Se aproximaba la noche en el planeta Juxhi. El débil sol naranja se ponía por el horizonte, y Yando, la menor de las dos lunas del mundo, ya estaba alcanzando su cenit.
Durante los veinte minutos siguientes, reinaría la oscuridad. Entonces, Budmi, la gemela mayor de Yando, comenzaría a elevarse y la oscuridad daría paso a un misterioso crepúsculo.
Saren Arterius, un espectro turiano, esperaba pacientemente a que el sol desapareciera. Durante varias horas se había encaramado encima de un afloramiento rocoso y vigilaba a escondidas un pequeño e aislado almacén situado en el desierto, en las afueras de Phend, la capital de Juxhi. Construido al abrigo de las piedras de un pequeño desfiladero, el edificio venido a menos era, excepto por el hecho de que un acuerdo ilegal de venta de armas estaba a punto de cerrarse en su interior, completamente anodino.
Los compradores ya estaban dentro: un grupo de matones armados y con un entrenamiento militar elemental conocidos como los Calaveras Siniestras, una de las muchas organizaciones de seguridad privada activas en el Margen. Los Calaveras eran pocos, apenas una docena de criminales mercenarios que nunca habían merecido la atención de Saren antes de esa noche, cuando cometieron el error de creer que podrían adquirir un cargamento robado de armas militares que había desaparecido de una carguero de transporte turiano.
Sus oídos captaron el sonido de un motor en la distancia y, unos minutos después, un VTT (Vehículo Todo terreno) de seis ruedas llegó y se detuvo al lado de la nave. Media docena de hombres salieron de él; dos de ellos eran turianos y el resto, humanos. Incluso bajo la tenue luz, Saren reconoció de inmediato a uno de los turianos, un estibador de los puertos de Camala.
Llevaba días siguiéndole, desde que revisara los registros de guardia para ver quién estaba de turno cuando el cargamento desapareció. Al día siguiente, únicamente un operario dejó de presentarse al trabajo; averiguar quién había sido el ladrón fue bochornosamente sencillo.
Localizarle no fue mucho más difícil. Toda la operación apestaba a aficionados metidos en algo que les sobrepasaba, desde el robo hasta los compradores. Por lo general, Saren hubiera transferido el asunto a las autoridades locales para ocuparse de algo más importante, pero la venta de armas de turianos a humanos era algo de lo que se encargaba personalmente.
Se abrió la puerta de la nave y cuatro de las figuras, incluidos los dos turianos, descargaron una caja de la parte trasera del VTT y la llevaron adentro. Los otros dos ocuparon posiciones de guardia junto a la entrada.
Saren negó con la cabeza con incredulidad mientras se encajaba las gafas de visión nocturna. ¿Qué posible utilidad podía tener dejar a dos hombres haciendo guardia fuera de un almacén en medio de ninguna parte? No tenían cobertura; estaban completamente expuestos.
Se llevó al ojo un rifle de francotirador Izaali fabricado por Combine, disparó dos veces y ambos centinelas cayeron a tierra. Moviéndose con una eficacia aparentemente fortuita, plegó el rifle de francotirador y lo volvió a guardar en el compartimiento indicado de su mochila. En una operación más profesional, alguien de dentro hubiera controlado periódicamente a los centinelas… o, en primer lugar, no les habrían dejado ahí afuera.
Tardó diez minutos en bajar a gatas de su elevada posición sobre la superficie de la roca. Para entonces, las lunas gemelas —ambas visibles— le proporcionaban la suficiente iluminación para poder guardar las gafas en la mochila.
Extrajo con rapidez un rifle de asalto semiautomático Haliat Arms de la funda que llevaba en el muslo y se aproximó a la entrada de la construcción. Había llevado a cabo un reconocimiento del almacén; sabía que no había ventanas ni ninguna otra puerta. Todos estaban atrapados en el interior: una prueba más de que trataba con idiotas. Se apretó contra la puerta y escuchó con detenimiento. En el interior se podía oír una discusión airada. Por lo visto, nadie había tenido la previsión de explicar con detalle las condiciones de la transacción antes de la reunión; o eso o alguien estaba intentando renegociar el trato. Los profesionales no cometían errores como éste: iban a la reunión, hacían el intercambio y salían. Cuanto más rato estás, mayor es la probabilidad de que algo salga mal.
Saren cogió tres granadas incendiarias de su cinturón, las cebó y comenzó a contar en silencio para sí. Cuando llegó a cinco, tiró con fuerza de la puerta, arrojó dentro las tres granadas, la cerró de golpe y corrió para cubrirse detrás del VTT.
La explosión reventó la puerta, haciéndola saltar de las bisagras, despidiendo humo, llamas y escombros por fuera de la abertura. Pudo oír gritos y el ruido de los disparos provenientes del interior mientras los aterrorizados hombres que allí estaban eran presa del pánico. Quemados y cegados, comenzaron a disparar frenéticamente, cada bando convencido de que había sido traicionado por el otro. Durante veinte segundos enteros, el eco del tiroteo, que reverberaba entre las paredes de metal del almacén, ahogó cualquier otro sonido.
Después, todo quedó en silencio. Saren apuntó el arma hacia la puerta y fue recompensado, unos segundos más tarde, cuando dos hombres salieron a la carga disparando sus armas. Abatió al primero dándole de lleno en el pecho con una ráfaga corta de su rifle de asalto y entonces se escondió detrás de la parte trasera del VTT para cubrirse mientras el mercenario superviviente respondía al fuego. Un rápido giro sobre sí mismo devolvió a Saren a la parte delantera del vehículo; cuando emergió, el enemigo seguía apuntando el arma hacia la parte trasera, por donde esperaba que éste reapareciera. A distancia de quemarropa, los disparos del rifle de asalto de Saren le rebanaron media cabeza al tipo.
Para no quedarse corto, lanzó dos granadas más por la puerta abierta. Al detonar, en lugar de provocar una abrasadora explosión, éstas liberaron una nube tóxica. Oyó más gritos y chillidos seguidos de toses causadas por la asfixia. Uno a uno, salieron tambaleándose de la nave tres mercenarios más, todos ellos ciegos y con náuseas producidas por el gas venenoso. Saren los acribilló sin que ninguno de ellos respondiera siquiera a los disparos.
Esperó unos minutos más para dejar que la bruma mortífera se disipara y entonces esprintó desde su posición tras el vehículo hasta el borde de la puerta. Asomó la cabeza dentro por un instante y luego se agazapó, quitándose de en medio.
Una docena de cadáveres cubrían el almacén. Algunos habían sido abatidos a tiros, varios estaban quemados y el resto se retorcía en horribles contorsiones a causa del gas, que hizo que se les agarrotaran y contrajeran los músculos mientras morían. Alrededor de ellos había unas cuantas armas desparramadas, tiradas por los propietarios en su agonía. El cajón que habían llevado adentro al llegar descansaba sin abrir en medio del suelo. Por lo demás, el almacén estaba vacío.
Con el rifle de asalto entre las manos, Saren avanzó de cuerpo en cuerpo, abriéndose paso lentamente desde la puerta hacia la parte trasera del almacén mientras lo inspeccionaba en busca de indicios de vida. Con la puntera de la bota, puso boca arriba a un turiano que había caído cerca del cajón. Tenía la mitad del rostro quemado y el caparazón estaba crujiente y quebradizo. La carne que había bajo éste se había derretido, fundiendo los párpados del ojo izquierdo. Un ligero quejido salió de sus labios y el ojo aún sano comenzó a parpadear.
—¿Quién…? ¿Quién eres? —dijo, con voz ronca.
—Un espectro —replicó Saren, de pie junto a él.
Tosió y arrojó una flema oscura que era principalmente una mezcla de sangre y veneno.
—Por favor… ayúdame.
—Has infringido la ley interestelar —recitó con voz fría e impasible—. Eres un ladrón, un contrabandista y un traidor a nuestra especie.
El hombre moribundo intentó decir algo, pero sólo volvió a toser. Respiraba con dificultad: el humo acre de las granadas incendiarias había cauterizado sus pulmones, dañándolos con tanta gravedad que no había podido aspirar el suficiente gas venenoso para que éste le matara. De recibir atención médica inmediata, seguía existiendo una pequeña posibilidad de que sobreviviera… aunque Saren no tenía la menor intención de llevarle a un hospital.
Devolvió el rifle de asalto a la funda del muslo y se dejó caer sobre una rodilla, inclinándose para acercarse a las facciones destrozadas por las llamas del otro turiano.
—¿Robas armas a tu propia gente para luego vendérselas a los humanos? —inquirió, con un feroz susurro—. ¿Sabes a cuántos turianos he visto morir a manos de humanos?
Le costó un tremendo esfuerzo pero, de algún modo, el hombre quemado consiguió farfullar cuatro débiles palabras por entre sus labios abrasados en señal de protesta:
—Esa… guerra… ya… terminó.
Saren se puso en pie y, con un movimiento suave, tiró de su pistola.
—Eso cuéntaselo a nuestros hermanos muertos —y disparó dos veces a la cabeza del turiano, dando por concluida la conversación.
Con la pistola aún en mano, prosiguió la inspección de los cuerpos. Se fijó en dos cadáveres humanos cercanos a la pared trasera del almacén, perceptiblemente menos repugnantes que los demás. Las granadas habían estallado cerca de la parte delantera del edificio y estos mercenarios habían sufrido menos daños. Incluso el veneno debió de disiparse antes de recorrer todo el camino hasta aquí, lo que explicaba que sus cuerpos no estuvieran retorcidos y contorsionados como el resto. Debieron de morir por fuego amigo.
Se aproximó cuidadosamente al primero y cuando tuvo claros indicios de que el hombre estaba realmente muerto, se relajó: seis agujeros del tamaño de un dedo muy próximos entre sí perfilaban un dibujo que indicaba el lugar en el que un tiro de escopeta a corta distancia le había desgarrado la parte frontal del chaleco protector, produciéndole, al salir las balas por la espalda, un único agujero del tamaño de un puño.
El último cadáver había caído boca abajo sobre un charco de su propia sangre. La escopeta que debió de matar accidentalmente al hombre que estaba a su lado se encontraba en el suelo… a un palmo de distancia de la mano fláccida y sin vida del cuerpo.
Saren se quedó inmóvil, súbitamente receloso. Algo no iba bien. Sus ojos escrutaron la figura inmóvil en busca de una herida letal. Tenía un boquete en un costado de la parte superior del muslo, probablemente el origen de toda aquella sangre pero, por el modo en que había caído al suelo, no había otras heridas visibles.
Sus ojos se volvieron bruscamente hacia el muslo: la sangre debería de haber seguido brotando de la herida, pero el flujo se había restañado. Como si alguien lo hubiera contenido con una rápida aplicación de medigel.
—Aparta la mano del arma y date la vuelta —gritó Saren, mientras alzaba la pistola con las dos manos y la apuntaba hacia el cuerpo— o te mato ahora mismo de un tiro.
Un segundo después, la mano se retiró lentamente de la escopeta. El hombre rodó sobre su espalda mientras jadeaba ruidosamente en busca de aire: al acercarse Saren, había estado conteniendo la respiración para intentar hacerse pasar por muerto.
—Por favor, no me mates —suplicó. Saren dio un paso en su dirección y apuntó con la pistola al punto exacto entre sus dos ojos—. ¡Yo ni siquiera luché en la Primera Guerra de Contacto!
—Algunos espectros detienen a la gente —apuntó Saren, en un tono despreocupado—. Yo no.
—¡Espera! —gritó el hombre, mientras se arrastraba hacia atrás hasta quedar encajonado contra la pared—. ¡Espera! ¡Tengo información!
Saren no dijo nada. En su lugar, bajó el arma y asintió brevemente.
—Es sobre otro grupo de mercenarios, los Soles Azules.
Cualquier espectro que trabajara en el Confín sabía que los Soles eran un cuerpo a tener en cuenta: un grupo pequeño aunque bien conocido con miembros a la vez experimentados y profesionales. La antítesis exacta de esta banda.
—Continúa.
—Preparan algo. Algo grande.
—¿Qué?
—No… no lo sé —el tipo tartamudeó e hizo una mueca, como si esperara que le disparase por haber admitido su ignorancia. Tras el segundo que tardó en darse cuenta de que seguía con vida, continuó, hablando atropelladamente—. Así es como nos metimos en esta compra. Se suponía que los Soles Azules iban a hacerse con el cargamento, pero se retiraron. Oí decir que tenían un trabajo de gran envergadura en marcha y que no querían ponerlo en peligro por llamar la atención de algún espectro con una compra de armas.
Saren se sintió intrigado. Cualquier cosa que estuvieran tramando tenía que ser importante: los Soles Azules casi nunca daban la espalda a un trato que ya hubieran negociado. Si estaban esforzándose tanto por mantener a los espectros alejados del tema, significaba que más le valía averiguar qué estaba ocurriendo.
—¿Y qué más?
—Eso es todo lo que sé —dijo el tipo—. ¡Te lo juro! Si quieres saber más deberías investigar a los Soles Azules. Entonces… ¿hacemos un trato o no?
Saren resopló con sarcasmo.
—¿Un trato?
—Ya sabes… yo te paso la información sobre los Soles Azules y tú me dejas seguir con vida.
El espectro alzó de nuevo la pistola.
—Deberías haber negociado antes de ponerte a cantar. Ya no te queda nada con lo que hacer un trato.
—¿Cómo? ¡No, por favor! No…
La pistola puso fin a sus quejas y Saren se dio la vuelta y caminó tranquilamente hacia fuera dejando atrás la carnicería del almacén. Una vez llegara a Phend, alertaría a las autoridades locales para que pudieran recuperar las armas robadas… y limpiar la porquería.
La mente de Saren estaba ya en su siguiente trabajo. Al principio no le había hecho demasiado caso a las noticias sobre la destrucción de Sidón. Imaginó que con el tiempo aquello conduciría hasta algún grupo radical escindido de batarianos rebeldes, una represalia contra los intentos humanos para expulsar a sus principales rivales fuera del Confín. Pero si el ataque no era un trabajo de terroristas políticos, entonces los Soles Azules eran una de las pocas organizaciones de seguridad privadas capaces de llevarlo a cabo.
Saren tenía toda la intención de averiguar quién les había contratado y por qué. Y sabía por dónde empezar la investigación.
Anderson se había pasado la mayor parte de dos días revisando el expediente personal de Kahlee Sanders, intentando darle un sentido.
Los datos físicos estaban claros: edad, 26; altura, 1,68; peso 55 kilogramos. La foto de su identificación dejaba ver que tenía rasgos predominantemente caucásicos: tez blanca, ojos marrón claro y pelo rubio oscuro. Era atractiva, aunque Anderson dudaba que alguien la hubiera llamado guapa jamás. Tenía una expresión dura, como si estuviera buscando pelea.
Cosa que, dado su historial personal, no resultaba sorprendente. De acuerdo con el expediente se había criado en la megalópolis tejana formada por la unión de Houston, Dallas y San Antonio; una de las regiones más pobres de la Tierra. Fue educada por una madre soltera, una obrera que cobraba el salario mínimo. Alistarse en el ejército fue probablemente la única posibilidad de alcanzar una vida mejor, aunque no lo hiciera hasta los veintidós, poco después de la muerte de su madre.
La mayoría de los reclutas se alistaban antes de los veinte. Anderson lo hizo el día en que cumplió dieciocho. Pero a pesar de su tardío comienzo, o quizá por ello, Kahlee Sanders sobresalió en el adiestramiento básico. Era competente en el combate cuerpo a cuerpo y en el entrenamiento con armas aunque su auténtica aptitud había sido en el campo de la tecnología.
Según su ficha había cursado asignaturas de informática de nivel básico durante los años anteriores a su alistamiento y, después de incorporarse, se lanzó al estudio de la programación avanzada, de las redes de comunicación de datos y de las arquitecturas de prototipos de sistemas. Acabó la primera de su clase, tras completar un programa de tres años en tan sólo dos.
Los exámenes de personalidad y las evaluaciones psicológicas mostraban que era inteligente y que tenía un marcado sentido de la identidad personal y la autoestima. Las evaluaciones de sus pares y de sus oficiales superiores indicaban que era cooperativa, popular y un elemento positivo en cualquier equipo con el que trabajase. No era de extrañar que la hubieran asignado al proyecto de Sidón.
Y por eso nada de aquello parecía encajar. Anderson conocía la diferencia entre un buen soldado y uno malo. Kahlee Sanders era sin duda un buen soldado. Puede que al principio se alistara en la Alianza como un modo de escapar, buscando una vida mejor que la que había tenido en la Tierra. Pero había encontrado exactamente aquello que buscaba. Desde que se incorporó al ejército, no había cosechado nada más que éxitos, distinciones y recompensas. Además, con su madre muerta, no tenía otra familia ni amigos de verdad más allá de sus compañeros soldados.
A Anderson no se le ocurría un solo motivo por el que ella pudiera ponerse en contra de la Alianza. Ni siquiera la codicia era razonable: en Sidón todo el mundo estaba ganando un dineral. Además, Anderson sabía lo bastante sobre la naturaleza humana para comprender que hacía falta algo más que simple avaricia para convencer a alguien de que colaborase en la matanza de gente con la que convivía y trabajaba a diario.
Había otra cosa que le molestaba en este asunto. Si Sanders era una traidora, ¿por qué había desaparecido el día anterior al ataque, llamando la atención sobre sí? No tenía más que presentarse en su turno habitual y todos hubieran dado por sentado que ella era uno de los cuerpos que se habían volatilizado durante la explosión. Parecía como si alguien estuviera tendiéndole una trampa.
Aunque tampoco podía negar que su súbita desaparición era demasiado sospechosa para descartarla como una mera coincidencia. Necesitaba averiguar qué era lo que estaba ocurriendo y, hasta ahora, la única pista que tenía era lo que no figuraba en su ficha. El padre de Kahlee Sanders figuraba oficialmente registrado como «desconocido». En estos tiempos de control global de la natalidad para hacer frente a poblaciones en crecimiento en los que, además, existían gigantescos bancos de datos de ADN, resultaba prácticamente imposible desconocer la identidad de los progenitores de un niño… a menos que ésta hubiera sido expresamente ocultada.
Analizar en profundidad los archivos oficiales demostró que todas las referencias al padre de Kahlee Sanders habían sido eliminadas: registros de hospital, informes de inmunización… todo. Era como si alguien hubiera intentado activamente suprimirle de su vida. Alguien lo bastante importante para poder falsificar documentos del gobierno. Kahlee y su madre debían de formar parte del encubrimiento. Si la madre hubiera querido que la identidad del padre quedara al descubierto no habría habido manera de pararla. Y Kahlee podría haber conseguido fácilmente una prueba de ADN siempre que la hubiera deseado. Ellas tenían que estar al corriente, aunque por algún motivo no querían que nadie más lo supiera.
Sin embargo, ninguna de las dos tenía la clase de recursos financieros o influencias políticas necesarias para conseguir algo así. Lo que significaba que otra persona —probablemente el padre— también había estado implicada. Si Anderson lograba averiguar quién era el padre y por qué había sido borrado de todos los registros oficiales, quizá podría ayudarle a comprender qué relación tenía Kahlee Sanders con el ataque a Sidón.
Desgraciadamente, había agotado todos los conductos oficiales, aunque, por fortuna, existían otros medios para sacar a la luz secretos enterrados, motivo por el que ahora se encontraba en un oscuro callejón de los distritos esperando a reunirse con un intermediario de información.
Se había presentado con unos minutos de antelación, impaciente por ver qué revelaba la búsqueda del intermediario. Como era de suponer, su contacto aún no había llegado. Se pasó los cinco minutos siguientes esperando y, de vez en cuando, caminando de un lado a otro mientras los segundos se alargaban pesadamente.
Justo cuando su reloj daba la hora, una figura apareció a la vista, materializándose de entre las sombras. A medida que se aproximaba, rápidamente se hizo patente que era una salariana. Más bajos y delgados que los humanos, los salarianos parecían un cruce entre algún tipo de lagarto o camaleón y los grays, descritos por presuntas víctimas durante el brote de abducciones alienígenas ficticias denunciadas en la Tierra a finales del siglo XX. Anderson se preguntó si había estado ahí todo el rato, observándole mientras esperaba pacientemente a que llegara el momento de su cita señalada.
—¿Averiguó algo? —le preguntó a la mujer que había contratado para peinar la extranet en busca de cualquier pista concerniente a la identidad del padre de Kahlee Sanders.
Cada día se transmitían por la extranet paquetes con trillones de tetragigas de datos; tenía que haber algo de provecho enterrado ahí. Pero rastrear una cantidad de datos funcionalmente infinita en busca de un fragmento de información en concreto podía ser un ejercicio de frustración sin sentido. Reunir, procesar y analizar cada paquete podría llevar días… e incluso entonces, el resultado podía ser de millones y millones de páginas impresas. Ahí era donde entraban los intermediarios de información: especialistas que utilizaban algoritmos complejos y buscadores de diseño propio para restringir y clasificar los datos. Dominar la extranet tenía tanto de arte como de ciencia y los salarianos destacaban en el oficio de reunir información confidencial.
Los grandes ojos de la salariana parpadearon.
—Ya le advertí que podría no haber mucho que encontrar —dijo, hablando rápidamente. Los salarianos siempre hablaban deprisa—. Los registros anteriores a la conexión de su especie a la extranet son esporádicos.
Anderson ya lo suponía. Las diferentes agencias gubernamentales estaban agregando lentamente los archivos de la época anterior a la Primera Guerra de Contacto, aunque la entrada de registros antiguos era una prioridad menor dentro de cada administración.
Dada la edad de Sanders, era probable que su padre desapareciera de su vida mucho antes de que la Humanidad entrara en contacto con la gran comunidad galáctica.
—¿O sea que… no tiene nada?
La salariana sonrió.
—Yo no he dicho eso. Fue difícil de localizar, pero encontré algo. Parece como si la mano derecha de la Alianza no supiera lo que hace la izquierda.
Le entregó un pequeño disco de almacenamiento óptico.
—Hágame la vida más fácil —le dijo Anderson cogiendo el disco y metiéndoselo en el bolsillo—. Dígame qué es lo que voy a encontrarme cuando analice el disco.
—El día en que Kahlee Sanders se graduó en la Academia de Adiestramiento de Arturo se remitió un mensaje encriptado a través de los conductos confidenciales de la Alianza a un individuo de una de vuestras colonias en el Confín Skylliano. Unos segundos después de ser recibido fue eliminado.
—¿Cómo tiene acceso a los conductos confidenciales de la Alianza? —exigió Anderson.
La salariana rio.
—Hace menos de una década que su especie ha comenzado a transmitir datos por la extranet. Mi especie ha dirigido las principales operaciones de espionaje e inteligencia para la Ciudadela desde hace dos mil años.
—De acuerdo. ¿Dijo que el mensaje había sido eliminado?
—Exactamente. Borrado y eliminado de los registros. Aunque nada desaparece nunca del todo después de alcanzar la extranet. Siempre quedan ecos y restos que la gente como yo puede encontrar. La extranet funciona sobre una…
—No me interesan los detalles —le interrumpió Anderson, levantando una mano para interrumpirla—. ¿Qué decía el mensaje?
—Era breve. Un único archivo de texto que comprendía el nombre de Kahlee Sanders, sus notas finales y su situación académica. Realmente impresionante. Podría tener un brillante futuro en mi campo si quisiera trabajar para…
Anderson la interrumpió de nuevo, cada vez más impaciente.
—Todo esto figuraba en su archivo personal. No le pagué para que me consiguiera sus calificaciones.
—Todavía no me ha pagado —le hizo notar—. Esto se facturará a sus superiores de la Alianza, ¿recuerda? Dudo que usted pudiera permitirse contratar mis servicios. Es por eso por lo que acudió a mí desde el principio.
Anderson se llevo involuntariamente las manos a las sienes.
—Vale. No era eso lo que quería decir. —Los salarianos solían hablar en círculos, cambiando de tema a cada instante. Le daba dolor de cabeza. Obtener de ellos lo que uno necesitaba siempre parecía llevar el doble de tiempo—. Por el amor de Dios, espero que tenga algo más que esto.
—El remitente del mensaje era uno de los instructores de la Academia. Un hombre que se retiró hace ya tiempo. El seguimiento preliminar indica que no está relacionado con la investigación; probablemente sólo actuaba bajo órdenes del destinatario y desconocía el motivo por el que estaba enviando la información. Aunque carezco de pruebas, sospecho que el destinatario es el padre de Kahlee Sanders. Como oficial de alta graduación de la Alianza, debía de tener los medios para encubrir sistemáticamente su relación y hacerlo de un modo que fuera difícil de rastrear. No obstante, no fui capaz de determinar por qué padre e hija eligieron apartarse el uno del…
—Por favor —suplicó, cortándole una vez más—. Sólo quiero un nombre. No diga nada más. Tan sólo dígame quién recibió el mensaje y dónde puedo encontrarle.
Parpadeó otra vez, por el cambio de su expresión Anderson pensó que quizá hubiera herido sus sentimientos. Afortunadamente, sin embargo, hizo lo que se le pidió.
—El mensaje fue enviado al contralmirante John Grissom. Vive en Elysium.