En los dos capítulos precedentes he descrito las técnicas de lo que podría llamarse manipulación al por mayor de las mentes, según esas técnicas han sido aplicadas por el más grande demagogo y los más eficientes vendedores de la historia. Pero no hay problema humano que pueda ser solucionado únicamente con métodos al por mayor. La escopeta tiene su sitio, pero otro tanto puede decirse de la jeringa hipodérmica. En los capítulos que siguen, describiré algunas de las técnicas más efectivas para manipular no a multitudes ni a públicos enteros, sino a individuos aislados.
Durante sus históricos experimentos sobre el reflejo condicionado, Ivan Pavlov observó que, cuando eran sometidos a una prolongada tensión física o psíquica, los animales de laboratorio revelaban todos los síntomas de una depresión nerviosa. Sus cerebros se negaban a seguir afrontando una situación intolerable y se declaraban en huelga, por así decirlo; o dejaban simplemente de funcionar (el perro pierde la conciencia) o recurrían a la retardación o el sabotaje (el perro se comporta de modo poco realista o revela esos síntomas físicos que en un ser humano llamaríamos histéricos). Algunos animales soportan la tensión mejor que otros. Los perros que poseen lo que Pavlov llamaba una constitución «fuerte excitativa» se derrumban mucho más rápidamente que los perros con un temperamento meramente «animado» (como opuesto a colérico o agitado). Análogamente, los perros «débiles inhibitorios» llegan al término de sus posibilidades mucho antes que los perros «tranquilos imperturbables». Pero hasta el más estoico de los perros es incapaz de resistir indefinidamente. Si la tensión a la que se lo somete es lo bastante intensa o lo bastante prolongada, acabará derrumbándose de modo tan abyecto y completo como el más débil de su especie.
Las conclusiones de Pavlov fueron confirmadas de la manera más angustiosa y en escala muy grande durante las dos guerras mundiales. Como resultado de una sola experiencia catastrófica o de una sucesión de terrores menos espantosos pero frecuentemente repetidos, los soldados acababan revelando cierto número de síntomas psicofísicos inhabilitantes. Pérdida temporal de la conciencia, agitación extrema, letargo, ceguera o parálisis funcionales, réplicas nada realistas frente a los acontecimientos, extrañas inversiones de normas de conducta de toda la vida… Es decir, todos los síntomas que Pavlov observó en sus perros reaparecieron entre las víctimas de lo que en la Primera Guerra Mundial se denominó shell shock o «conmoción de la metralla» y en la Segunda, battle fatigue o «cansancio del combate». Todo hombre, como todo perro, tiene su propio límite individual de resistencia. La mayoría de los hombres llegan a su límite después de más o menos unos treinta días de continua tensión en las condiciones del combate moderno. Los que son más impresionables que el promedio sucumben en sólo quince días. Los más duros que el promedio pueden resistir unos cuarenta y cinco y hasta cincuenta días. Fuertes o débiles, todos acaban derrumbándose a la larga. Todos, es decir, todos aquellos inicialmente sanos. Porque, de modo bastante irónico, los únicos que pueden resistir indefinidamente la tensión de la guerra moderna son los psicopáticos. La locura individual es inmune a todas las consecuencias de la locura colectiva.
El hecho de que todo individuo tiene su punto de rotura ha sido conocido y, de un modo tosco y nada científico, explotado desde tiempo inmemorial. En algunos casos, la inhumanidad del hombre para el hombre ha sido inspirada por el amor a la crueldad como crueldad, a su horrible y fascinante naturaleza. Sin embargo, ha sido más frecuente que el puro sadismo fuera mitigado por el utilitarismo, la teología o las razones de Estado. Entre los que han infligido la tortura y otras formas de tensión figuran los hombres de leyes para soltar las lenguas de testigos renuentes, los sacerdotes para castigar a los heterodoxos e inducirlos a cambiar de opinión y la policía secreta para obtener confesiones de personas consideradas hostiles al gobierno. Bajo Hitler, se aplicó la tortura, seguida del exterminio en masa, a esos herejes biológicos que eran, para Hitler, los judíos. Para un joven nazi, un período de servicio en los Campos de Exterminio era, según las palabras de Himmler, «el mejor adoctrinamiento sobre los seres inferiores y las razas subhumanas». Como el antisemitismo que Hitler había adquirido de joven en los barrios bajos de Viena tenía un carácter obsesivo, este resurgimiento de los métodos empleados por el Santo Oficio contra herejes y brujas era inevitable. Pero, a la luz de las conclusiones de Pavlov y del conocimiento adquirido por los psiquiatras en el tratamiento de las neurosis de guerra, parece un odioso y grotesco anacronismo. Cabe crear tensiones lo bastante grandes para provocar un completo derrumbamiento cerebral con métodos que, si bien odiosamente inhumanos, distan mucho de la tortura física.
Sea lo que fuere lo ocurrido en años anteriores, parece cierto que la policía comunista no emplea actualmente la tortura de un modo extensivo. Se inspira no en el Inquisidor ni en el miembro de las S.S., sino en el fisiólogo y sus animales de laboratorio metódicamente acondicionados. Para el dictador y sus policías, las conclusiones de Pavlov tienen importantes aplicaciones prácticas. Si es posible quebrantar el sistema nervioso central de los perros, otro tanto puede hacerse con el sistema nervioso central de los presos políticos. Se trata simplemente de aplicar la adecuada cantidad de tensión durante el lapso adecuado. Al término del tratamiento el preso estará en un estado de neurosis o histeria y dispuesto a confesar cuanto sus apresadores deseen que confiese.
Pero la confesión no es suficiente. Un neurótico incurable no tiene utilidad para nadie. Lo que un dictador inteligente y práctico necesita no es un paciente que deba ser recluido en una institución o una víctima a la que haya que fusilar, sino un converso que trabaje para la Causa. Recurriendo de nuevo a Pavlov, se entera de que, en su marcha hacia el derrumbamiento final, los perros se hacen más que normalmente impresionables. Es posible inculcar nuevas normas de conducta mientras el perro está en el linde de su resistencia cerebral o cerca de él. Y al parecer estas nuevas normas de conducta son de imposible desarraigo. El animal en el que han sido implantadas no puede ser desacondicionado: lo que ha aprendido bajo la tensión subsistirá como parte integrante de su formación.
Hay muchas maneras de producir tensiones psicológicas. Los perros quedan trastornados cuando los estímulos son desusadamente fuertes; cuando el intervalo entre el estímulo y la réplica habitual se prolonga indebidamente y el animal queda en suspenso; cuando el cerebro se sume en la confusión con estímulos que chocan con lo que el perro ha aprendido a esperar; cuando los estímulos no tienen sentido en relación con los establecidos puntos de referencia de la víctima. Además, se ha comprobado que la deliberada inducción de miedo, ira o ansiedad aumenta notablemente la impresionabilidad del perro. Si estas emociones se mantienen a un alto nivel de intensidad por un tiempo lo bastante prolongado, el cerebro «va a la huelga». Cuando sucede esto, cabe implantar nuevas normas de conducta con suma facilidad.
Entre las tensiones físicas que aumentan la impresionabilidad del perro figuran el cansancio, las heridas y todas las formas de enfermedad.
Para un aspirante a dictador, estas conclusiones tienen importantes aplicaciones prácticas. Prueban, por ejemplo, que Hitler tenía mucha razón cuando sostenía que las concentraciones nocturnas eran más efectivas que las concentraciones de día. Durante el día, escribió, «el poder de voluntad del hombre se revela con la máxima energía contra cualquier intento de imponerle la voluntad y la opinión de otros. Por la noche, sucumbe más fácilmente ante la fuerza dominante de una voluntad más vigorosa».
Pavlov hubiera estado de acuerdo con él; el cansancio aumenta la impresionabilidad. (Tal es la razón, entre otras, de que los patrocinadores comerciales de los programas de televisión prefieran las horas de la noche y estén dispuestos a apoyar esta preferencia con dinero efectivo.)
La enfermedad es todavía más efectiva que el cansancio para intensificar la impresionabilidad. En el pasado, las habitaciones de los enfermos fueron el escenario de innumerables conversiones. El dictador científicamente adiestrado del futuro proveerá a todos los hospitales de sus dominios con instalaciones de sonido y micrófonos de almohada. La persuasión en conserva estará en las ondas las veinticuatro horas del día y los pacientes más importantes serán visitados por sanadores de almas y transformadores de mentalidades de carácter político, exactamente del mismo modo en que sus antepasados eran visitados antaño por sacerdotes, monjas y legos piadosos.
El hecho de que las fuertes emociones negativas tienden a aumentar la impresionabilidad y a facilitar el cambio de sentimientos había sido observado y explotado mucho antes de los días de Pavlov. Como el doctor William Sargent ha señalado en su aleccionador libro Battlefor the Mind, el enorme éxito de John Wesley como predicador se basaba en una comprensión intuitiva del sistema nervioso central. Iniciaba su sermón con una larga y detallada descripción de los tormentos a los que sus oyentes, a menos que se convirtieran, serían indudablemente condenados por toda la eternidad. Luego, cuando el terror y una angustiosa sensación de culpabilidad habían llevado al auditorio al linde de un completo derrumbe cerebral o, en algunos casos, más allá del linde, cambiaba de tono y prometía la salvación a aquellos que creyeran y se arrepintieran. Con esta clase de predicación, Wesley convirtió a miles de hombres, mujeres y niños. El miedo intenso y prolongado los deprimía y creaba en ellos un estado de impresionabilidad muy intensificada. En este estado se inclinaban a aceptar sin discutir los pronunciamientos teológicos del predicador. Al cabo de lo cual se los reintegraba con palabras de consuelo y salían de la prueba con normas de conducta nuevas y generalmente mejores, implantadas sin desarraigo posible en sus mentes y sistemas nerviosos.
La efectividad de la propaganda política y religiosa depende de los métodos que se empleen, no de las doctrinas que se enseñen. Estas doctrinas pueden ser verdaderas o falsas, saludables o perniciosas; ello importa poco o no importa nada. Si se adoctrina en la forma adecuada y durante la conveniente fase de agotamiento nervioso, se obtendrán los resultados que se buscan. En condiciones favorables, no hay prácticamente nadie que no pueda ser convertido a cualquier cosa.
Poseemos detalladas descripciones de los métodos utilizados por la policía comunista en sus tratos con los presos políticos. Desde el momento en que es detenida, la víctima queda sometida a muchas clases de tensiones físicas y psicológicas. Mal alimentada y con una incomodidad extrema, sólo se le permite dormir unas cuantas horas cada noche. Y todo el tiempo está en suspenso, en la incertidumbre y con una aprensión aguda. Día tras día —o mejor dicho noche tras noche, pues estos policías pavlovianos saben el valor del cansancio como intensificador de la impresionabilidad—, se la interroga, frecuentemente durante muchas horas seguidas, por investigadores que hacen cuanto pueden para asustarla, confundirla y desconcertarla. Al cabo de unas cuantas semanas o meses de este tratamiento, el cerebro se declara en huelga y el preso confiesa cualquier cosa que sus apresadores deseen que confiese. Luego, si ha de ser convertido y no fusilado, se le ofrece el consuelo de la esperanza. Basta que acepte la verdadera fe para que se salve, no, desde luego, en la otra vida (pues la otra vida oficialmente no existe), sino en ésta.
Aunque mucho menos radicales, se emplearon métodos análogos con los prisioneros de guerra durante el conflicto de Corea. En los campos chinos, los jóvenes cautivos occidentales quedaron sometidos sistemáticamente a la tensión. La más insignificante infracción de los reglamentos bastaba para que el culpable fuera llevado al despacho del comandante, donde se lo interrogaba, intimidaba y se le infligía una humillación pública. El proceso se repetía una y otra vez, a cualquier hora del día o de la noche. Este acoso continuo producía en las víctimas una sensación de desconcierto y ansiedad crónica. Con objeto de intensificar la sensación de culpa, se hacía que los prisioneros escribieran y volvieran a escribir, cada vez con detalles más íntimos, largas reseñas autobiográficas de sus insuficiencias. Y una vez hecha la confesión de sus propios pecados, se los invitaba a que confesaran los pecados de sus compañeros. La finalidad era crear en el campo una sociedad de pesadilla, en la que todos se espiaran y denunciaran mutuamente. A estas tensiones mentales se agregaban las tensiones físicas de la mala alimentación, la incomodidad y la enfermedad. La incrementada impresionabilidad así inducida era hábilmente explotada por los chinos, quienes vertían en estas mentes anormalmente receptivas grandes dosis de literatura procomunista y anticapitalista. Estas técnicas pavlovianas tuvieron mucho éxito. Uno de cada siete prisioneros norteamericanos fue culpable, según se nos dice oficialmente, de grave colaboración con las autoridades chinas; uno de cada tres lo fue de colaboración técnica.
No debe suponerse que los comunistas reservan esta clase de tratamiento exclusivamente para sus enemigos. Los jóvenes propagandistas viajeros, cuya misión durante los primeros años del nuevo régimen fue actuar como misioneros y organizadores comunistas en los innumerables pueblos y aldeas de China, tuvieron que seguir un curso de adoctrinamiento mucho más intenso que aquél al que fuera sometido nunca un prisionero de guerra. En su China under Communism, R. L. Walker describe los métodos que emplean los jefes del partido para obtener de hombres y mujeres ordinarios los miles de abnegados fanáticos que se precisan para difundir el evangelio del comunismo y llevar a la práctica los planes comunistas. Conforme a este sistema de adiestramiento, la materia prima humana es llevada a campos especiales, donde los educandos quedan completamente aislados de sus amigos, sus familias y el mundo exterior en general. En estos campos, han de realizar un agotador trabajo físico y mental; nunca están solos, siempre en grupos; se los alienta a espiarse mutuamente; se les reclama autobiografías en que se acusan a sí mismos; viven con un miedo crónico de la terrible suerte que pueden correr por lo que haya dicho de ellos cualquier denunciante o por lo que ellos mismos hayan confesado. En este estado de intensificada impresionabilidad, se les da un curso intensivo de marxismo teórico y aplicado, un curso con exámenes en los que el fracaso puede significar cualquier cosa, desde la expulsión ignominiosa hasta un período en un campo de trabajos forzados e inclusive la liquidación. Al cabo de seis meses de una cosa así, la prolongada tensión mental y física produce los resultados que las conclusiones de Pavlov permitirían a cualquiera esperar. Uno tras otro o en grupos enteros, los educandos se derrumban. Hacen su aparición síntomas neuróticos e histéricos. Algunas de las víctimas se suicidan, otras (hasta un veinte por ciento del total, según se nos dice) adquieren una grave enfermedad mental. Los que sobreviven a los rigores del tratamiento de conversión surgen con nuevas normas de conducta de imposible desarraigo. Han quedado cortados todos sus lazos —amigos, familia, decoros y piedades tradicionales— con el pasado. Son nuevos hombres, re-creados a la imagen de su nuevo dios y totalmente dedicados a su servicio[4].
Por todo el mundo comunista, cientos de centros de acondicionamiento producen cada año decenas de miles de estos disciplinados y fervorosos jóvenes. Estos productos de un adiestramiento más científico y todavía más duro están haciendo actualmente —y sin duda lo continuarán haciendo— por los partidos comunistas de Europa, Asia y África lo mismo que hicieron los jesuitas por la Iglesia Católica de la Contrarreforma.
Al parecer, Pavlov fue en política un anticuado liberal. Pero, por extraña ironía del destino, sus investigaciones y las teorías que basó en ellas han terminado creando un gran ejército de fanáticos dedicados en alma y vida, con sus reflejos y su sistema nervioso, a la destrucción del liberalismo a la antigua, allí donde pueda encontrarse.
El lavado de cerebros, tal como se practica ahora, es una técnica híbrida que depende para su eficacia en parte del empleo sistemático de la violencia y en parte de una hábil manipulación psicológica. Representa la tradición de 1984 en camino de convertirse en la tradición de Un Mundo Feliz. Bajo una dictadura de larga data y bien regulada, nuestros métodos corrientes de manipulación semiviolenta han de parecer sin duda absurdamente toscos. Acondicionado desde la más temprana infancia (y tal vez también biológicamente predestinado), el individuo medio de las castas medias e inferiores no necesitará nunca la conversión, ni siquiera un curso de repaso en la verdadera fe. Los miembros de la casta más alta tendrán que poseer capacidad para imaginarse nuevas ideas en réplica a nuevas situaciones; en consecuencia, su preparación será mucho menos rígida que la impuesta a aquéllos cuya misión no es razonar por qué, sino meramente obrar y morir con el menor ruido posible. Pero estos individuos de la casta superior serán miembros de una especie indómita: la de los adiestradores y guardianes, sólo muy levemente acondicionados, de un vasto rebaño de animales de una completa domesticidad. Por su mismo carácter, existirá la posibilidad de que se hagan herejes o rebeldes. Cuando esto suceda, tendrán que ser liquidados, sometidos a un lavado de cerebro que los devuelva a la ortodoxia o (como en Un Mundo Feliz) desterrados a una isla, donde ya no crearán conflictos, salvo los que se creen mutuamente. Sin embargo, el acondicionamiento universal de los niños y las demás técnicas de manipulación y regulación distan todavía unas cuantas generaciones en lo futuro. En el camino que lleva al Mundo Feliz, nuestros gobernantes tendrán que confiar en las técnicas provisionales y de transición del lavado de cerebros.