El antro de Chora era el único bar que quedaba a poca distancia del apartamento de Anderson. No era exactamente un antro, aunque sí tenía cierto aire cutre. Ése, junto con las flexibles bailarinas y las copas cargadas, era parte de su encanto. Aunque a Anderson lo que le gustaba más era la clientela.
A cualquier hora, El antro de Chora podía estar concurrido, pero nunca abarrotado. En los distritos había un montón de clubs mucho más populares donde la gente podía ir para dejarse ver… o para formar parte de la movida. La gente iba a comer, a beber y a relajarse; gente normal y corriente que vivía y trabajaba en los distritos. Gente común, si podía llamarse común a semejante colección de interesantes especímenes alienígenas.
Aquí, naturalmente, incluso los humanos eran alienígenas. Anderson se percató de ello al instante, nada más cruzar por la puerta. Decenas de ojos se volvieron hacia él, muchos de ellos observándole con franca curiosidad mientras se detenía en la entrada.
No es que los humanos tuvieran una apariencia particularmente extraña. Especies como los hanar, seres translúcidos que se asemejaban a medusas de tres metros de altura, eran la excepción más que la regla. La mayor parte de las especies de la galaxia que viajaban por el espacio eran bípedas y medían entre uno y tres metros de altura. Existían unas cuantas teorías para explicar dicha semejanza: algunas eran banales; otras sumamente extravagantes e hipotéticas.
Dado que la mayoría de las especies de la Ciudadela habían accedido al vuelo interestelar mediante el descubrimiento y la adaptación de las reservas ocultas de tecnología proteana halladas en planetas pertenecientes al mismo sistema solar que sus respectivos mundos de origen, muchos antropólogos creían que, a lo largo y ancho de la galaxia, los proteanos habían desempeñado algún papel en la evolución.
No obstante, Anderson coincidía con la teoría más comúnmente aceptada: que existía una ventaja evolutiva en la forma bípeda que causó su proliferación por la galaxia. Las reservas de tecnología podían explicarse con facilidad; los proteanos sólo encontraron lógico estudiar a las razas inteligentes —aunque primitivas— que guardaban algunas similitudes con ellos mismos. Las diferentes especies, tales como la humana, evolucionaron primero y luego llegaron los proteanos para estudiarlas y no al revés. El hecho de que la mayoría de las formas de vida de la Ciudadela se basaran en el carbono, dependieran mucho del agua y respiraran una mezcla de gases similar a la que se encontraba en la Tierra no hacía sino corroborar aún más la teoría de la evolución en paralelo.
De hecho, casi todos los planetas habitables de la galaxia eran, en varias de sus características fundamentales, esencialmente similares a la Tierra. Solían existir en sistemas solares que, de acuerdo con el tradicional sistema de Morgan-Keenan que la Alianza seguía utilizando, encajaban dentro de la clasificación tipo G. Todas sus órbitas caían dentro del estrecho límite conocido como la zona de vida: demasiado cerca del sol y el agua existiría sólo como un gas, demasiado lejos y estaría permanentemente solidificada en forma de hielo. Por eso, en los mundos de origen de casi todas las especies principales, el tiempo que éstos tardaban en completar una órbita alrededor de su sol variaba en unas pocas semanas. Un año estándar galáctico —el promedio de un año asari, salariano y turiano— era tan sólo 1,09 veces más largo que el de la Tierra.
No, pensó Anderson mientras cruzaba el bar en busca de un asiento libre, no era su apariencia ni sus inusuales características físicas las que hacían destacar a los humanos. Simplemente, eran los recién llegados y habían causado una terrible primera impresión.
Un par de turianos clavaron sus ojos de ave en él y siguieron todos sus movimientos como si fueran halcones listos para abatirse sobre un ratón desprevenido. Los turianos medían más o menos lo mismo que los humanos, aunque eran mucho más delgados. Sus huesos eran finos y su constitución, marcada y angulosa. Sus manos de tres dedos parecían casi garras y tenían la cabeza y el rostro recubierto por un rígido caparazón de hueso y cartílago gris-marrón, que solían acentuar con tatuajes tribales y a rayas.
Recubierto de púas cortas y romas, comenzaba en la nuca y la coronilla y se extendía hacia abajo hasta cubrirles la frente, la nariz, el labio superior y las mejillas, y hacía difícil distinguir entre sí a los miembros de su especie. Al mirar a los turianos, Anderson siempre recordaba el vínculo evolutivo entre los dinosaurios y los pájaros.
Sus miradas se encontraron durante un segundo, luego apartó la suya rápidamente, haciendo lo posible por ignorarles. Aquella noche estaba de un humor de perros pero no pensaba intentar revivir la Primera Guerra de Contacto. Dirigió su atención a la bailarina asari que estaba sobre el escenario, en medio del bar.
De todas las especies en el espacio del Consejo, la asari era la más extensa y la que guardaba un parecido más estrecho con los humanos. En todo caso, con las mujeres humanas: las asari eran una especie asexual y el concepto de género no era pertinente. Pero, a ojos de Anderson, eran claramente hembras. Incluso sus rasgos faciales eran humanos… aunque hubiera en ellos una cualidad angelical y casi etérea. Su tez estaba teñida de un tono azul o verdoso pero el cambio de pigmentación era un procedimiento bastante simple y también era posible ver a humanos con un color de piel similar. Sólo las nucas delataban su origen alienígena. En vez de pelo, tenían unos pliegues ondulados esculpidos en la piel… que no resultaban completamente carentes de atractivo, aunque sí un desconcertante rasgo alienígena en una especie que, por lo demás, era tan humana en apariencia.
Para Anderson las asari eran, hasta cierto punto, una paradoja. Por una parte eran una especie estéticamente cautivadora. Parecían aceptar este rasgo de sí mismos y, a menudo, se dedicaban a profesiones abiertamente seductoras o sensualmente provocadoras. Con frecuencia, las asari hacían de bailarinas o alquilaban sus servicios como acompañantes. Por otra parte, eran la especie más respetada, admirada y poderosa de la galaxia.
Conocidas por su sabiduría y su visión de futuro, las asari fueron, según era comúnmente aceptado, la primera especie en alcanzar el vuelo interestelar tras la extinción de los proteanos. También fueron las primeras en descubrir la Ciudadela y eran miembros fundadores del Consejo. Las asari controlaban más territorios y ejercían más influencia que cualquier otra raza.
Anderson estaba al tanto de todo ello aunque, a menudo, le costaba reconciliar el papel dominante de las asari en la política de la galaxia con la fascinante actuación de una de ellas sobre el escenario. Sabía que el fallo era suyo: la suma de sus prejuicios humanos y de sus expectativas equivocadas. Resultaba estúpido juzgar a toda una especie a partir de un individuo. Pero esto iba más allá de una impresión formada por mirar a unas cuantas bailarinas. Las asari parecían hembras y eran víctimas, por tanto, de la estereotipada predisposición humana antimatriarcal.
Al menos era consciente de sus prejuicios y hacía lo posible por luchar contra ellos. Por desgracia, sabía que había muchos otros humanos que se sentían igual y que estaban más que dispuestos a ceder ante éstos. Una prueba más de que aún tenían mucho que aprender del resto de la galaxia.
Mientras observaba a la bailarina actuar sobre el escenario, a Anderson le pareció que era fácil pasar por alto las sutiles diferencias de su fisiología. Había oído numerosas historias muy gráficas sobre relaciones sexuales interespeciales (entre especies), había visto incluso algunos vídeos. Se enorgullecía de tener una mente abierta, pero, por lo general, esa clase de historias le repugnaban. Sin embargo, en el caso de las asari, podía comprender esta atracción. Y, por todo lo que había oído, eran además amantes altamente cualificadas.
Aunque tampoco era ésa la razón por la que se encontraba allí.
Volvió la espalda al escenario justo cuando el barman, un volus, llegó contoneándose para atenderle. El mundo de origen de los volus tenía una gravedad casi una vez y media superior a la de la Tierra y, debido a ello, eran más bajos que los humanos, con unos cuerpos tan gruesos y pesados que prácticamente parecían esféricos. Mientras que los turianos evocaban a águilas o halcones, a Anderson los volus le recordaban a los manatíes que había visto en una reserva marina durante su última visita a la Tierra: lentos, pesados y algo cómicos.
En la Ciudadela, la atmósfera era menos densa de lo que estaban acostumbrados por lo que solían llevar unas máscaras respiradoras que ocultaban sus rostros. Pero Anderson había ido a El antro de Chora suficientes veces como para reconocer a este volus en concreto.
—Maawda, necesito una copa.
—Por supuesto, teniente —respondió el barman, con la voz resollándole a través del respirador y los pliegues de piel de la garganta—. ¿Qué clase de bebida desea?
—Sorpréndeme con algo nuevo. Y que esté bien cargado.
Maawda cogió una botella azul de los estantes que había tras la barra y una copa de debajo del mostrador.
—Esto es elasa —le explicó a la vez que llenaba la copa con un líquido verde pálido—. De Thessia.
El mundo de origen de las asari. Anderson asintió y luego dio un sorbo de prueba. Aunque la bebida era ácida y estaba fría, no era precisamente desagradable. El persistente regusto era muy fuerte y marcadamente distinto al del primer trago. Tenía un sabor amargo con un matiz de dulzor ácido. Si tuviéramos que describirlo en una palabra, hubiéramos dicho que era «conmovedor».
—No está mal —dijo con aprobación mientras le daba otro sorbo.
—Hay quien lo llama «compañero de penas» —observó Maawda, poniéndose cómodo y apoyándose sobre la barra frente a su cliente—. Una bebida melancólica para un tipo taciturno.
El teniente no pudo evitar sonreír ante la situación: un barman volus que vislumbra la depresión de su cliente humano y siente la suficiente compasión para preguntar qué es lo que va mal. Una prueba más de aquello en lo que Anderson creía sinceramente: a pesar de las obvias diferencias físicas y culturales, en el fondo, casi todas las especies compartían las mismas necesidades básicas, aspiraciones y valores.
—Hoy he recibido malas noticias —respondió, pasando el dedo por el borde de la copa. No sabía demasiado sobre la cultura volus así que no estaba muy seguro sobre cómo explicar su situación—. ¿Sabes lo que es el matrimonio?
El barman asintió.
—¿Es la unión formalizada entre parejas, no? Un reconocimiento institucionalizado del proceso de apareamiento. Mi pueblo tiene una tradición similar.
—Bueno, pues hoy acabo de divorciarme. Mi mujer y yo ya no estamos juntos. Desde hoy, mi matrimonio ha terminado oficialmente.
—Lo siento por su pérdida —resolló Maawda—. Aunque también estoy sorprendido. En todas las veces que ha venido antes, jamás ha mencionado tener alguna clase de pareja.
Allí estaba el problema. Cynthia estaba en la Tierra. Anderson, no. O estaba aquí, en la Ciudadela, o estaba de patrulla por el Confín. En primer lugar era un soldado y después un marido… y Cynthia merecía algo mejor.
Se bebió el resto de la bebida de un trago y dejó la copa de golpe sobre la barra.
—Golpéame de nuevo, Maawda.
El barman hizo como se le ordenaba.
—¿Puede que la situación sea sólo temporal, no? —preguntó, mientras volvía a llenar la copa de Anderson—. ¿Puede que con el tiempo reanude esta relación, no?
Anderson negó con la cabeza.
—Eso no va a ocurrir. Se acabó. Es hora de cambiar.
—Eso es fácil de decir aunque no tan fácil de cumplir —respondió el volus, con complicidad.
Anderson se tomó otra copa, aunque esta vez lo hizo a sorbos. No era prudente excederse con una bebida nueva, cada combinado tenía sus propios y únicos efectos. Notaba ya una extraña sensación extendiéndose por su interior. Un calor entumecedor le subió lentamente desde el estómago hacia los brazos y las piernas, haciendo que le hormiguearan las puntas de los pies y le picaran los dedos. No era desagradable, tan sólo desconocido.
—¿Exactamente, cómo de fuerte es esta cosa? —le preguntó al barman.
Maawda se encogió de hombros.
—Depende de cuánto beba. Si le apetece salir de aquí a gatas, puedo dejarle la botella.
La oferta del volus parecía una idea terrible. Anderson sólo quería beber hasta que todo desapareciera: el dolor sordo e intenso del divorcio, las espantosas imágenes de los cuerpos sin vida de Sidón y la persistente e indefinible tensión que siempre le perseguía los días inmediatamente posteriores a dejar de patrullar. Pero tenía una reunión por la mañana con la embajadora humana en la Ciudadela y no sería profesional presentarse con una resaca.
—Perdona, Maawda. Será mejor que me vaya. Mañana temprano tengo una reunión. —Se terminó la copa y se puso en pie, aliviado al ver que la habitación no daba vueltas a su alrededor—. Cárgalo en mi cuenta.
Tras lanzar una última y persistente mirada a la bailarina asari, se dio la vuelta y se dirigió hacia la entrada. Los dos turianos le miraron con hostilidad al pasar junto a su mesa, y uno de ellos murmuró algo entre dientes. Anderson no necesitaba comprender sus palabras para saber que le estaban insultando.
Vaciló durante unos instantes, apretó los puños al sentir cómo le invadía la furia. Presentarse a la reunión del día siguiente con resaca ya era grave, aunque peor era tener que explicar por qué el Seg-C había tenido que detenerle por dar una paliza a dos turianos a quienes no conocía lo suficiente para hacerles callar.
Esa era una de las cargas de ser un oficial de la Alianza. Era un representante de su especie; sus actos eran un reflejo de la Humanidad en su totalidad. Aun con la mente llena de pensamientos oscuros y la barriga repleta de alcohol, no podía permitirse el lujo de darles una patada en el culo. Respiró profundamente y se alejó sin más, tragándose el orgullo e ignorando las crueles y burlonas risas que le llegaban de atrás sólo porque era su deber.
Ante todo, un soldado.