XII

¿QUÉ PUEDE HACERSE?

Podemos ser educados para la libertad mucho mejor de lo que actualmente lo somos. Pero la libertad, como he tratado de demostrarlo, se ve amenazada desde muchas direcciones, y estas amenazas son de muchas clases diferentes: demográficas, sociales, políticas, psicológicas. Nuestra enfermedad tiene una multiplicidad de causas cooperantes y sólo podrá ser curada por una multiplicidad de cooperantes remedios. Al encarar cualquier compleja situación humana, debemos tener en cuenta todos los factores importantes, no meramente un solo factor. Nada que no sea todo es realmente bastante. La libertad está amenazada y la educación para la libertad es de necesidad muy urgente. Pero hay otras muchas cosas: por ejemplo, la organización social para la libertad, la regulación de los nacimientos para la libertad, la legislación para la libertad. Comencemos por el último de estos puntos.

Desde los tiempos de la Carta Magna, y aun antes, los legisladores ingleses han puesto especial cuidado en proteger la libertad física del individuo. Una persona mantenida en prisión por razones de legalidad dudosa tiene derecho, conforme al derecho consuetudinario y la ley aclaratoria de 1679, de recurrir a uno de los tribunales superiores de justicia en demanda de un mandamiento de habeas corpus. Este mandamiento es dirigido por un magistrado del alto tribunal al jefe de policía o al carcelero y ordena al uno o al otro que, dentro de un plazo determinado, presente a la persona detenida ante el tribunal para un examen del caso; la presentación ha de ser, entiéndase bien, no de la queja escrita del detenido, no de sus representantes legales, sino de su corpus, de su cuerpo, de su solidísima carne, obligada a dormir sobre unas tablas, a respirar el fétido aire de la prisión y a comer el repugnante rancho carcelario. Esta preocupación por la condición básica de la libertad —la ausencia de compulsión física— es indiscutiblemente necesaria, pero no es todo lo necesario. Es perfectamente posible para un hombre estar fuera de la cárcel y, sin embargo, no estar en libertad; estar sin ningún constreñimiento físico y, sin embargo, ser psicológicamente un cautivo obligado a pensar, sentir y obrar como los representantes del Estado nacional o de algún interés privado dentro de la nación quieren que piense, sienta y obre. Nunca habrá nada parecido a un mandamiento de habeas mentem, pues no hay jefe de policía o carcelero que pueda presentar ante un tribunal una mente ilegalmente encarcelada, ni nadie cuya mente hubiera sido hecha cautiva por los métodos reseñados en capítulos anteriores estaría en condiciones de quejarse de su cautiverio. La naturaleza de la compulsión psicológica es tal que quienes actúan constreñidos permanecen con la impresión de que están obrando por propia iniciativa. La víctima de la manipulación de la mente no sabe que es una víctima. Los muros de su prisión son invisibles para ella. Se cree libre. Su falta de libertad sólo se manifiesta a otros. Es una servidumbre estrictamente objetiva.

Nunca podrá haber, lo repito, nada parecido a un mandamiento de habeas mentem. Pero puede haber legislación preventiva, una legislación que declare ilegal la trata psicológica, que proteja a las mentes contra los inescrupulosos abastecedores de propaganda venenosa y se inspire en las leyes que protegen los cuerpos contra los proporcionadores de alimentos adulterados y drogas perniciosas. Por ejemplo, podría haber y, a mi juicio, debería haber leyes que limitaran el derecho de las autoridades, civiles o militares, a someter a los públicos cautivos que están a sus órdenes o bajo su custodia a la enseñanza durante el sueño. Podría haber y, a mi juicio, debería haber leyes que prohibieran el empleo de la proyección subliminal en los lugares públicos o las pantallas de televisión. Podría haber y, a mi juicio, debería haber leyes que impidieran a los candidatos políticos, no solamente gastar más que determinada cantidad en sus campañas electorales, sino también recurrir a esa especie de propaganda antirracional que convierte en disparate todo el procedimiento democrático.

Unas leyes preventivas como tales podrían hacer algún bien, pero, sí las grandes fuerzas impersonales que amenazan actualmente la libertad continúan concentrando poder, ese bien no podrá ser hecho por mucho tiempo. La mejor de las constituciones y la mejor de las leyes preventivas serán impotentes frente a las presiones continuamente crecientes del exceso de población y organización que se deben a los números en aumento y la tecnología en avance. Las constituciones no serán abrogadas y las buenas leyes permanecerán en las colecciones legislativas, pero estas formas liberales servirán únicamente para disfrazar y adornar una sustancia profundamente antiliberal. Con una población y una organización excesivas y sin frenos, lo que podemos esperar en los países democráticos es una inversión del proceso que transformó a Inglaterra en una democracia con mantenimiento de las formas exteriores de una monarquía. Bajo la presión inexorable de un aumento de población en aceleración continua y de un creciente exceso de organización y por medio de métodos cada vez más efectivos de manipulación de la mente, las democracias cambiarán de naturaleza. Las pulcras formas antiguas —elecciones, parlamentos, tribunales supremos y todo lo demás— subsistirán, pero la substancia bajo la superficie será una nueva clase de totalitarismo no violento. Todos los nombres tradicionales y todos los santificados lemas seguirán siendo exactamente lo que eran en los buenos tiempos de antaño. La democracia y la libertad serán el tema de todas las emisiones radiales y de todos los artículos editoriales, pero se tratará de la democracia y la libertad en sentido estrictamente Pickwick. Entretanto, la oligarquía gobernante y su muy preparado grupo selecto de soldados, policías, fabricantes de ideas y manipuladores de la mente gobernarán tranquilamente el conjunto como les plazca.

¿Cómo podemos imponernos a esas grandes fuerzas impersonales que son actualmente una amenaza para nuestras duramente ganadas libertades? En el campo verbal y en términos generales, esta pregunta puede ser contestada con suma facilidad. Consideremos el problema del exceso de población. Las cifras humanas en rápido aumento presionan cada vez más en los recursos naturales. ¿Qué cabe hacer? Evidentemente, debemos reducir, con toda la celeridad posible, la razón de nacimientos hasta un punto que no exceda de la razón de defunciones. Al mismo tiempo, con toda la rapidez posible, debemos aumentar la producción de alimentos, establecer y aplicar un plan mundial para la conservación de nuestros suelos y bosques, crear sustitutivos, a ser posible menos peligrosos y de agotamiento más lento que el uranio, para nuestros actuales combustibles y, sin dejar de reunir nuestros menguantes recursos de minerales fácilmente asequibles, idear métodos nuevos y no demasiado costosos de extraer esos mismos minerales de yacimientos cada vez más pobres: el más pobre de todos es el agua de mar. Pero todo esto, sobra decirlo, es casi infinitamente más fácil de decir que de hacer. El aumento anual en las cifras debe ser disminuido. Pero ¿cómo? Tenemos dos alternativas: por un lado, el hambre, la peste y la guerra; por otro, la regulación de los nacimientos. La mayoría de nosotros opta por la regulación de los nacimientos e inmediatamente nos vemos ante un problema que es simultáneamente un rompecabezas en fisiología, farmacología, sociología, psicología y hasta teología. La «Píldora» no ha sido perfeccionada todavía. Y en el supuesto de que lo sea algún día, ¿cómo distribuirla entre los muchos cientos de millones de madres en potencia (o, si se trata de una píldora que obra en el varón, padres en potencia) que tendrán que tomarla si la proporción de nacimientos ha de disminuir? Y, supuestas las costumbres sociales existentes y las fuerzas de la inercia cultural y psicológica, ¿cómo hacer cambiar de opinión a quienes deberían tomar la píldora y se niegan a tomarla? Y ¿qué decir de la oposición de la Iglesia Católica a cualquier forma de regulación de los nacimientos, exceptuado el llamado método del ritmo (un método, por cierto, que ha resultado hasta ahora poco menos que totalmente inefectivo para reducir la razón de nacimientos en las sociedades industrialmente atrasadas, que son aquéllas en que la reducción es más urgentemente necesaria)? Y estas preguntas acerca de la «píldora» hipotéticamente perfecta deben ser formuladas también, con las mismas escasas perspectivas de obtener respuestas satisfactorias, en relación con los métodos químicos y mecánicos ya disponibles de regulación de los nacimientos.

Si pasamos de los problemas de la regulación de los nacimientos a los problemas de aumentar la producción de alimentos y conservar nuestros recursos naturales, nos vemos ante dificultades tal vez no tan grandes, pero todavía enormes. Tenemos ante todo el problema de la educación. ¿Cuánto tiempo hará falta para que los innumerables campesinos y agricultores, de quienes depende actualmente la producción de la mayor parte de los alimentos del mundo, tengan la instrucción suficiente para el perfeccionamiento de sus métodos? Y, si todos ellos llegan a tener esta instrucción, ¿dispondrán del capital necesario para procurarse las máquinas, el combustible, los lubricantes, la energía eléctrica, los abonos y las variedades mejoradas de plantas alimenticias y animales domésticos, sin todo lo cual la mejor instrucción agronómica es inútil? Análogamente, ¿quién educará a la raza humana en los principios y la práctica de la conservación? Y ¿cómo se impedirá que los hambrientos ciudadanos-campesinos de un país cuyas población y demandas de alimentación van en aumento «socaven los suelos»? Y, si se consiguiera impedírselo, ¿quién se encargará de mantenerlos mientras la herida y agotada tierra vuelve gradualmente, a fuerza de cuidados, a la salud y la fecundidad? O examinemos esas sociedades atrasadas a las que se intenta ahora industrializar. Si tiene éxito el intento ¿quién les impedirá que, en su desesperado esfuerzo por ponerse y mantenerse al nivel de otros, derrochen los irreemplazables recursos del planeta tan estúpida y desenfrenadamente como lo han hecho y todavía lo hacen quienes los han precedido en la carrera? Y, cuando llegue el día del ajuste de cuentas, ¿dónde hallarán los países más pobres el personal científico y las enormes cantidades de capital que harán falta para extraer los minerales indispensables de yacimientos de concentración demasiado baja, en las circunstancias existentes y de modo que la extracción sea técnicamente posible y económicamente justificable? Cabe que con el tiempo se encuentre solución a todos estos problemas. Pero ¿en cuánto tiempo? En cualquier carrera entre las cifras humanas y los recursos naturales, el tiempo está contra nosotros. A fines del presente siglo, tal vez haya en los mercados mundiales, si ponemos en ello todo nuestro empeño, el doble de los alimentos que hay actualmente. Pero también habrá aproximadamente dos veces más gente y varios miles de millones de estas personas vivirán en países parcialmente industrializados y consumirán diez veces más energía, agua, madera y minerales irreemplazables de lo que están actualmente consumiendo sus padres. En pocas palabras, la situación alimentaria será tan mala como lo es hoy y la situación de las materias primas será mucho peor.

Hallar una solución al problema del exceso de organización apenas es menos difícil que hallar una solución al problema de los recursos naturales y las cifras crecientes. En el campo verbal y en términos generales, la solución es perfectamente sencilla. Es un axioma político que el poder sigue a la propiedad. Pero es ya un hecho histórico la rápida conversión de los medios de producción en la propiedad monopolista de la Gran Empresa y el Gran Gobierno. Por tanto, si creemos en la democracia, tenemos que tomar disposiciones para distribuir la propiedad con la mayor amplitud posible.

O tomemos el derecho de voto. En principio, es un gran privilegio. En la práctica, como la reciente historia lo ha mostrado repetidamente, el derecho de voto no es en sí mismo una garantía de libertad. Por tanto, si deseamos impedir la dictadura por el plebiscito, debemos dividir las vastas colectividades parecidas a máquinas de la sociedad moderna en grupos autónomos que cooperen voluntariamente y sean capaces de funcionar al margen de los sistemas burocráticos de la Gran Empresa y el Gran Gobierno.

El exceso de población y organización ha producido la metrópoli moderna, en la que se ha hecho casi imposible la plena vida humana de múltiples relaciones personales. Por tanto, si deseamos evitar el empobrecimiento espiritual de individuos y sociedades enteras, abandonemos la metrópoli y volvamos a la pequeña comunidad rural o, alternativamente, humanicemos la metrópoli creando dentro de su red de organizaciones mecánicas los equivalentes urbanos de esa pequeña comunidad rural, en la que los individuos pueden conocerse y cooperar como personas completas, no como meras encarnaciones de funciones especializadas.

Todo esto es hoy evidente y, en verdad, era evidente hace cincuenta años. Desde Hilaire Belloc hasta Mortimer Adler, desde los primeros apóstoles de las cooperativas de crédito hasta los reformadores agrarios de la Italia y el Japón modernos, los hombres de buena voluntad llevan varias generaciones propugnando la descentralización del poder económico y la vasta distribución de la propiedad. Y son muchos los sistemas ingeniosos que se han expuesto para dispersar la producción, para volver a la «industria de aldea» de pequeña escala. Y hubo también los detallados planes de Dubreuil para procurar un grado de autonomía e iniciativa a los diversos departamentos de una gran organización industrial. Hubo los sindicalistas, con sus proyectos de una sociedad sin Estado, organizada como una federación de grupos productivos bajo los auspicios de las asociaciones obreras. En los Estados Unidos, Arthur Morgan y Baker Brownell han expuesto la teoría y descrito la práctica de una nueva clase de comunidad que vive en el nivel de la aldea y la pequeña localidad.

El profesor Skinner, de Harvard, ha expuesto la opinión del psicólogo sobre el problema en su Walden Two, una novela utópica acerca de una comunidad autónoma y que se basta a sí misma tan científicamente organizada que nadie siente tentaciones antisociales y, sin recurrirse nunca a la coacción o a la propaganda indeseable, cada cual cumple con su deber y es feliz y creador. En Francia, durante la Segunda Guerra Mundial y después de ella, Marcel Barbu y sus seguidores crearon cierto número de comunidades de producción autónomas y no jerárquicas que eran también comunidades de mutua ayuda y plena vida humana. Y entretanto, en Londres, el Experimento Peckham ha demostrado que es posible, mediante la coordinación de los servicios de la salud con intereses más amplios del grupo, crear una verdadera comunidad inclusive en una metrópoli.

Vemos, pues, que la enfermedad del exceso de organización ha sido claramente reconocida, que han sido prescritos diversos amplios remedios y que se ha intentado en algunos sitios, muchas veces con éxito considerable, el tratamiento experimental de los síntomas. Y, sin embargo, a pesar de toda esta predicación y práctica ejemplares, la enfermedad se agrava día a día. Sabemos que es arriesgado consentir que el poder se concentre en las manos de una oligarquía gobernante; sin embargo, el poder se concentra cada vez en menos manos. Sabemos que para la mayoría, la vida en la enorme ciudad moderna es anónima, atómica, menos que plenamente humana; sin embargo, las grandes ciudades se hacen cada vez mayores y los cuadros de la vida urbano-industrial permanecen sin cambio. Sabemos que, en una sociedad muy grande y compleja, la democracia casi carece de sentido, salvo en relación con grupos autónomos de tamaño manejable; sin embargo, los asuntos de todas las naciones quedan cada vez en mayor medida en las manos de los burócratas del Gran Gobierno y la Gran Empresa. Se hace muy patente que, en la práctica, el problema del exceso de organización es casi tan difícil de resolver como el problema del exceso de población. En ambos casos, sabemos lo que debe hacerse, pero en ninguno de los dos hemos podido hasta ahora actuar eficazmente de acuerdo con nuestro conocimiento.

Llegados a este punto, nos asalta una pregunta muy inquietante: ¿queremos realmente actuar de acuerdo con nuestro conocimiento? ¿Piensa la mayoría de la población que vale la pena esforzarse para contener y, si es posible, cambiar de dirección el desplazamiento hacia la regulación totalitaria de todo? En los Estados Unidos —son la imagen profética del resto del mundo urbano-industrial tal como será dentro de unos cuantos años—, los recientes sondeos de la opinión pública han revelado que la mayoría de los jóvenes menores de veinte años, los electores de mañana, no tienen fe en las instituciones democráticas, no se oponen a la censura de las ideas impopulares, no creen en la posibilidad del gobierno del pueblo por el pueblo y se sentirían perfectamente contentos, siempre que pudieran continuar viviendo en la forma a la que se han acostumbrado durante la bonanza, de que los gobernara desde arriba una oligarquía de variados peritos. El hecho de que en la más poderosa democracia del mundo haya tantos jóvenes y bien alimentados espectadores de televisión que muestren tan completa indiferencia por la idea de gobernarse a sí mismos y sientan tan poco interés por la libertad de pensamiento y el derecho a disentir es aflictivo, pero no muy sorprendente. Decimos «libre como un pájaro» y envidiamos a los alados seres su poder de moverse sin restricción alguna en las tres dimensiones. Pero, ay, nos olvidamos del dido. Todo pájaro que aprenda a organizarse una buena vida sin necesidad de usar sus alas pronto renunciará al privilegio del vuelo y permanecerá por siempre en tierra. Algo parecido pasa con los seres humanos. Si se les procura con regularidad y abundancia el pan tres veces al día, muchos de ellos se contentarán con vivir de pan únicamente o, al menos, de pan y circo únicamente. «Al final —dice el Gran Inquisidor en la parábola de Dostoievsky—, pondrán su libertad a nuestros pies y nos dirán: “Hacednos vuestros esclavos, pero alimentadnos”». Y cuando Aliosha Karamazov pregunta a su hermano, que es quien hace el relato, si el Gran Inquisidor habla irónicamente, Iván contesta: «¡Nada de eso! Sostiene que es un mérito para él y su Iglesia haber vencido a la libertad y que lo han hecho para hacer felices a los hombres.» Sí, para hacer felices a los hombres, «pues nada —insiste el Gran Inquisidor— ha sido nunca para un hombre o una sociedad humana más insoportable que la libertad». Nada, salvo la falta de libertad, porque, cuando las cosas andan mal, las raciones se reducen y los cómitres aumentan sus exigencias, los didos pegados a la tierra claman de nuevo por sus alas, sólo para renunciar a ellas una vez más cuando los tiempos mejoren y los criadores de didos se hagan más indulgentes y generosos. Es muy posible que los jóvenes que tienen actualmente en tan poco la democracia se conviertan en luchadores de la libertad. El grito de «Dadme televisión y hamburguesas y no me fastidiéis con las responsabilidades de la libertad» puede convertirse, si cambian las circunstancias, en el grito de «Libertad o muerte». Si llega a producirse una revolución como ésta, se deberá en parte a la acción de fuerzas sobre las que hasta los más poderosos gobernantes tienen escaso dominio y en parte a la incompetencia de esos mismos gobernantes, a su incapacidad para hacer un uso efectivo de los instrumentos manipuladores de la mente que la ciencia y la tecnología han proporcionado y seguirán proporcionando al aspirante a tirano. Si tenemos presente qué poco sabían y qué mal estaban equipados, los Grandes Inquisidores de antaño se desempeñaron de modo muy notable. Pero es indudable que los muy instruidos y científicos dictadores del futuro podrán desempeñarse mucho mejor. El Gran Inquisidor reprocha a Cristo que haya invitado a los hombres a ser libres y le dice: «Hemos corregido Tu obra y la hemos cimentado sobre el milagro, el misterio y la autoridad.» Pero el milagro, el misterio y la autoridad no son bastantes para garantizar la indefinida supervivencia de una dictadura. En mi fábula de Un Mundo Feliz, los dictadores han añadido la ciencia a la lista y pueden así reforzar su autoridad manipulando los cuerpos de los embriones, los reflejos de las criaturas y las mentes de los niños y adultos. Y en lugar de limitarse a hablar de milagros y a referirse simbólicamente a los misterios, pueden, por medio de las drogas, procurar a sus gobernados la experiencia directa de los misterios y los milagros, transformar la mera fe en conocimiento extático. Los antiguos dictadores cayeron porque nunca pudieron proporcionar a sus gobernados bastante pan, bastante circo, suficientes milagros y misterios. Tampoco poseyeron un sistema realmente efectivo de manipulación de la mente. En el pasado, los librepensadores y revolucionarios eran frecuentemente los productos de la más piadosa educación ortodoxa. No es sorprendente. Los métodos empleados por los educadores ortodoxos eran y son todavía ineficientes en extremo. Bajo una dictadura científica, la educación funcionará realmente bien, con el resultado de que la mayoría de los hombres y mujeres llegarán a amar su servidumbre y nunca pensarán en la revolución. No se ve ninguna razón valedera para que una dictadura totalmente científica pueda ser nunca derrocada.

Entretanto, queda todavía en el mundo alguna libertad. Verdad es que son muchos los jóvenes que parecen atribuir a la libertad muy poco valor. Pero algunos de nosotros todavía creemos que los seres humanos no pueden ser sin libertad completamente humanos y que, por tanto, la libertad es supremamente valiosa. Tal vez las fuerzas que amenazan actualmente a la libertad son demasiado fuertes para ser resistidas por mucho tiempo. Sin embargo, tenemos el deber de hacer cuanto podamos para resistirlas.