Ocho años más tarde
Nada más empezar a sonar la alarma, el teniente del Estado Mayor David Anderson, comandante segundo de la SSV Hastings, se levantó de la litera. Su cuerpo, condicionado por años de servicio activo a bordo de las naves espaciales de la Alianza de Sistemas, se movía instintivamente. Cuando sus pies tocaron el suelo ya estaba alerta y despierto, y evaluaba la situación mentalmente.
La alarma sonó de nuevo desde el casco y rebotó por toda la nave. Dos toques cortos se repetían una y otra vez. Una llamada general a los puestos. Al menos, no estaban bajo un ataque inminente.
Mientras se ponía rápidamente el uniforme, Anderson repasó los posibles escenarios. La Hastings era una nave patrullera en el Confín Skylliano, una región aislada en los confines más remotos del espacio de la Alianza. Su misión principal era proteger a las decenas de colonias humanas y avanzadas de investigación desperdigadas por el sector. Una llamada general a los puestos probablemente significaba que habían descubierto una nave no autorizada en territorio de la Alianza. O eso, o estaban respondiendo a una señal de socorro. Anderson confiaba en que fuera lo último.
Aunque no resultaba fácil vestirse entre los estrechos límites del camarote que compartía con otros dos tripulantes, tenía mucha práctica. En apenas un minuto, se puso el uniforme, se abrochó las botas y comenzó a caminar rápidamente por los angostos pasillos hacia el puente de mando, donde el capitán Belliard debía de estar esperándole.
Como comandante segundo, la responsabilidad de transmitir las órdenes a la tropa y de asegurarse de que éstas se cumplieran como es debido recaía sobre Anderson.
En cualquier nave militar, el espacio era el bien más preciado, cosa que recordaba a cada instante al tropezar con otros tripulantes que se dirigían apresuradamente en dirección contraria hacia los puestos asignados. Invariablemente, en un intento por cederle el paso a Anderson, se apretaban contra la pared del pasillo, saludando rápida y torpemente a su superior mientras éste se estrujaba al pasar por su lado. Pero, a pesar de las estrecheces, el proceso entero se llevaba a cabo con una eficiencia y precisión que eran el sello de toda tripulación de la flota de la Alianza.
Anderson estaba llegando a su destino. Pasó por Navegación, donde reparó en un par de oficiales subalternos que realizaban cálculos rápidos y los aplicaban sobre una carta estelar tridimensional que se proyectaba sobre sus consolas. Ambos saludaron al comandante segundo con la cabeza, de un modo brusco aunque respetuoso, demasiado absortos en sus obligaciones como para ser estorbados por la formalidad de un auténtico saludo. Anderson respondió ladeando secamente la cabeza. Pudo ver cómo trazaban una ruta a través del repetidor de masa más cercano. Eso significaba que la Hastings estaba respondiendo a una señal de socorro. Y la cruda verdad era que, la mayoría de las veces, la respuesta llegaba demasiado tarde.
En los años que siguieron a la Primera Guerra de Contacto, la Humanidad se dispersó demasiado lejos y demasiado rápido; carecían de naves suficientes para patrullar adecuadamente por una región del tamaño del Confín Skylliano. Los colonos que vivían ahí fuera sabían que la amenaza de ataques e incursiones era muy real; cuántas veces la Hastings aterrizaba en un mundo sólo para encontrarse con una pequeña aunque próspera colonia reducida a cuerpos, edificios consumidos por las llamas y un puñado de supervivientes con neurosis de guerra.
Anderson había sido un testigo directo de esa clase de muerte y destrucción y seguía sin haber encontrado aún la manera de enfrentarse a ello. Había presenciado combates durante la guerra, pero esto era diferente. Aquello fueron principalmente batallas entre naves, matar a combatientes enemigos situados a decenas de miles de kilómetros de distancia. No era lo mismo que escarbar entre los escombros carbonizados y los cuerpos ennegrecidos de civiles.
La Primera Guerra de Contacto, a pesar del nombre que recibió, fue una campaña corta y relativamente incruenta. Comenzó cuando una patrulla de la Alianza entró involuntariamente y sin autorización en territorio del Imperio turiano. Lo que para la Humanidad fue el primer contacto con otra especie inteligente, para los turianos supuso una invasión por parte de una especie agresiva y desconocida. El malentendido y una reacción exagerada en ambos bandos condujeron a diversas e intensas batallas entre escuadras de patrulla y de reconocimiento. Pero el conflicto nunca estalló en una guerra total a escala planetaria. Afortunadamente para la Humanidad, la intensificación de las hostilidades y el repentino despliegue de la flota turiana atrajeron la atención de la gran comunidad galáctica.
Resultó que los turianos no eran sino una especie más entre una docena, cada una de ellas independiente aunque unidas voluntariamente bajo el dominio de un organismo gubernamental conocido como el Consejo de la Ciudadela. El Consejo, deseando evitar una guerra interestelar con los recién aparecidos humanos, intervino y se dio a conocer a la Alianza e intermedió una solución pacífica entre ésta y los turianos. Menos de dos meses después de haber comenzado, la Primera Guerra de Contacto concluyó oficialmente.
Seiscientos veintitrés humanos perdieron la vida. La mayor parte de las bajas se sufrieron durante el ataque turiano a Shanxi. Las de los turianos fueron ligeramente superiores; la flota de la Alianza enviada para liberar el puesto de avanzada fue cruel, brutal y concienzuda. Aunque, a escala galáctica, las pérdidas en ambos bandos carecían de importancia. La Humanidad, que se retiró al borde de una guerra potencialmente devastadora, se convirtió en cambio en el miembro más reciente de una extensa sociedad interestelar e interespacial.
Anderson subió los tres peldaños que separaban la cubierta delantera del puente de mando de la cubierta principal de la nave. El capitán Belliard, encorvado sobre una pequeña pantalla, estudiaba el flujo de las transmisiones recibidas. Al acercarse Anderson, se puso derecho y respondió al saludo de su segundo oficial.
—Teniente, tenemos problemas. Al conectar con los repetidores de comunicaciones hemos recibido una señal de socorro —explicó el capitán a modo de bienvenida.
—Eso me temía, señor.
—Procedía de Sidón.
—¿Sidón? —Anderson reconoció el nombre—. ¿No tenemos allí una base de investigación?
Belliard asintió con la cabeza.
—Una base pequeña. Quince hombres de personal de seguridad, doce investigadores y seis de apoyo.
Anderson frunció el ceño. No era un ataque corriente. Los asaltantes preferían atacar asentamientos indefensos y esfumarse antes de que los refuerzos de la Alianza llegaran al lugar. Una base bien defendida no era su objetivo habitual. Parecía más bien una acción de guerra.
Los turianos eran ahora, al menos oficialmente, aliados de la Alianza de Sistemas. Y el Confín Skylliano estaba demasiado lejos del territorio turiano como para que éstos se involucraran en ningún conflicto por esta zona. Pero existían otras especies que rivalizaban con la Humanidad por el control de la región. La Alianza competía directamente con el gobierno batariano por establecer su presencia en el Confín, aunque hasta ese momento habían logrado esquivar cualquier clase de violencia real en sus enfrentamientos. Anderson dudaba de que comenzaran con algo así.
No obstante, ahí afuera existían muchos otros grupos con los medios y los motivos para atacar a un bastión de la Alianza. Algunos de ellos estaban formados incluso por humanos: organizaciones terroristas no afiliadas y facciones guerrilleras multiespeciales que deseaban desestabilizar a los poderes establecidos, tropas paramilitares ilegales que buscaban abastecerse de armas de calidad superior y bandas de mercenarios independientes a la espera de su gran oportunidad.
—Capitán, podría resultarnos útil saber en qué estaban trabajando en Sidón —sugirió Anderson.
—Son unas instalaciones con un control de acceso de máxima seguridad —replicó el capitán, moviendo la cabeza—. Ni siquiera puedo conseguir los planos de la base, ni pensar en conseguir que alguien me explique en qué andan trabajando.
Anderson frunció el ceño. Sin planos, su equipo andaría a ciegas, renunciando a cualquier ventaja táctica que pudieran haber tenido de conocer la disposición del campo de batalla. La misión no dejaba de mejorar.
—¿Cuál es el tiempo estimado de llegada, señor?
—Cuarenta y seis minutos.
Al fin buenas noticias. La Hastings seguía rutas de patrulla aleatorias; fue pura casualidad que estuviera tan cerca del origen de la señal de socorro. Con suerte, aún podrían llegar allí a tiempo.
—Capitán, tendré al equipo de tierra preparado.
—Como siempre, teniente.
Anderson respondió a los cumplidos del comandante al mando con un simple «sí, sí señor» y se dio la vuelta para marcharse.
En la vacía oscuridad del espacio, la Hastings era, a simple vista, cualquier cosa menos invisible. Rodeada por un campo de efecto de masa endógeno y viajando a una velocidad aproximadamente cincuenta veces superior a la de la luz era poco más que un borrón que emitía destellos intermitentemente, una ligera oscilación en la estructura del continuo espaciotiempo.
La nave cambió el itinerario de vuelo mientras el timonel realizaba una rápida corrección del rumbo, un ajuste menor en la trayectoria que envió a la embarcación a toda velocidad hacia el repetidor de masa más cercano, a unos cinco mil millones de kilómetros de distancia. A una velocidad de casi quince millones de kilómetros por segundo, no pasó demasiado tiempo antes de que alcanzara su destino.
A diez mil kilómetros del objetivo, el timonel desconectó el núcleo de propulsión del elemento cero, desactivando así los campos del efecto de masa. Las ondas de energía corridas al azul irradiaban de la nave mientras ésta abandonaba el MRL y encendía como una llamarada la oscuridad del espacio. La iluminación de la nave resplandeciente se reflejó sobre el repetidor de masa que, a medida que se aproximaban, crecía constantemente en el horizonte. Aunque de diseño enteramente alienígena, la construcción se parecía mucho a un enorme giroscopio. En el centro disponía de una esfera compuesta de dos anillos concéntricos que giraban alrededor de un único eje.
Cada anillo medía aproximadamente unos cinco kilómetros de lado a lado y de un extremo del centro, constantemente en rotación, sobresalían dos brazos de quince kilómetros cada uno. Toda la estructura chispeaba y destellaba con estallidos blancos de energía.
A una señal de la nave de la Alianza, el repetidor de masa comenzó a moverse. Giró pesadamente sobre su eje y se orientó hacia un repetidor conectado a cientos de años luz de distancia. Mientras se dirigía directamente hacia el centro de la enorme construcción alienígena sobre un vector de aproximación previamente calculado, la Hastings ganó velocidad. Los anillos del centro del repetidor comenzaron a girar con mayor rapidez, y se aceleraron hasta no ser más que un remolino difuminado. Los esporádicos estallidos de energía que emanaban del núcleo se transformaron en una sólida e intensa incandescencia que creció en fuerza y luminosidad hasta que fue casi imposible de mirar.
La Hastings estaba a menos de quinientos kilómetros de distancia cuando el repetidor se inflamó. Desde los anillos en rotación, una descarga de energía oscura se extendió como una ola y engulló a la nave, que resplandeció por unos instantes antes de desaparecer como barrida de la existencia. En el mismo instante, a mil años luz del lugar en el que se encontraba, volvió a la realidad, centelleando con un pálido destello azul y emergiendo de la aparente nada en las inmediaciones de un repetidor de masa completamente distinto.
El núcleo de propulsión de la Hastings volvió a conectarse con estruendo, saltó a motor MRL y desapareció en la oscuridad tras una explosión de calor y radiación corrida al rojo. El repetidor receptor, con los anillos centrales ya en desaceleración, comenzó a apagarse, y quedó rápidamente atrás.
—Repetidor de masa despejado. Conectando núcleo de propulsión. Tiempo estimado de llegada a Sidón, veintiséis minutos.
Apiñado en el compartimento de carga junto a otros cuatro miembros del equipo de tierra, resultaba prácticamente imposible oír el sonido proveniente del intercomunicador de a bordo por encima del rugido de los motores. Aunque Anderson no necesitaba oír las novedades para saber qué estaba ocurriendo. Tenía el estómago revuelto.
Sabía que, científicamente, los mareos no tenían por qué producirse. El viaje entre dos repetidores —el salto entre un repetidor de origen o transmisor hasta el de destino o receptor— era un suceso instantáneo. El tiempo no transcurría, luego no podía tener ningún efecto físico sobre su cuerpo. Pero, aunque admitía este hecho teórico, Anderson sabía por propia experiencia que en la práctica no se cumplía.
Puede que en esta ocasión la opresión de su tripa fuera tan sólo un mal presentimiento de lo que iban a encontrar al llegar a las instalaciones de Sidón. Quienquiera que hubiera atacado la base de investigación, se había mostrado dispuesto a enfrentarse a quince marines de la Alianza. Aun empleando el elemento sorpresa a su favor, debería haberse tratado de un cuerpo imponente. Como refuerzos, la Alianza debería de haber enviado a un transporte de tropas y no a una fragata de patrulla que no podía reunir más que a un equipo de tierra de cinco personas.
Sin embargo, no había nadie más tan cerca como para responder a tiempo a la llamada de socorro y, en cualquier caso, la mayoría de las naves de la Alianza eran demasiado grandes para poder acercarse al planeta. La Hastings era lo bastante pequeña para penetrar en su atmósfera, aterrizar sobre la superficie y ser capaz aún de volver a despegar. Cualquier nave mayor que una fragata hubiera tenido que utilizar transbordadores o aerolanchas de desembarco para transportar tropas, y no había tiempo para eso.
Al menos, entraban bien provistos: cada miembro del equipo de tierra llevaba un blindaje corporal equipado con generadores de escudos cinéticos completamente cargados, así como un casco de tres cuartos con visera. Cada uno de ellos portaba media docena de granadas y fusiles de asalto de serie Hahne-Kedar G-912. Los cargadores de munición de cada arma tenían una capacidad superior a los cuatrocientos disparos; diminutos perdigones menores que un grano de arena. Disparados con la velocidad necesaria, los proyectiles, casi microscópicos, podían infligir enormes daños.
Ése era el auténtico problema. No importaba lo avanzada que estuviera la tecnología defensiva, siempre iba un paso por detrás. La Alianza no escatimaba gastos cuando se trataba de proteger a sus soldados: su blindaje corporal era de primera calidad y los escudos cinéticos eran el último prototipo militar. Pero, aún y así, seguía siendo insuficiente para resistir a un impacto directo con armamento pesado ejecutado desde una corta distancia.
Si lograban sobrevivir a esta misión, no sería por el equipamiento. Al final, siempre se reducía a dos cosas: instrucción y dotes de mando. Sus vidas estaban ahora en manos de Anderson, que podía percibir su inquietud. Los marines de la Alianza estaban bien adiestrados para lidiar con la ansiedad física y mental propia de las reacciones naturales del cuerpo humano frente al estrés agudo, aunque esta vez era mayor que la habitual descarga de adrenalina frente a un ataque inminente.
Había tenido cuidado de no descubrir sus propias dudas, y de proyectar una imagen de total confianza y serenidad. Pero los miembros de su equipo eran lo bastante listos para comprender las cosas por sí mismos. Podían atar los cabos tal y como él lo había hecho.
Igual que el teniente, sabían que unos invasores corrientes no atacarían una base de la Alianza tan bien defendida.
Anderson no creía en los discursos motivadores; aquí todos eran profesionales. Pero incluso para los soldados de la Alianza, aquellos nerviosos minutos finales antes de una misión resultaban difíciles de soportar en completo silencio. Además, esconderse de la verdad no tenía ningún sentido.
—Que todo el mundo permanezca despierto —dijo, a sabiendas de que el resto del equipo podía oírle claramente por encima del estruendo de los motores a través de las radios que había en el interior de los cascos—. Tengo la sensación de que esto no ha sido un golpe ejecutado apresuradamente por unos negreros.
—¿Batarianos, señor?
La pregunta provenía de la jefa de artillería Jill Dah. Un año mayor que Anderson, ya era una marine de la Alianza en servicio activo cuando él seguía el adiestramiento N7 en Arturo. Sirvieron en la misma unidad durante la Primera Guerra de Contacto. Pasaba del metro noventa y dos, lo que la hacía más alta que la mayoría de los hombres con los que servía y, a juzgar por los amplios hombros, los músculos bien definidos de los brazos y una constitución grande pero no desproporcionada, también era más fuerte que muchos de ellos. Algunos de los soldados de la unidad la llamaban «Ama», el diminutivo de Amazona… aunque nunca a la cara. Y cuando comenzaba la lucha, todos se alegraban de tenerla de su lado.
A Anderson le gustaba Dah, aunque tenía la costumbre de sacar de quicio a la gente. No confiaba en la diplomacia. Si tenía una opinión, se la hacía saber a todo el mundo, lo que tal vez explicara el hecho de que siguiera siendo una suboficial. Aun así, el teniente sabía que cuando ella hacía una pregunta, eso significaba que la mayoría de ellos probablemente se estaban preguntando lo mismo.
—Jefa Dah, intentemos no llegar a conclusiones precipitadas.
—¿Tenemos alguna idea sobre lo que se traían entre manos en Sidón? —Esta vez era el cabo Ahmed O’Reilly, técnico especialista, quien hacía la pregunta.
—Confidencial. Es todo lo que sé. Así que preparaos para cualquier cosa.
Los otros dos miembros del equipo, el soldado raso de segunda clase Indigo Lee y el soldado raso de primera clase Dan Shay, no se molestaron en hacer comentarios y el equipo cayó de nuevo en un silencio incómodo. Nadie se sentía a gusto con esta misión, aunque Anderson sabía que seguirían su ejemplo. Les había traído de vuelta, sanos y salvos, en suficientes ocasiones como para haberse ganado su confianza.
—Aproximándonos a Sidón —se oyó por el intercomunicador—. Sin respuesta en ninguna frecuencia.
Eran malas noticias. Si aún quedaba personal de la Alianza con vida en el interior de la base, deberían de haber respondido a la llamada de la Hastings. Anderson cerró bruscamente su visera para protegerse la cara y el resto de la tripulación siguió su ejemplo. Un minuto después sintieron las turbulencias mientras la nave penetraba en la atmósfera del minúsculo planeta. A una señal de la cabeza de Anderson, el equipo realizó un último repaso a las armas, los escudos y los intercomunicadores.
—Tenemos contacto visual con la base —crujió el intercomunicador—. No hay naves sobre el terreno ni captamos a ninguna nave que no sea de la Alianza en las inmediaciones.
—Malditos cobardes, se han largado corriendo —oyó Anderson que Dah murmuraba por la radio de su casco.
Anderson confiaba en que, con el rápido tiempo de respuesta de la Hastings, llegarían a tiempo para pillar al enemigo con las manos en la masa, aunque en realidad no le sorprendía no encontrar a otras naves en la zona. Una incursión contra un objetivo tan bien defendido como Sidón hubiera necesitado de al menos tres naves trabajando conjuntamente. Las dos naves mayores habrían aterrizado sobre la superficie para descargar los equipos de asalto mientras una nave pequeña de reconocimiento permanecía en órbita y controlaría cualquier signo de actividad en el repetidor de masa más cercano.
La nave de reconocimiento debía de haber visto cómo éste se ponía en marcha mientras la Hastings se aproximaba al repetidor de enlace que estaba en el otro extremo de la región y llamó por radio a las naves de tierra. La señal de aviso debió de darles justo el tiempo necesario para despegar, abandonar la atmósfera y conectar los motores MRL antes de que la Hastings llegara. Hacía rato que las naves involucradas en el ataque a la base habían desaparecido… aunque cabía la posibilidad de que en su huida precipitada se hubieran visto obligadas a dejar atrás a parte de sus tropas.
Unos segundos después, cuando la nave tomaba tierra en el puerto de aterrizaje del Complejo de Investigación de Sidón, se produjo un fuerte golpe; la interminable espera había acabado. La puerta a presión del compartimiento de carga de la Hastings silbó al abrirse y descendió la pasarela.
—Equipo de tierra —la voz del capitán Belliard llegó a través del intercomunicador—, desembarque autorizado.