OCHO

Anderson se levantó a las 7:00. Tenía un ligero dolor de cabeza, la leve secuela de su visita a medianoche a El antro de Chora. Aunque una carrera de cinco kilómetros en la cinta de correr que guardaba escondida en un rincón del apartamento y una ducha bien caliente eliminaron de su cuerpo los últimos residuos de elasa.

Cuando se puso el uniforme —limpio y planchado desde la noche anterior— volvió a sentirse el mismo. Apartó cualquier pensamiento sobre Cynthia y el divorcio en un pequeño compartimento al fondo de su mente; había llegado el momento de ponerse en marcha. Tan sólo había una cosa que importase esa mañana: obtener algunas respuestas sobre Sidón.

Deambuló por las calles hasta la estación de transportes públicos. Enseñó su identificación militar y se montó en el ascensor de alta velocidad que se empleaba para transportar gente desde los niveles inferiores de los distritos hasta lo alto del Presidium.

Anderson siempre disfrutaba de estas visitas. A diferencia de los distritos, que estaban construidos a lo largo de los brazos que se extendían hacia las afueras de la Ciudadela, el Presidium ocupaba el anillo central de la estación. Y aunque albergaba todas las oficinas del gobierno y las embajadas de las distintas especies, contrastaba vivamente con la metrópolis descontrolada que estaba dejando tras de sí.

El Presidium había sido diseñado para evocar el inmenso ecosistema de un parque natural. Un gran lago de agua dulce dominaba el centro de la planta y unos ondulantes campos de hierba verde se extendían a lo largo de su orilla. Una brisa artificial, suave como los céfiros primaverales, dibujaba ondas en el lago y diseminaba el aroma de los millares de árboles y flores plantados hasta el último rincón del Presidium. La luz solar artificial se derramaba desde un cielo sintético azul lleno de nubes blancas y esponjosas.

La ilusión era tan perfecta que la mayoría de la gente, Anderson incluido, eran incapaces de distinguirla de la realidad.

Los edificios desde los que se dirigían los asuntos de gobierno habían sido construidos de manera similar, sin perder de vista la estética de la naturaleza. Dispuestos junto a la bóveda suavemente curvada que marcaba el borde del anillo central de la estación, combinaban discretamente con el fondo. Amplios y abiertos pasajes peatonales serpenteaban entre edificio y edificio, repitiendo el paisaje de la escena pastoral tan cuidadosamente fabricada en el corazón del Presidium: la combinación perfecta de forma y función.

No obstante, en el instante en que Anderson pasaba del ascensor a la planta, recordó que lo que más apreciaba del Presidium no era su belleza orgánica. El acceso al anillo central de la Ciudadela estaba restringido al gobierno y a los oficiales del ejército o a aquellos con asuntos legítimos de embajada. En consecuencia, el Presidium era el único lugar de la Ciudadela en el que Anderson no se sentía como si estuviera bajo el constante asedio de las aplastantes y ajetreadas multitudes.

No es que estuviera vacío, claro. La burocracia galáctica empleaba a millares de ciudadanos de cada especie que mantenía una embajada en el Presidium, incluida la Humanidad. Pero aquí, las cifras estaban a años luz de los millones que poblaban los distritos.

Mientras paseaba junto a la orilla del lago, disfrutó de la sosegada tranquilidad, se dirigió lentamente hacia la reunión en la embajada humana. A lo lejos podía ver la Torre de la Ciudadela, donde el Consejo se reunía con los embajadores que les presentaban peticiones sobre cuestiones de derecho y de política interestelar. La aguja de la Torre se alzaba con majestuosa soledad sobre el resto de los edificios, apenas visibles desde el punto en que la curva del anillo central creaba un falso horizonte. Anderson jamás había estado allí. Si alguna vez quería presentar una solicitud al Consejo, debía hacerlo por los canales adecuados; lo más probable era que el embajador acabase haciéndolo en su nombre. A él no le importaba: no era un diplomático, era un soldado.

Pasó al lado de uno de los guardianes, perteneciente a la silenciosa y enigmática especie que mantenía y controlaba el funcionamiento interno de la Ciudadela. Le recordaban a pulgones de gran tamaño: cuerpos verdes y gruesos con demasiados brazos y piernas largos y delgados como palos que correteaban siempre de un sitio para otro ocupados en alguna tarea o algún recado.

Poco se sabía sobre los guardianes. No existían en ningún otro lugar más que en la Ciudadela; parecía como si sencillamente hubieran estado esperando ahí cuando las asari descubrieron la estación hace casi tres mil años. Reaccionaron a la llegada de la nueva especie igual que unos sirvientes podrían reaccionar a la llegada del amo a casa: apresurándose y correteando para hacer lo posible por facilitar que las asari se familiarizaran con la Ciudadela y su funcionamiento.

Toda tentativa de comunicarse directamente con los guardianes tropezaba con una resistencia pasiva y silenciosa. Parecía que, más allá de reparar y prestar servicio en aquel lugar, no hubiera otro propósito en su existencia, y había un continuo debate con respecto a si eran o no verdaderamente inteligentes. Algunas teorías sostenían que, de hecho, los guardianes eran máquinas orgánicas programadas genéticamente por los proteanos para cuidar de la Ciudadela con celo inquebrantable. Según afirmaba la teoría, funcionaban puramente por instinto, tan inconscientes que ni siquiera se habían dado cuenta de que sus creadores originales habían desaparecido hacía miles de años.

Anderson hizo caso omiso del guardián al pasar por su lado —una reacción típica—. Su presencia en la estación era tan ubicua, discreta y modesta que la mayoría de la gente sencillamente solía darla por sentada.

Cinco minutos después llegó al edificio que servía de embajada humana. Entró y se le levantaron las comisuras de la boca cuando sonrió ligeramente al ver a una atractiva joven sentada tras el mostrador de recepción. Mientras se acercaba ella levantó la vista y respondió a su tímido gesto con una sonrisa radiante.

—Buenos días, Aurora.

—Ya hace tiempo desde la última vez que le vi por aquí, teniente. —Su voz era tan placentera al oído como su presencia lo era para la vista: cálida, seductora y segura de sí misma; la perfecta bienvenida para todas y cada una de las visitas a la embajada—. Estaba empezando a pensar que intentaba esquivarme —se burló de él.

—No, únicamente intento no meterme en líos.

Con la mano que le quedaba libre, pulsó unas teclas de su terminal y echó un vistazo a la pantalla.

—Oh, oh —dijo, fingiendo una turbadora y profunda preocupación—, tiene una reunión con la embajadora Goyle en persona.

Arqueó una ceja, reprendiéndole en broma.

—Creí que había dicho que intentaba no meterse en líos.

—Dije que lo estaba intentando —replicó—, no que lo consiguiera.

Fue recompensado con una leve risa que probablemente había sido ensayada y perfeccionada pero que de todas maneras sonaba cálida y sincera.

—El capitán ya está aquí. Les haré saber que sube.

Anderson asintió y se dirigió escaleras arriba, a un paso algo más ligero que unos momentos antes, hacia el despacho de la embajadora. No era tan tonto como para dar importancia al anterior intercambio de palabras. Aurora sólo estaba haciendo su trabajo: la recepcionista había sido contratada por su habilidad para hacer sentir a la gente cómoda y a gusto. Aunque no iba a negar que disfrutaba con estos flirteos.

La puerta del despacho de la embajadora estaba cerrada. Aurora había dicho que le esperaban pero aún y así se detuvo y llamó a la puerta.

—Pase —del otro lado llegó la voz de una mujer.

Nada más entrar supo que la reunión era seria. En el despacho había varias sillas cómodas y una pequeña mesa de café, además del escritorio de la embajadora. Tanto el capitán como la embajadora le esperaban de pie.

—Por favor, teniente, cierre la puerta al pasar. —Anderson hizo lo que le ordenaba la embajadora, entró en la habitación y se cuadró.

Anita Goyle era la persona más importante e influyente en la política humana y proyectaba, sin duda, una imagen de poder. Atrevida y segura de sí misma, era una impresionante mujer de unos sesenta y pocos. Era de constitución mediana, con el pelo largo y plateado —recogido en un refinado moño— y pómulos altos y elegantes. Sus rasgos eran del oriente medio, aunque tenía unos profundos ojos de color esmeralda que destacaban en marcado contraste con su piel tostada. En ese mismo instante, esos ojos estaban directamente clavados en Anderson que, bajo su penetrante mirada, tuvo que resistir el impulso de moverse nerviosamente.

—Descanse —ordenó el capitán. Anderson obedeció, relajando la postura y sujetándose las manos tras la espalda.

—No voy a andarme con juegos con usted, Anderson —comenzó la embajadora. Tenía fama de prescindir de la habitual cháchara de los políticos; ésa era una de las cosas que Anderson admiraba de ella—. Estamos aquí para intentar averiguar qué fue lo que falló en Sidón y cómo vamos a arreglarlo.

—Sí, señora —contestó.

—Quiero que hable con total libertad. ¿Entendido, teniente? No se guarde nada.

—Entendido, señora.

—Como sabe, Sidón era una de nuestras instalaciones de máxima seguridad. Lo que afortunadamente no sabía usted es que también era el principal complejo de la Alianza para la investigación de la IA (Inteligencia Artificial).

A Anderson le resultó difícil ocultar su sorpresa. Desarrollar inteligencia artificial era una de las pocas cosas expresamente prohibidas por las Convenciones de la Ciudadela. Desarrollar vida completamente sintética, ya fuera clonada o creada, se consideraba un delito contra toda la galaxia.

Expertos de casi todas las especies pronosticaron que la auténtica inteligencia artificial —como, por ejemplo, una red neuronal sintética con capacidad para absorber y analizar conocimientos críticamente— crecería exponencialmente en el instante en el que ésta aprendiera a aprender. Se enseñaría a sí misma; sobrepasaría rápidamente las aptitudes de sus artífices orgánicos y crecería más allá de su control. Cada especie de la galaxia dependía de ordenadores que estaban conectados a la inmensa red de datos de la extranet para el transporte, el comercio, la defensa y la supervivencia básica. Si un programa de IA malintencionado fuera, de alguna manera, capaz de acceder e influenciar a esas redes de datos, los resultados serían catastróficos.

La teoría tradicional no sólo sostenía que el escenario del juicio final era posible, sino que era inevitable. Según el Consejo, la aparición de una inteligencia artificial era la única gran amenaza para la vida orgánica en la galaxia. Y existían pruebas que confirmaban su punto de vista.

Hace trescientos años, mucho antes de que la Humanidad irrumpiera en el panorama galáctico, la especie quariana creó una raza de sirvientes para ser utilizados como mano de obra expansible y fungible. Los geth, como fueron llamados, no eran auténticos IA: sus redes neuronales fueron desarrolladas de un modo muy restrictivo y autolimitado. A pesar de esta precaución, con el tiempo, arremetieron contra sus amos quarianos y confirmaron las terribles advertencias y predicciones.

Los quarianos no tenían ni los efectivos ni la capacidad para resistir frente a sus antiguos sirvientes. En una corta aunque salvaje guerra, toda su sociedad fue exterminada. Apenas un millón de supervivientes —menos del 1 % de su población total— pudieron huir de su mundo de origen en una flota masiva y escapar al genocidio, viéndose forzados a vivir en el exilio como refugiados.

Después de la guerra, los geth se convirtieron en una sociedad completamente aislacionista. Cortaron todo contacto con las especies orgánicas de la galaxia y expandieron su territorio hacia las regiones inexploradas tras una vasta nebulosa conocida como el Velo de Perseo. Cualquier intento de abrir canales diplomáticos con ellos fracasó: las naves emisarias enviadas para entablar negociaciones fueron atacadas y destruidas nada más entrar en el espacio geth.

Escuadras de todas las especies del espacio de la Ciudadela se concentraron en los márgenes del Velo mientras el Consejo se preparaba para una invasión masiva de los geth. Pero el ataque esperado jamás llegó. Poco a poco, la flota fue reduciéndose, hasta hoy, varios siglos después de que los quarianos fueran expulsados, cuando sólo quedaban unas pocas patrullas para controlar la región en busca de indicios de una posible agresión geth.

No obstante, la lección de los quarianos no había caído en el olvido. Ellos lo habían perdido todo a manos de las criaturas sintéticas que habían creado… y encima, los geth eran menos avanzados aún que una auténtica IA.

—Teniente, parece como si tuviera algo que decir.

Anderson había hecho lo posible por evitar que su rostro traicionara sus sentimientos pero la embajadora supo ver más allá de las apariencias. Por algo era la política más poderosa de la Alianza.

—Lo siento, señora. Es que me sorprende que estemos realizando investigaciones en IA. Parece bastante arriesgado.

—Todos somos bien conscientes de los riesgos —le tranquilizó la embajadora—. No tenemos la menor intención de soltar por la galaxia a una IA plenamente formada. Los objetivos del proyecto eran muy concretos: crear simulaciones de IA para su observación y estudio. Ahora mismo, la Humanidad está desvalida —continuó—. Nos expandimos pero seguimos careciendo de los efectivos o las escuadras para igualar a las principales especies que compiten por el poder en el espacio del Consejo. Necesitamos algún tipo de ventaja. Comprender la tecnología IA ayudaría a darnos el margen que necesitamos para poder competir y sobrevivir.

—De entre toda la gente, precisamente usted debiera comprenderlo —añadió el capitán—. De no ser por la rudimentaria tecnología IA, todos estaríamos viviendo ahora bajo el dominio turiano.

Era cierto. La estrategia militar de la Alianza dependía en gran medida de los muy avanzados programas de simulación de combate. Las simulaciones analizaban un enorme banco de datos de escenarios, cotejaban millones de variables por segundo y ayudaban a proveer de actualizaciones constantes a los comandantes de cada nave de la Alianza. Durante la Primera Guerra de Contacto, sin los simuladores de combate, la Humanidad no hubiera tenido posibilidades frente a las más numerosas y experimentadas escuadras turianas.

—Entiendo su preocupación —le explicó la embajadora Goyle, como si notara que Anderson aún no estaba plenamente convencido—. Pero la base de Sidón funcionaba bajo los más estrictos protocolos de seguridad. El director del proyecto, el Dr. Shu Qian, es uno de los principales expertos en la investigación de inteligencia artificial. Supervisó cada aspecto del proyecto en persona. Incluso insistió en que la red neuronal que usamos para crear las simulaciones de IA fuera completamente independiente. Los datos debían ser registrados y anotados a mano y luego introducidos, también a mano, en un sistema separado para asegurar que no se produjera una contaminación cruzada con la red neuronal. Ocurriera lo que ocurriera, no había manera posible de que las simulaciones de IA pudieran afectar a nada que estuviera fuera del sistema de datos restringido del interior de la base. Se tomaron todas las precauciones posibles para asegurar que nada pudiera salir mal.

—Y sin embargo, algo fue mal.

—¡Teniente! ¡Está usted siendo inapropiado! —gritó el capitán.

La embajadora levantó la mano mientras saltaba en su defensa.

—Capitán, le pedí al teniente que hablara con total libertad.

—Señora, no pretendía faltarle al respeto —respondió Anderson, a modo de disculpa—. No tiene por qué darme explicaciones sobre la existencia de Sidón. No soy más que un mandado al que enviaron a arreglar el desaguisado.

Siguió un silencio incómodo, roto finalmente por la embajadora.

—He leído su informe —dijo, cambiando discretamente el rumbo de la conversación—. No parece creer que fuera un ataque fortuito.

—No, señora. Diría que Sidón fue seleccionado expresamente como blanco. Y hasta ahora no sabía por qué.

—Si eso es verdad, es muy probable que quienquiera que atacara Sidón estuviera también tras el Dr. Qian en concreto. Su trabajo en este campo no tiene precedentes; nadie comprende la inteligencia sintética mejor que él.

—¿Cree que el Dr. Qian sigue con vida?

—El instinto me dice que sí —respondió la embajadora—. Creo que quien atacó Sidón destruyó la base para encubrir sus huellas. Querían que pensáramos que todos habían muerto en su interior para que no nos molestáramos en buscar a Qian.

El teniente había dado por sentado que la explosión tenía la intención de ocultar la identidad del traidor, aunque también podía haber sido usada para ocultar el hecho de que Qian no se contaba entre los muertos. Por supuesto, no había ningún modo de demostrar la teoría pero, igual que la embajadora, Anderson había aprendido a confiar en su instinto. Y éste le decía que ella tenía razón.

—¿Cree que es posible que convencieran al Dr. Qian de usar su investigación para ayudar a alguien externo a la Alianza a desarrollar una IA? —preguntó Anderson.

—El Dr. Qian no es un soldado —contestó, con una expresión de sombría preocupación en el rostro—. Su mente es brillante pero se aloja en el cuerpo de un frágil anciano. Podría ser suficientemente valiente para negarse a ayudar a una especie no humana aunque amenazaran con asesinarle. Pero unas semanas de tortura acabarían con su resistencia.

—O sea que trabajamos a contrarreloj.

—Así parece —admitió la embajadora—. Advertí otra cosa en su informe —continuó, cambiando otra vez de enfoque con suavidad—. ¿Dijo que creía que los asaltantes contaron con la ayuda de alguien que trabajaba en el proyecto?

—Sí, señora.

—Es posible que sepamos quién es esa persona —intervino el capitán.

—¿Señor?

Fue la embajadora quien respondió.

—Justo unas horas antes del ataque, uno de nuestros principales técnicos abandonó la base: Kahlee Sanders. Tenemos informes que indican que fue vista por última vez en Elysium, aunque desde entonces le hemos perdido el rastro.

—¿Y supone que, si la encontramos, encontraremos también al Dr. Qian?

—Teniente, no lo sabremos hasta que la encuentre.

Anderson estaba sorprendido.

—¿Piensan enviar a la Hastings para localizarla?

—No —contestó el capitán—. Sólo a usted.

Se volvió instintivamente hacia el capitán.

—Señor, me temo que no le he entendido bien.

—Anderson, usted es el mejor oficial ejecutivo con el que jamás he servido —dijo el capitán—, pero la embajadora me ha pedido que sea reasignado.

—Comprendido, señor. —Intentó mantener un tono de voz profesional, aunque Goyle debió de darse cuenta de su decepción.

—Teniente, esto no es un castigo. He repasado su hoja de servicios. Cabeza de promoción en Arturo. Tres medallas al mérito diferentes durante la Primera Guerra de Contacto. Numerosas distinciones a lo largo de su carrera. Usted es de lo mejor que la Alianza puede ofrecer. Y ésta es la misión más importante que jamás hayamos tenido.

Anderson asintió enfáticamente.

—Puede contar conmigo, embajadora. —Era un soldado. Juró defender a la Humanidad. Ése era su deber y era un honor aceptar la carga que iban a depositar sobre él.

—Va a tener que encargarse de esto a solas —le dijo el capitán—. Cuanta más gente enviemos tras Sanders, mayor será la posibilidad de que alguien de fuera de esta habitación averigüe lo que estábamos haciendo en Sidón.

—Oficialmente, esta misión ni siquiera existe —añadió la embajadora—. La especie humana sigue siendo nueva en el barrio. Somos audaces, somos descarados y todas las demás razas están esperando a que la fastidiemos. Teniente, no tengo que explicarle cómo son las cosas ahí afuera, en el Confín. Ya ha visto lo difícil que es establecer una colonia y prosperar. Estamos intentando aferramos a cada pequeño avance y luchar por cada pequeña victoria que logramos, únicamente procurando sobrevivir. Pero si la Ciudadela se huele algo, las cosas se pondrán mucho más difíciles. Si tenemos suerte, sólo recibiremos una reprimenda oficial e importantes sanciones comerciales que paralizarán nuestra economía. Si no, podrían retirar nuestra embajada en la Ciudadela. Podrían declarar ilegal comerciar con nosotros a cualquier nivel. La Humanidad aún no es lo bastante fuerte para arreglárselas completamente sola. Aún no.

—Sé cómo ser discreto —le aseguró Anderson.

—No se trata únicamente de usted. Kahlee Sanders sabe algo sobre esto. Al igual que cualquiera que estuviera involucrado en este mismo ataque. ¿Cuánto tiempo pasará antes de que una de esas personas tropiece con un espectro?

Anderson frunció el ceño. Lo último que necesitaban era que un espectro acabara implicándose. Los espectros eran agentes de élite encubiertos de la Oficina de Tácticas Especiales y Reconocimiento de la Ciudadela y respondían directamente ante el Consejo; individuos muy bien adiestrados con autorización para actuar por encima y fuera de la ley, cuyo único mandato era proteger a toda costa la estabilidad galáctica. El Confín Skylliano —una extensa e inestable región fronteriza del espacio del Consejo que era un conocido refugio de rebeldes, sediciosos y grupos terroristas— era justamente la clase de lugar en el que los espectros estaban más activos. Y una facción renegada en posesión del experto en IA más destacado de la galaxia era exactamente la clase de amenaza en la que los espectros sobresalían a la hora de dar caza y eliminar.

—Si de algún modo los espectros se enteran de esto, deberán notificarlo al Consejo —dijo Anderson, eligiendo sus palabras con cuidado—. ¿Hasta dónde se supone que debo llegar para mantenerlo en secreto?

—¿Está preguntando si estamos ordenándole que mate a algún agente oficial del Consejo? —preguntó el capitán.

Anderson asintió.

—No puedo tomar esa decisión por usted, teniente —le respondió la embajadora—. Confiamos en su juicio. Si se presenta la situación, será decisión suya. No es que crea que no importe —añadió siniestramente—. Para cuando descubra que un espectro está al corriente, es probable que ya esté muerto.