Jefferson escribió: «Las doctrinas de Europa consistían en que los hombres que integran asociaciones nutridas no pueden ser mantenidos dentro de los límites del orden y la justicia, salvo por fuerzas físicas y morales que les son impuestas por autoridades independientes de la voluntad de ellos mismos… Nosotros (los fundadores de la nueva democracia norteamericana) creemos que el hombre es un animal racional, dotado por la naturaleza de derechos y con un innato sentido de la justicia, y que puede ser apartado del mal y protegido en derecho por poderes moderados confiados a personas que elija él mismo y que serán mantenidas en sus deberes por su dependencia de la voluntad de quien las ha elegido.» Para los oídos posfreudianos, esta clase de lenguaje parece conmovedoramente curioso e ingenuo. Los seres humanos son mucho menos racionales e innatamente justos de lo que los optimistas del siglo XVIII suponían. En cambio, no son tan moralmente ciegos ni tan irremediablemente poco razonables como los pesimistas del XX nos lo harían creer. A pesar del Id y de lo Inconsciente, a pesar de la neurosis endémica y del predominio de un bajo IQ, la mayoría de los hombres y mujeres son probablemente lo bastante decentes y razonables para que se les confíe la dirección de sus propios destinos.
Las instituciones democráticas son expedientes para conciliar el orden social con la libertad y la iniciativa individuales y para someter el poder inmediato de los gobernantes de un país al poder último de los gobernados. El hecho de que en Europa occidental y los Estados Unidos estos expedientes hayan funcionado, en su conjunto, no del todo mal es prueba suficiente de que los optimistas del siglo XVIII no estaban completamente equivocados. Si se les da la debida oportunidad, los seres humanos pueden gobernarse a sí mismos e inclusive gobernarse mejor, aunque tal vez con menos eficiencia mecánica, que como pueden ser gobernados por «autoridades independientes de su voluntad». Si se les da, repito, la debida oportunidad, porque la debida oportunidad es un prerrequisito indispensable. No se puede decir de ningún pueblo que ha tenido la debida oportunidad de hacer funcionar las instituciones democráticas si ha pasado bruscamente de un estado de sumisión bajo el gobierno de un déspota a un estado de independencia política completamente desconocido. Por otra parte, ningún pueblo en una precaria condición económica tiene la debida oportunidad de gobernarse democráticamente. El liberalismo florece en una atmósfera de prosperidad y declina a medida que la declinación de la prosperidad hace necesario que el gobierno intervenga cada vez más frecuente y radicalmente en los asuntos de sus gobernados. El exceso de población y el exceso de organización son dos condiciones que, como lo he señalado ya, privan a una sociedad de la debida oportunidad para hacer que las instituciones democráticas funcionen con eficacia. Vemos, pues, que hay ciertas condiciones históricas, económicas, demográficas y tecnológicas que hacen muy difícil que los animales racionales de Jefferson, dotados por la naturaleza de inalienables derechos y de un sentido innato de la justicia, ejerzan su razón, sostengan sus derechos y actúen justamente dentro de una sociedad democráticamente organizada. Nosotros, los de Occidente, hemos tenido muchísima suerte al haber contado con la debida oportunidad para hacer el gran experimento de gobierno democrático. Por desgracia, se diría que, a causa de recientes cambios en nuestras circunstancias, se nos está privando poco a poco de esta debida oportunidad infinitamente preciosa. Y esto, desde luego, no es todo. Esas ciegas fuerzas impersonales no son los únicos enemigos de la libertad individual y de las instituciones democráticas. Hay también fuerzas de otro carácter menos abstracto, fuerzas que pueden ser deliberadamente utilizadas por individuos ambiciosos de poder cuya finalidad sea establecer un dominio parcial o completo sobre sus semejantes. Hace cincuenta años, cuando yo era un chico, parecía de una evidencia completa que los malos tiempos habían terminado, que la tortura, la matanza, la esclavitud y la persecución de herejes eran cosas del pasado. Entre personas que llevaban sombreros de copa, viajaban en trenes y se bañaban todas las mañanas, horrores así parecían inimaginables. Al fin y al cabo, estábamos viviendo en el siglo XX. Unos cuantos años después, estas personas que se bañaban a diario e iban a la iglesia con sombrero de copa estaban cometiendo atrocidades en una escala no soñada por los descarriados africanos y asiáticos. Si tenemos en cuenta la historia reciente, es estúpido suponer que cosas así no pueden ocurrir de nuevo. Pueden ocurrir de nuevo y, sin duda, ocurrirán. Pero hay ciertas razones para creer que, en el futuro inmediato, los métodos punitivos de 1984 cederán el sitio a los estímulos y manipulaciones del Mundo Feliz.
Hay dos clases de propaganda: la propaganda racional en favor de la acción, que está de acuerdo con el ilustrado interés propio de quienes la hacen y de aquéllos a quienes está dirigida, y la propaganda no racional, que no está de acuerdo con el interés propio de nadie, sino que está dictada, y excitada, por pasiones, ciegos impulsos e inconscientes ansias y temores. En lo que se refiere a las acciones de los individuos, hay móviles más elevados que el ilustrado interés propio, pero, cuando hay que emprender una acción colectiva en las esferas de la política y la economía, el ilustrado interés propio es probablemente el más alto de los móviles efectivos. Si los políticos y sus electores actuaran siempre para promover el interés propio a largo plazo, de ellos mismos o de su país, este mundo sería el paraíso terrenal. Según son las cosas, actúan frecuentemente contra sus propios intereses, meramente para satisfacer sus pasiones menos loables; el mundo, como consecuencia, es un lugar de calamidades. La propaganda en favor de la acción que está de acuerdo con el propio interés ilustrado apela a la razón mediante argumentos lógicos basados en las mejores probanzas disponibles, expuestas sin retaceos y con honradez. La propaganda en favor de la acción dictada por impulsos que están por debajo del propio interés ofrece pruebas falsas, amañadas o incompletas, elude el argumento lógico y trata de influir en sus víctimas mediante la mera repetición de consignas, la furiosa denuncia contra víctimas propiciatorias extranjeras o nacionales y la astuta asociación de las más bajas pasiones con los más altos ideales, de modo que las atrocidades se perpetran en nombre de Dios y la más cínica de las realpolitik se convierte en cuestión de principio religioso y de deber patriótico.
Como dice John Dewey: «Un renacimiento de la fe en la naturaleza humana común, en sus posibilidades en general y en su poder de atenerse a la razón y la verdad en particular es un baluarte más seguro contra el totalitarismo que una demostración de éxito material o una acendrada devoción a tal o cual forma legal o política». El poder de atenernos a la razón y la verdad existe en todos nosotros. Pero, por desgracia, otro tanto sucede con la tendencia a atenernos a la sinrazón y la falsedad, especialmente en esos casos en que la falsedad evoca alguna emoción grata o el recurso a la sinrazón hace vibrar alguna cuerda en las primitivas y subhumanas profundidades de nuestro ser. En ciertas esferas de actividad, los hombres han aprendido a atenerse con mucha consecuencia a la razón y la verdad. Los autores de artículos científicos no apelan a las pasiones de sus colegas, los hombres de ciencia o los técnicos. Exponen lo que, según su leal saber y entender, es la verdad con relación a determinado aspecto de la realidad, utilizan la razón para explicar los hechos que han observado y apoyan su opinión con argumentos dirigidos a la razón de otras personas. Todo esto es muy fácil en las esferas de la ciencia física y la tecnología. Es mucho más difícil en las esferas de la política, la religión y la ética. Aquí, se nos escapan con frecuencia los hechos pertinentes. En cuanto al significado de los hechos, depende, desde luego, del particular sistema de ideas en función del cual optamos por interpretarlos. Y no son éstas las únicas dificultades que afronta quien busca racionalmente la verdad. En la vida pública y privada, sucede con frecuencia que no hay simplemente tiempo para reunir los hechos pertinentes o sopesar su importancia. Nos vemos obligados a actuar con pruebas insuficientes y a una luz mucho menos clara que la de la lógica. Con la mejor voluntad del mundo, no podemos ser siempre completamente exactos o consecuentemente veraces. Lo más que podemos hacer es ser todo lo veraces y racionales que las circunstancias nos lo permitan y responder tan bien como podamos a la limitada verdad y los imperfectos razonamientos que el prójimo presente a nuestra consideración.
Jefferson dijo: «Si una nación espera ser ignorante y libre, espera algo que nunca fue ni nunca será… La gente no puede sentirse segura sin información. Donde la prensa es libre y todos pueden leer, hay seguridad.» En el otro lado del Atlántico, otro fervoroso creyente en la razón pensaba, aproximadamente en la misma época, en términos casi análogos. He aquí lo que John Stuart Mill escribió de su padre, el filósofo utilitarista James Mill: «Tan completa era su confianza en la influencia de la razón sobre las mentes de la humanidad, siempre que se le permitiera llegar hasta ellas, que entendía que todo sería provecho, si toda la población pudiera leer, si se permitiera que se le expusiera de palabra o por escrito todas las opiniones y si, por medio del sufragio, tuviera la posibilidad de elegir a legisladores que llevaran a la práctica las opiniones por ella adoptadas.» ¡Hay seguridad, todo sería provecho! Una vez más oímos la nota del optimismo del siglo XVIII. Jefferson, es cierto, era un realista además de un optimista. Sabía por amarga experiencia que se podía abusar vergonzosamente de la libertad de prensa. «No puede creerse actualmente nada de lo que aparece en un periódico», dijo. Y, sin embargo, insistió (y no podemos menos que estar de acuerdo con él) en que «dentro de la verdad, la prensa es una noble institución, amiga por igual de la ciencia y de la libertad civil». La comunicación en masa, en pocas palabras, no es ni buena ni mala; es simplemente una fuerza y, como toda fuerza, puede ser bien o mal utilizada. Utilizados de un modo, la prensa, la radio y el cine son indispensables para la supervivencia de la democracia. Utilizados de otro modo, figuran entre las armas más poderosas del arsenal de un dictador. En el campo de las comunicaciones en masa, como en casi todo otro campo de actividad, el progreso tecnológico ha perjudicado al Hombre Modesto y ha favorecido al Hombre Poderoso. Hace sólo cincuenta años, todo país democrático podía jactarse de un gran número de pequeños diarios y de periódicos locales. Miles de periodistas expresaban miles de opiniones independientes. En un sitio u otro, casi todo el mundo podía conseguir que le imprimieran poco menos que cualquier cosa. Actualmente, la prensa sigue siendo legalmente libre, pero los pequeños diarios casi han desaparecido. El costo de la pulpa de madera, de la moderna maquinaria de impresión y de la organización noticiosa es demasiado elevado para el Hombre Modesto. En el Este totalitario hay censura política y los medios de comunicación en masa están dominados por el Estado. En el Oeste democrático hay censura económica y los medios de comunicación en masa están dominados por los miembros de la Élite de Poder. La censura por medio de los costos crecientes y la concentración del poder de comunicación en las manos de unas cuantas empresas es menos reprensible que la propiedad del Estado y la propaganda de gobierno, pero, desde luego, no es algo que un demócrata jeffersoniano podría aprobar.
En relación con la propaganda, los antiguos abogados de la instrucción universal y la prensa libre preveían únicamente dos posibilidades: la propaganda podía ser cierta o podía ser falsa. No previeron lo que en realidad ha sucedido, sobre todo en nuestras democracias capitalistas occidentales: el desarrollo de una vasta industria de comunicaciones en masa, interesada principalmente no en lo cierto ni en lo falso, sino en lo irreal, en lo más o menos totalmente fuera de lugar. En pocas palabras, no tuvieron en cuenta el casi infinito apetito de distracciones que tiene el hombre.
En el pasado, la mayoría de las personas nunca tenía una oportunidad de satisfacer plenamente este apetito. Tal vez ansiaran distraerse, pero no había quién les procurara distracciones. La Navidad llegaba una vez al año, las fiestas eran «solemnes y raras», los lectores eran pocos y había poco que leer; lo que más se aproximaba a un cine-teatro de barrio era la iglesia parroquial, donde las representaciones, si bien frecuentes, pecaban un tanto de monótonas. Para encontrar condiciones aun remotamente comparables a las que actualmente prevalecen, tenemos que remontarnos a la Roma imperial, donde se mantenía al populacho de buen humor con frecuentes y gratuitas dosis de muchas clases de diversiones: desde obras teatrales hasta combates de gladiadores, desde declamaciones de Virgilio hasta boxeo libre, desde conciertos hasta revistas militares y ejecuciones públicas. Pero ni en la misma Roma había nada que se pareciera a la distracción ininterrumpida que proporcionan actualmente los diarios y revistas, la radio, la televisión y el cine. En Un Mundo Feliz se utilizan deliberadamente, como parte de un plan, distracciones ininterrumpidas del carácter más fascinante, con el objeto de impedir que la gente dedique una excesiva atención a las realidades de la situación social y política. El mundo de la religión es diferente del otro mundo de la diversión, pero se parecen entre sí en que manifiestamente «no son de este mundo». Los dos son distracciones y, si se vive en ellos demasiado continuamente, uno y otro pueden convertirse según la frase de Marx en el «opio del pueblo» y, por tanto, en una amenaza para la libertad. Sólo quien vigila puede mantener sus libertades y sólo quienes están constante e inteligentemente en sus puestos pueden aspirar a gobernarse efectivamente por procedimientos democráticos. Una sociedad en la que la mayoría pasa la mayor parte de su tiempo no en sus puestos, no aquí, ahora y en un futuro previsible, sino en otro sitio, en los ajenos otros mundos del deporte y de la ópera cómica, de la mitología y la fantasía metafísica, tendrá dificultades para hacer frente a las intrusiones de los dispuestos a manipularla y dominarla.
En su propaganda, los dictadores de hoy confían principalmente en la repetición, la supresión y la racionalización: la repetición de las consignas que desean que sean aceptadas como verdades, la supresión de hechos que desean que sean ignorados y el fomento y racionalización de las pasiones que puedan ser utilizadas en interés del Partido o del Estado. A medida que el arte y la ciencia de la manipulación sean mejor comprendidos, los dictadores del futuro irán aprendiendo sin duda a combinar estas técnicas con las distracciones ininterrumpidas que, en el Oeste, amenazan actualmente con ahogar en un mar de cosas fuera de propósito la propaganda racional que es esencial para el mantenimiento de la libertad individual y la supervivencia de las instituciones democráticas.