SEIS

—El Control de la Ciudadela confirma que está despejado para aterrizar. —La voz del timonel llegó por el intercomunicador de a bordo—. Tiempo previsto para el acoplamiento: diecisiete minutos.

A través de la portilla principal de la Hastings, Anderson podía ver la Ciudadela a lo lejos, la magnífica estación espacial que era el centro cultural, económico y político de la galaxia. Desde aquí, a varios miles de kilómetros de distancia, parecía una estrella de cinco puntas: un quinteto de brazos largos y gruesos desplegándose desde un anillo central hueco.

A pesar de haberla visto muchas veces con anterioridad, Anderson seguía maravillándose por su magnitud. El anillo de en medio tenía un diámetro de diez kilómetros y cada brazo medía veinticinco kilómetros de largo por diez de ancho. En los veintisiete siglos que habían transcurrido desde que el Consejo se estableciera allí se habían construido, a lo largo de cada brazo, grandes metrópolis cosmopolitas llamadas distritos, ciudades enteras edificadas en su interior a varios niveles de la estación.

Cuarenta millones de personas procedentes de todas las especies y sectores a lo largo y ancho de la galaxia se habían instalado allí.

Sencillamente, no existía otra estación con la que poder compararla; incluso Arturo quedaría eclipsada ante su presencia. Aunque no era únicamente su tamaño lo que la hacía tan asombrosa: como los relés de masa, la Ciudadela fue creada en origen por los proteanos. Su casco estaba hecho del mismo material, prácticamente indestructible; una proeza tecnológica que, desde la misteriosa extinción de los proteanos cincuenta mil años antes, ninguna otra especie había podido igualar. Incluso con el armamento más avanzado, dañar significativamente el casco llevaría días de bombardeos constantes y concentrados.

No es que nadie se planteara atacar la Ciudadela. La estación estaba situada en el centro de una de las mayores confluencias de relés de masa, en lo más profundo de una densa nebulosa. Esto le proporcionaba diversas defensas naturales: resultaba difícil navegar por la nebulosa ya que ralentizaría a cualquier flota enemiga, lo que complicaría cualquier clase de ataque organizado. Y con varias docenas de relés de masa en las inmediaciones, los refuerzos de casi todas las regiones de la galaxia estaban a tan sólo unos minutos de distancia.

Si alguien lograba penetrar estas defensas exteriores, los largos brazos de la estación podían plegarse alrededor del anillo central, agrupándose para transformar la Ciudadela en un largo tubo cilíndrico. Una vez que los brazos se cerraban, la estación era casi inexpugnable.

La flota del Consejo proveía la última capa de protección: una fuerza conjunta de naves turianas, salarianas y asari que siempre estaba de patrulla por las inmediaciones. A Anderson sólo le llevó unos segundos distinguir el buque insignia. El Ascensión, un acorazado asari, era más que un simple signo majestuoso del poder del Consejo. Cuatro veces mayor que cualquier nave de la flota humana y con una tripulación de aproximadamente cinco mil personas, era el más formidable buque de guerra jamás construido. Como la Ciudadela, no tenía igual.

Naturalmente, las naves de la flota del Consejo no eran las únicas de la zona. La Nebulosa Serpentina era el nexo de la red de repetidores de masa de la galaxia —a la larga, todos los caminos conducían a la Ciudadela—. Allí, el tráfico era continuo y concurrido: era uno de los pocos lugares en toda la galaxia donde existía un peligro real de chocar contra otras naves.

La congestión era especialmente densa en las estaciones de descarga de libre flotación. Crear los campos de efecto de masa necesarios para correr a motor MRL generaba una potente carga que se acumulaba en el interior del núcleo de propulsión de una nave. De no controlarse, el núcleo podría sobresaturarse, provocando una explosión de energía masiva con la suficiente potencia para freír a cualquiera de a bordo que no estuviera correctamente conectado a tierra, quemar todos los sistemas electrónicos e incluso fundir las compuertas de metal.

Para prevenir semejantes catástrofes, la mayoría de las naves debían descargar sus núcleos de propulsión cada veinte o treinta horas. Por lo general, esto se hacía aterrizando en un planeta o dispersando la acumulación mediante la contigüidad con el campo magnético de un gran cuerpo estelar, tal como un sol o un gigante gaseoso. Sin embargo, en las inmediaciones de la Ciudadela, no había cuerpos astronómicos con el tamaño necesario. En su lugar, un anillo de estaciones de acoplamiento diseñado con esa finalidad permitía a las naves conectarse y liberar la energía de sus núcleos de propulsión antes de continuar empleando los propulsores convencionales sub-MRL.

Por suerte, la Hastings había descargado su núcleo nada más llegar a la región, hacía aproximadamente una hora. Desde entonces, había estado dando vueltas en círculo, esperando pacientemente a obtener la autorización que acababa de recibir en ese mismo instante.

Anderson no tenía por qué preocuparse por la actuación de la tripulación en una aproximación rutinaria como ésta; la habían hecho cientos de veces con anterioridad. En vez de eso, desconectó su mente y disfrutó de la vista mientras la Ciudadela se aproximaba lentamente, vislumbrándose cada vez más imponente desde la escotilla. Las luces de los distritos brillaban y centelleaban; su penetrante iluminación era el contrapunto de la brumosa y serpenteante claridad de la nebulosa que servía como telón de fondo de la escena.

—Es precioso.

Anderson pegó un bote, sobresaltado por la voz que le llegaba justo desde atrás.

La jefa de artillería Dah rio.

—Lo siento, teniente, no pretendía asustarle.

Anderson echó un vistazo a los vendajes y al aparato ortopédico para caminar que le revestía la pierna desde la parte superior del muslo hasta el final del tobillo.

—Jefa Dah, cada vez se le da mejor ese trasto. Ni siquiera oí cómo se acercaba sigilosamente.

Dah se encogió de hombros.

—El médico dice que me voy a recuperar del todo. Le debo una.

—No es así como funciona —respondió Anderson con una sonrisa—. Sé que habría hecho lo mismo por mí.

—Señor, me gustaría creer que sí. Pero no es lo mismo pensarlo que hacerlo. Así que… gracias.

—No me diga que ha venido desde la enfermería hasta aquí sólo para darme las gracias. —Sonrió burlonamente.

—En realidad vine para ver si me llevaba otra vez de paseo a cuestas.

—Olvídelo —contestó Anderson, riendo—. Casi me parto la espalda sacando su culo fuera de allí. Realmente necesita perder unos cuantos kilos.

—Tenga cuidado, señor —le advirtió, levantando la pierna reforzada con el aparato ortopédico a unos centímetros del suelo—. Le puedo propinar una buena patada con este trasto.

Anderson se volvió hacia la portilla, sonriendo.

—Cállese de una vez y disfrute de la vista, Dah. Es una orden.

—Sí, señor.

Tras aterrizar, a Anderson sólo le llevó unos minutos pasar por la aduana. Habían tocado tierra en un puerto de la Alianza y el personal militar disponía de prioridad absoluta siempre que llegara de una misión. Los agentes de seguridad de la Ciudadela comprobaron su identificación de la Alianza; la verificaron escaneando su huella digital, y luego examinaron superficialmente la mochila que contenía sus pertenencias personales antes de indicarle que pasara. Anderson se sintió satisfecho de que ambos fueran humanos; el mes anterior aún seguía habiendo unos cuantos oficiales salarianos asignados en los puertos de la Alianza debido a la escasez de empleados humanos. El Seg-C (Servicio de seguridad de la Ciudadela) había prometido reclutar más humanos entre sus filas y parecía que no habían faltado a su palabra.

Dejó atrás los puertos y entró en el ascensor que le llevaría de subida hacia el nivel principal. Bostezó; ahora que estaba fuera de servicio, la fatiga que había mantenido a raya durante toda la misión comenzó a invadirle. No podía esperar a regresar a su residencia particular en los distritos. Se podría argumentar que pagar el alquiler de un apartamento en la Ciudadela, teniendo en cuenta el tiempo que se pasaba de patrulla, era un gasto exagerado. Pero sentía que era importante tener un lugar al que poder llamar hogar, aunque no estuviera en casa más que una semana de cada cuatro.

El ascensor se detuvo, se abrieron las puertas, y Anderson salió hacia el pandemónium de luz y ruido propio de los distritos. Una multitud de personas ocupaba los pasajes peatonales elevados, individuos de todas las especies que iban y venían en todas las direcciones. Los coches del metro exprés pasaban volando elevados sobre un monorraíl, cada uno lleno de trabajadores, estudiantes y curiosos en general, que se apuntaban a dar una vuelta en la alta velocidad. Las calles inferiores estaban repletas de vehículos de transporte terrestre que zigzagueaban entre las vías públicas señaladas, cada conductor con más prisa que el anterior. En la Ciudadela, siempre era hora punta.

Afortunadamente, no necesitaba hacer señales a un taxista para que se detuviera ni dirigirse hacia una estación de enlace. Su apartamento estaba sólo a veinte minutos de distancia a pie, así que se llevó sus pertenencias al hombro y se mezcló con la muchedumbre, a empujarse y empellerse con el resto de la enloquecida multitud.

Mientras caminaba, sus sentidos estaban bajo el constante asedio de un flujo continuo de anuncios electrónicos. Allá donde mirara había imágenes holográficas destellando, vallas publicitarias futuristas promocionando un millar de marcas en un centenar de mundos distintos. Comida, bebidas, vehículos, ropa, entretenimiento: en la Ciudadela, todo estaba a la venta. Sin embargo, tan sólo un puñado de los anuncios iba dirigido específicamente a los humanos. Éstos seguían siendo una minoría y las empresas preferían gastarse el dinero de los anuncios en especies con una mayor cuota de mercado. Aunque a cada mes que pasaba, Anderson veía a más y más de los suyos entre la ajetreada multitud.

Anderson sabía que era importante que los humanos se integraran junto al resto de la comunidad interestelar. Y qué mejor sitio para hacerlo que la Ciudadela, donde todas las diferentes culturas del espacio del Consejo estaban a la vista. Ése era el verdadero motivo por el que Anderson mantenía su apartamento en los distritos. Quería comprender a las otras especies y el modo más rápido de lograrlo era vivir entre ellas.

Llegó a su edificio, se detuvo frente a la puerta principal y pronunció su nombre para que el sistema de reconocimiento de voz le dejara entrar. Su apartamento estaba en la segunda planta así que se abstuvo de coger el ascensor y acarreó su equipaje escaleras arriba. En la puerta de su vivienda particular volvió a pronunciar otra vez su nombre y entonces entró en la habitación, tambaleándose, y dejó caer sus pertrechos en medio del suelo. Estaba demasiado cansado para encender las luces mientras se dirigía, pasando por la pequeña cocina, hacia el dormitorio individual que había al fondo; apenas reparó en el tenue silbido de las puertas del apartamento al cerrarse automáticamente tras él. Al llegar al dormitorio, ni siquiera se tomó la molestia de desvestirse; simplemente se desplomó sobre la cama, exhausto aunque contento de estar en casa.

Anderson se despertó varias horas después. El día y la noche apenas tenían sentido en medio de la actividad perpetua de la Ciudadela pero, cuando se dio la vuelta para echar un vistazo al despertador que había a un costado de la cama, el visor digital marcaba las 17:00. En las colonias humanas y al estar de patrulla, la Alianza seguía usando el conocido reloj de veinticuatro horas basado en el Tiempo Universal Coordinado Terrano, el protocolo que se estableció a finales del siglo XX para sustituir al arcaico sistema horario de Greenwich. Sin embargo, en la Ciudadela, todo funcionaba según el estándar galáctico del día de veinte horas. Para complicar aún más las cosas, cada hora se dividía en cien minutos de cien segundos… aunque cada segundo medía aproximadamente la mitad de lo que duraban los segundos humanos.

El resultado final era que el día estándar galáctico de veinte horas era aproximadamente un quince por ciento más largo que el día de veinticuatro horas calculado sobre la base del Tiempo Universal Coordinado Terrano. A Anderson le daba dolor de cabeza sólo de pensar en ello; arruinaba sus patrones de sueño, cosa que, teniendo en cuenta que estaba condicionado por varios millones de años de evolución terrana, era de esperar.

En tan sólo tres horas, la noche daría paso al día en que debía presentarse ante la embajadora para informarle sobre Sidón. Sin embargo, no tenía que estar allí hasta las 10:00, lo que significaba que le quedaba mucho tiempo por matar. Probablemente necesitaría dormir unas cuantas horas para recuperar el sueño perdido antes de la reunión, pero ahora mismo no se sentía cansado. Así que se levantó de la cama, se quitó la ropa y la arrojó dentro de la pequeña lavadora-secadora. Después de darse una ducha rápida y ponerse ropa limpia —de paisano— se conectó a la terminal de datos para consultar los mensajes y las últimas noticias.

La comunicación a lo largo de toda una galaxia, no era sencilla. Las naves podían emplear los propulsores de efecto de masa para sobrepasar la velocidad de la luz, pero las señales transmitidas por medios convencionales a través del frío vacío del espacio tardarían años en viajar de un sistema solar a otro.

Transferir adecuadamente información, mensajes personales o incluso datos sin procesar a lo largo de miles de años luz, sólo podía hacerse de dos maneras. Los archivos podían transportarse en naves de correo no tripuladas; vehículos programados para viajar por la red de relés de masa a través de las rutas más directas. Aunque producir o manejar naves de correo no tripuladas no era barato: el combustible era caro. Y si tenían que atravesar varios repetidores, podían tardar horas en llegar a su destino. En las comunicaciones de ida y vuelta la solución no resultaba práctica.

La otra opción era transmitir los datos vía extranet, una serie de balizas emplazadas a lo largo de la galaxia y expresamente diseñadas para facilitar la comunicación entre sistemas a tiempo real. La extranet permitía enviar información a la serie de balizas de comunicación más cercana mediante señales de radio convencionales. Se alineaban telemétricamente con una serie similar ubicada a cientos o incluso miles de años luz de distancia y quedaban conectadas por un campo de efecto de masa a través de la proyección de un haz de luz concentrado (que era el equivalente a los cables de fibra óptica empleados en la Tierra a finales del siglo XX de la era espacial). Dentro de este estrecho corredor, las señales podían proyectarse a una velocidad varios miles de veces más rápida que la de la luz. Los datos en forma de señales de radio se podían transmitir de una serie a la siguiente casi de manera instantánea. Una vez que las series estaban correctamente alineadas, era posible incluso hablar con alguien en el otro extremo de la galaxia con tan sólo un desfase de unas centésimas de segundo.

No obstante, aunque las series de balizas de la extranet facilitaban la comunicación, ésta seguía sin ser exactamente accesible para la inmensa mayoría. Billones de personas de millares de mundos accedían a la extranet a cada segundo del día y sobrecargaban las capacidades finitas del ancho de banda de las series de comunicación. Para satisfacer la demanda, la información se enviaba en paquetes de datos cuidadosamente ajustados y, en cada paquete, el espacio se repartía según un sistema de preferencias estrictamente regulado. Las organizaciones directamente responsables de la protección de la seguridad galáctica recibían la máxima prioridad en cada paquete. Después venían los diversos gobiernos oficiales y las fuerzas armadas de todas y cada una de las especies del espacio del Consejo. Y luego, los diferentes conglomerados de los medios de comunicación. Si sobraba algo, se dividía para ser vendido al mejor postor.

Las empresas proveedoras de extranet adquirían prácticamente la totalidad del espacio que quedaba sin utilizar en cada paquete, para luego dividir su espacio asignado en miles de pequeños paquetes que se revendían a los abonados particulares. Dependiendo del proveedor y de cuánto estaba dispuesto a pagar un particular, era posible obtener actualizaciones personales en paquetes por horas, por días o incluso por semanas. No es que Anderson tuviera que preocuparse por eso. Como oficial de la Alianza, su cuenta privada de extranet disponía de paquetes oficiales cada quince minutos. Aprovechar los paquetes oficiales para incluir mensajes personales era una de las ventajas de su rango.

En la bandeja de entrada sólo le esperaba un mensaje. Frunció el ceño al reconocer la dirección del remitente. A pesar de que no le agradó encontrarse con el archivo, éste no era precisamente una sorpresa. Aunque sabía que era infantil, por un instante pensó en hacer como si no existiese. Pero sabía que lo mejor era acabar con ello cuanto antes.

Abrió el archivo y descargó una serie de documentos electrónicos y un breve mensaje pregrabado de vídeo de su abogado matrimonialista.

La imagen de Ib Haman, su abogado, apareció en la pantalla del terminal al iniciarse el vídeo. Ib era un hombre corpulento y, ya en la cincuentena, comenzaba a quedarse calvo. Llevaba puesto un traje de apariencia cara y estaba sentado tras su escritorio, en un despacho que durante el último año se había vuelto demasiado familiar para Anderson.

—Teniente, no pienso agobiarle con la formalidad de preguntarle cómo le va… Sé que esto no ha sido fácil ni para usted ni para Cynthia.

—Es cierto —murmuró Anderson entre dientes mientras el mensaje continuaba.

—Le he enviado una copia de todos los documentos que le hice firmar la última vez que nos vimos. Cynthia también los ha firmado ya.

El hombre de la pantalla echó un vistazo hacia abajo, movió algunos papeles sobre el escritorio frente a él y entonces volvió a mirar a la cámara.

—Verá también una copia de mis honorarios. Ya sé que ahora mismo eso no supone demasiado consuelo, pero debería alegrarse de no tener hijos. Podía haber sido mucho peor… y mucho más caro. Cuando la custodia se convierte en un problema, el proceso judicial rara vez suele desarrollarse sin contratiempos.

Anderson resopló. No había nada en todo este lío que le hubiera parecido «tranquilo».

—El matrimonio se disolverá oficialmente en la fecha indicada en los documentos. Sospecho que cuando reciba este mensaje, su divorcio será definitivo. Teniente, si tiene alguna pregunta, puede hacérmela con total libertad. Y si alguna vez me necesita para…

Al borrarlo y arrastrarlo a la papelera de reciclaje, el mensaje finalizó de manera abrupta. No pensaba volver a hablar con Ib Haman nunca más. El tipo era un buen abogado; sus tarifas eran razonables y había sido justo e imparcial durante el transcurso del divorcio. De hecho, había sido nada menos que un modelo de eficiencia y profesionalidad. Y, si ahora mismo estuviera en su apartamento, Anderson le habría dado un puñetazo en plena cara.

Mientras desconectaba la terminal, Anderson pensó que era gracioso. Acababa de tomar parte en dos de las más antiguas y perdurables costumbres humanas: el matrimonio y el divorcio. Ahora había llegado el momento de una tradición aún más antigua: se iba al bar a emborracharse.