo en alto una pistola—. Además, sólo un imbécil se enfrentaría a un krogan biótico en solitario.
—De hecho, creo que lo que el contralmirante Grissom pretendía hacer —apuntó Anderson, yendo hasta el turiano y tendiéndole la mano— era darte las gracias por habernos salvado la vida.
El turiano clavó la mirada en la mano que le ofrecía, aunque no hizo ningún esfuerzo por tender la propia. Abochornado, el teniente retiró la suya.
—Ya sé por qué está aquí —dijo Grissom entre dientes, apretándolos por el dolor e inclinando la cabeza en dirección a Anderson—. ¿Cuál es tu historia?
—Llevo dos días siguiendo de cerca a Skarr —respondió el turiano—. Esperando a que diera un paso.
—¿Siguiéndole de cerca? —preguntó Kahlee mientras se acercaba para examinar la herida de su padre—. ¿Para qué? ¿Quién eres?
—Me llamo Saren. Soy un espectro. Y quiero algunas respuestas.