El camino más corto y ancho a la pesadilla del Mundo Feliz pasa, como lo he señalado, por el exceso de población y el acelerado aumento en las cifras humanas: dos mil ochocientos millones hoy y cinco mil quinientos millones a fines del siglo, con la mayoría de la humanidad teniendo que optar entre la anarquía y el gobierno totalitario. Pero la creciente presión del número sobre los recursos disponibles no es la única fuerza que nos impulsa en dirección al totalitarismo. Este ciego enemigo de la libertad está aliado con fuerzas inmensamente poderosas generadas por esos mismos progresos de la tecnología que más nos enorgullecen. Cabría añadir que más nos enorgullecen con justicia, ya que estos progresos son los frutos del genio y del duro trabajo tenaz, de la lógica, la imaginación y la abnegación, es decir, de virtudes morales e intelectuales por las que sólo admiración se puede sentir. Pero las cosas son de tal modo que nadie en este mundo obtiene nada gratuitamente. Tenían que ser pagados estos avances asombrosos y admirables. De hecho, como sucede con el lavarropas del año último, los estamos pagando todavía y cada plazo es mayor que el anterior. Muchos historiadores, sociólogos y psicólogos han escrito largo y tendido y con honda preocupación acerca del precio que el hombre occidental ha tenido que pagar y tendrá que seguir pagando por el progreso tecnológico. Señalan, por ejemplo, que la democracia difícilmente puede florecer en sociedades donde el poder político y económico se concentra y centraliza progresivamente. Y he aquí que el progreso de la tecnología ha llevado y sigue llevando todavía a esa concentración y centralización del poder. A medida que la maquinaria de la producción en masa se hace más eficiente tiende a ser más compleja y más costosa y, por tanto, menos asequible para el hombre de empresa de medios limitados. Además, la producción en masa no puede funcionar sin una distribución en masa y, por otra parte, la distribución en masa plantea problemas que sólo los más grandes productores pueden resolver satisfactoriamente. En un mundo de producción en masa y distribución en masa, el Hombre Modesto, con su insuficiente capital, está en seria desventaja. En la competencia con el Hombre Poderoso, pierde su dinero y finalmente su misma existencia como productor independiente: el Hombre Poderoso se lo ha tragado. A medida que los Hombres Modestos desaparecen, un número de hombres cada vez más reducido maneja un poder económico cada vez mayor. Bajo una dictadura, la Gran Empresa, hecha posible por el avance de la tecnología y la consiguiente ruina de la Pequeña Empresa, suele ser gobernada por el Estado, es decir, por un reducido grupo de jefes de partido y los soldados, policías y funcionarios públicos que cumplen sus órdenes. Una democracia capitalista, como la de los Estados Unidos, suele ser gobernada por lo que el profesor C. Wright Mills ha llamado la Élite del Poder. Esta Élite del Poder procura directamente ocupación en sus fábricas, oficinas y comercios a varios millones de los trabajadores del país, domina a muchos millones más prestándoles dinero para la compra de lo que ella produce y, como dueña de los medios de comunicación en masa, influye en el pensar, el sentir y el obrar de virtualmente todo el mundo. Parodiando la frase de Winston Churchill, podríamos decir que nunca tantos han sido tan manipulados por tan pocos. Estamos realmente muy lejos del ideal de Jefferson de una sociedad genuinamente libre compuesta de una jerarquía de unidades autónomas: «las repúblicas elementales de los barrios o poblados, las repúblicas de condado, las repúblicas estatales y la República de la Unión, formando un escalonamiento de autoridades».
Vemos, pues, que la tecnología moderna ha llevado a la concentración del poder económico y político y al desarrollo de una sociedad gobernada (implacablemente en los Estados totalitarios y cortés e invisiblemente en las democracias) por la Gran Empresa y el Gran Gobierno. Pero las sociedades están compuestas de individuos y son buenas únicamente en la medida en que ayudan a los individuos a realizarse conforme a sus potencialidades y a lograr una vida feliz y fecunda. ¿Qué repercusión han tenido los avances tecnológicos de los últimos años en los individuos? He aquí cómo responde a esta pregunta un filósofo psiquiatra, el doctor Erich Fromm: «Nuestra sociedad occidental contemporánea, a pesar de su progreso material, intelectual y político, ayuda cada vez menos a la salud mental y tiende a socavar la seguridad interior, la felicidad, la razón y la capacidad para el amor del individuo; tiende a convertirlo en un autómata que paga su frustración como ser humano con trastornos mentales crecientes y una desesperación que se oculta bajo un frenético afán de trabajo y supuestos placeres.»
Nuestros «crecientes trastornos mentales» pueden manifestarse en síntomas neuróticos. Estos síntomas son claros y causan una zozobra extrema. Pero «huyamos —dice el doctor Fromm— de definir la higiene mental como la prevención de los síntomas. Los síntomas no son como tales nuestro enemigo, sino nuestro amigo; donde hay síntomas hay conflicto y el conflicto siempre indica que las fuerzas vitales que luchan por la integración y la felicidad siguen combatiendo todavía». Donde cabe hallar a las víctimas realmente incurables de la enfermedad mental es entre quienes parecen los más normales. «Muchos de ellos son normales porque se han ajustado muy bien a nuestro modo de existencia, porque su voz humana ha sido acallada a edad tan temprana de sus vidas que ya ni siquiera luchan, padecen o tienen síntomas, en contraste con lo que al neurótico sucede.» Son normales, no en lo que podría llamarse el sentido absoluto de la palabra, sino únicamente en relación con una sociedad profundamente anormal. Su perfecta adaptación a esa sociedad anormal es una medida de la enfermedad mental que padecen. Estos millones de personas anormalmente normales, que viven sin quejarse en una sociedad a la que, si fueran seres humanos cabales, no deberían estar adaptados, todavía acarician «la ilusión de la individualidad», pero de hecho han quedado en gran medida desindividualizados. Su conformidad está derivando hacia algo que se parece a la uniformidad. Pero «uniformidad y libertad son incompatibles. Uniformidad y salud mental son incompatibles también… El hombre no está hecho para ser un autómata y, si se convierte en tal, la base de la salud mental queda destruida».
En el curso de la evolución, la naturaleza se ha tomado muchísimo trabajo para que todo individuo sea distinto de cualquier otro individuo. Nos reproducimos poniendo en contacto los genes del padre con los de la madre. Estos factores hereditarios pueden combinarse en un número de modos casi infinito. Física y mentalmente, cada uno de nosotros es único. Cualquier cultura que en interés de la eficiencia o en nombre de cualquier dogma político o religioso trate de uniformar al individuo humano comete un ultraje contra la naturaleza biológica del hombre.
La ciencia puede ser definida como la reducción de la multiplicidad a la unidad. Trata de explicar los infinitamente diversos fenómenos de la naturaleza pasando por alto el carácter único de los acontecimientos particulares, concentrándose en lo que tienen de común y, finalmente, abstrayendo una u otra clase de «ley», en función de la cual esos acontecimientos adquieren un sentido y pueden ser efectivamente tratados. Como ejemplos: las manzanas caen del árbol y la luna se mueve a través del cielo. La gente ha estado observando estos hechos desde tiempo inmemorial. Con Gertrude Stein, estaba convencida de que una manzana es una manzana, mientras que la luna es la luna. Iba a ser Isaac Newton quien advirtiera lo que estos fenómenos muy disímiles tenían de común y formulara una teoría de la gravitación en función de la cual ciertos aspectos del comportamiento de las manzanas, de los cuerpos celestes y, en realidad, de todo lo demás en el universo físico podían ser explicados y tratados de acuerdo con un solo sistema de ideas. Con el mismo espíritu, el artista toma las innumerables diversidades y unicidades del mundo exterior y su propia imaginación y les procura un sentido dentro de un ordenado sistema de módulos plásticos, literarios o musicales. El deseo de imponer el orden a la confusión y de obtener armonía de la disonancia y unidad de la multiplicidad es una especie de instinto intelectual, un prurito primordial y fundamental de la mente. En las esferas de la ciencia, el arte y la filosofía, los resultados de lo que yo llamaría esta «Voluntad de Orden» son en su mayor parte benéficos. Verdad es que la Voluntad de Orden ha producido muchas síntesis prematuras basadas en pruebas insuficientes, muchos absurdos sistemas de metafísica y teología, muchas pedantes asunciones de ideas por realidades, de símbolos y abstracciones por datos de experiencia inmediata. Pero estos errores, lamentables, desde luego, no hacen mucho daño, por lo menos directamente, aunque a veces un mal sistema filosófico puede dañar indirectamente, si es utilizado como justificación de actos insensatos e inhumanos. Es en la esfera social, en el campo de la política y la economía, donde la Voluntad de Orden se hace realmente peligrosa.
En este caso, la reducción teórica de una multiplicidad ingobernable a una unidad comprensible se convierte en la reducción práctica de la diversidad humana a una subhumana uniformidad, de la libertad a la servidumbre. En política, el equivalente de la aplicación completa de una teoría científica o de un sistema filosófico es una dictadura totalitaria. En economía, el equivalente de una obra de arte bellamente compuesta es la fábrica de funcionamiento perfecto en la que los trabajadores están perfectamente ajustados a las máquinas. La Voluntad de Orden puede convertir en tiranos a quienes meramente aspiran a salir de un lío. La belleza de la pulcritud suele ser utilizada como una justificación del despotismo.
La organización es indispensable, pues la libertad existe y tiene sentido únicamente dentro de una comunidad autorregulada de individuos que cooperen libremente. Pero, aunque indispensable, la organización también puede ser fatal. La organización excesiva transforma a hombres y mujeres en autómatas, sofoca el espíritu creador y suprime la misma posibilidad de la libertad. Como de costumbre, la única fórmula segura es la del término medio, entre los extremos del laissez faire y de la regulación absoluta.
Durante el pasado siglo, los sucesivos avances en tecnología han estado acompañados por correspondientes avances en organización. La maquinaria complicada tenía que ser hermanada con complicados arreglos sociales, destinados a un funcionamiento tan sin tropiezos y eficiente como los nuevos instrumentos de producción. Con el objeto de encajar en estas organizaciones, los individuos han tenido que desindividualizarse, renunciando a su diversidad nativa y teniendo que ajustarse a módulos uniformes; es decir, han tenido que hacer todo lo posible para convertirse en autómatas.
Los deshumanizadores efectos del exceso de organización están reforzados por los deshumanizadores efectos de la población excesiva. A medida que se desarrolla, la industria atrae hacia las grandes ciudades a un número de personas siempre en aumento. Pero la vida en las grandes ciudades no es propicia para la salud mental (donde se registran los más altos índices de esquizofrenia es, según se nos dice, entre la pululante población de los barrios obreros); tampoco fomenta esa especie de libertad responsable dentro de pequeños grupos autónomos que es la condición primera de una democracia genuina. La vida urbana es anónima y, como si dijéramos, abstracta. Las personas se relacionan entre sí, no como personalidades totales, sino como encarnaciones de funciones económicas o, cuando no están trabajando, como irresponsables buscadores de diversiones. Sometidos a esta clase de vida, los individuos tienden a sentirse solos e insignificantes. Su existencia deja de tener sentido o significado.
En términos biológicos, el hombre es moderadamente gregario, no un animal completamente social; es un ser, por ejemplo, más como el lobo o el elefante que como la abeja o la hormiga. En su forma original, las sociedades humanas no se parecían a la colmena o el hormiguero; eran meras manadas. La civilización es, entre otras cosas, el proceso por el que las primitivas manadas se transforman en una analogía, tosca y mecánica, de las comunidades orgánicas de los insectos sociales. Actualmente, las presiones del exceso de población y del cambio tecnológico están acelerando este proceso. El termitero ha llegado a ser un ideal realizable y, a los ojos de algunos, deseable. Sobra decir que es un ideal que nunca se realizará. Hay un abismo entre el insecto social y el mamífero no muy gregario y de cerebro grande; aun en el caso de que el mamífero hiciera todo lo posible para imitar al insecto, el abismo subsistiría. Por mucho que lo intenten, los hombres no pueden crear un organismo social; lo único que pueden crear es una organización. En el intento de crear un organismo, crearán únicamente un despotismo totalitario.
Un Mundo Feliz presenta un cuadro imaginativo y un tanto pícaro de una sociedad en la que el intento de recrear seres humanos con un parecido a los termes ha sido llevado casi a los límites de lo posible. Que estamos siendo empujados hacia el Mundo Feliz es evidente. Pero no es menos evidente el hecho de que podemos, si así lo deseamos, negarnos a cooperar con las ciegas fuerzas que nos están empujando. Por el momento, sin embargo, el deseo de resistir no parece muy fuerte o muy difundido. Según lo ha mostrado el señor William Whyte en su notable libro The Organization Man, nuestro sistema ético tradicional, el sistema en el que lo primordial es el individuo, está siendo reemplazado por una nueva Ética Social. Las palabras clave de esta Ética Social son «ajuste», «adaptación», «conducta socialmente orientada», «pertenencia», «adquisición de aptitudes sociales», «trabajo de equipo», «vida de grupo», «lealtad de grupo», «dinámica de grupo», «ideología de grupo», «creatividad de grupo». Su supuesto básico es que el conjunto social vale más y tiene más importancia que sus partes individuales, que las diferencias biológicas natas tienen que ser sacrificadas en aras de la uniformidad cultural, que los derechos de la colectividad tienen precedencia sobre lo que el siglo XVIII llamaba los Derechos del Hombre. Según la Ética Social, Jesús estaba completamente equivocado al afirmar que el sábado estaba hecho para el hombre. Al contrario, el hombre estaba hecho para el sábado; debe sacrificar sus idiosincrasias heredadas y esforzarse por ser esa buena persona socialmente adaptable que los organizadores de la actividad del grupo consideran ideal para sus fines. Este hombre ideal es el hombre que exhibe una «conformidad dinámica» —¡qué expresión más deliciosa!— y una intensa lealtad al grupo, un inquebrantable deseo de subordinarse, de pertenecer. Y el hombre ideal debe tener una esposa ideal, muy gregaria, infinitamente adaptable y no meramente resignada a que su marido sea leal ante todo a la Empresa, sino activamente leal por propia cuenta. «El para Dios únicamente; ella para Dios en él», como dice Milton de Adán y Eva. Y, en un importante aspecto, la esposa del hombre ideal de organización resulta mucho más menoscabada que nuestra Primera Madre. El Señor permitía a Eva y Adán que no tuvieran inhibición alguna en lo referente al «retozo juvenil».
Ni apartado Adán de su bella esposa,
pienso, ni Eva privada del misterio
que el amor conyugal guarda en sus ritos.
Hoy, según un colaborador de la Harvard Business Review, la esposa del hombre que trata de mantenerse a tono con el ideal propuesto por la Ética Social «no debe reclamar una parte excesiva del tiempo y del interés de su marido, porque, a causa de la exclusiva concentración de éste en su tarea, hasta su actividad sexual debe quedar relegada a un lugar secundario». El monje hace votos de pobreza, obediencia y castidad. El hombre de organización está autorizado a ser rico, pero promete obediencia («acepta la autoridad sin resentimiento y respeta a sus superiores»: Mussolini ha sempre ragione) y debe estar dispuesto, para mayor gloria de la organización que lo emplea, a abjurar inclusive del amor conyugal[2].
Vale la pena señalar que, en 1984, los miembros del Partido están obligados a ajustarse a una ética sexual de una severidad más que puritana. En Un Mundo Feliz, en cambio, se les permite ceder a sus impulsos sexuales sin estorbo ni obstáculo. La sociedad descrita en la fábula de Orwell es una sociedad permanentemente en guerra, y la finalidad de sus gobernantes es en primer lugar, desde luego, ejercer el poder por la delicia de ejercerlo y, en segundo término, mantener a los gobernados en ese estado de tensión constante que un estado de guerra constante exige a los que la libran. Con su cruzada contra la sexualidad, los jefes pueden mantener la tensión necesaria en sus seguidores y, al mismo tiempo, satisfacer sus ansias de poder de un modo sumamente grato. La sociedad descrita en Un Mundo Feliz es un Estado mundial en el que la guerra ha sido eliminada y la finalidad primera de los gobernantes es evitar a cualquier costo que los gobernados provoquen conflictos. Logran esto legalizando (entre otros métodos) cierto grado de libertad sexual (hecha posible por la abolición de la familia) que garantiza prácticamente a los ciudadanos del mundo nuevo contra cualquier forma de tensión emocional destructiva (o creadora). En 1984 se satisface el ansia de poder infligiendo daño; en Un Mundo Feliz, infligiendo un placer apenas menos humillante.
La actual Ética Social, resulta evidente, es meramente una justificación en vista de las consecuencias menos deseables del exceso de organización. Representa un intento patético de hacer una virtud de la necesidad, de extraer un valor positivo de unos datos desagradables. Es un sistema de moralidad muy poco realista y, por tanto, muy peligroso. El conjunto social, cuyo valor es considerado superior al de sus partes componentes, no es un organismo en el sentido en que pueden ser considerados un organismo, una colmena o un termitero. Es meramente una organización, una pieza de maquinaria social. Sólo puede haber valor en relación con la vida y la conciencia. Una organización no es un ente consciente ni vivo. Su valor es instrumental y derivativo. No es buena en sí misma; es buena únicamente en la medida en que promueve el bien de los individuos que son partes del conjunto colectivo. Atribuir a las organizaciones precedencia sobre las personas es subordinar los fines a los medios. Lo que sucede cuando los fines son subordinados a los medios fue claramente demostrado por Hitler y Stalin. Bajo su odioso gobierno personal los fines fueron subordinados a los medios organizativos por una mezcla de violencia y propaganda, de terror sistemático y sistemática manipulación de las mentes. En las más eficientes dictaduras del mañana, habrá probablemente mucho menos violencia que bajo Hitler y Stalin. Los gobernados del futuro dictador serán militarizados de modo indoloro por un cuerpo de ingenieros sociales cuidadosamente adiestrado. Un entusiasta abogado de la nueva ciencia escribe: «El problema que encara la ingeniería social de nuestro tiempo es similar al problema que encaraba la ingeniería técnica de hace cincuenta años. Si la primera mitad del siglo XX fue la era de los ingenieros técnicos, la segunda mitad podría ser muy bien la era de los ingenieros sociales.» Y el siglo XXI, supongo yo, será la era de los gobernadores del mundo, del sistema científico de castas y del Mundo Feliz. Se contesta a la pregunta quis custodiet custodes? —¿quién montará la guardia a nuestros guardianes, quién será el ingeniero de los ingenieros?— con una negación lisa y llana de que necesiten fiscalización alguna. Al parecer, entre ciertos doctores en filosofía que son sociólogos, existe la conmovedora creencia de que los doctores en filosofía que son sociólogos jamás serán corrompidos por el poder. Como pasaba con Sir Galahad, su fuerza es la fuerza de diez porque su corazón es puro. Y su corazón es puro porque son hombres de ciencia y han dedicado seis mil horas a los estudios sociales.
Por desgracia, la educación superior no garantiza necesariamente una virtud superior o una superior sabiduría política, y a estos recelos de orden ético y psicológico deben añadirse recelos de un carácter puramente científico. ¿Podemos aceptar las teorías sobre las que los ingenieros sociales basan su práctica y en cuyo nombre justifican sus manipulaciones de los seres humanos? Por ejemplo, el profesor Elton Mayo nos dice categóricamente que «el deseo del hombre de estar asociado continuamente en el trabajo con sus semejantes es una fuerte característica humana, tal vez la más fuerte». Yo me atrevería a decir que esto es manifiestamente inexacto. Algunas personas sienten esa clase de deseo descrita por Mayo; otras, no. Es cuestión de temperamento y de constitución heredada. Cualquier organización social basada en la presunción de que el «hombre» (cualquier «hombre») desea estar continuamente asociado con sus semejantes sería para muchos individuos, hombres y mujeres, un lecho de Procusto. Sólo amputándolos o estirándolos sobre el potro podrían adaptarse a él.
Por otra parte ¡qué románticamente engañadores son los líricos relatos del Medioevo con que muchos teorizantes contemporáneos de las relaciones sociales adornan sus obras! «La pertenencia a un gremio, unas tierras señoriales o una aldea protegía al hombre medieval durante toda su vida y le procuraba paz y serenidad.» ¿Lo protegía de qué?, podríamos preguntar nosotros. Desde luego, no del despreocupado maltrato a manos de sus superiores. Y junto a toda esa «paz y serenidad» hubo, a través de toda la Edad Media, una enorme cantidad de frustración crónica, una infelicidad aguda y un apasionado resentimiento contra el rígido sistema jerárquico que no permitía ningún movimiento vertical por la escala social y que, para aquellos ligados a la tierra, permitía muy poco movimiento horizontal en el espacio. Las fuerzas impersonales del exceso de población y organización y los ingenieros sociales que tratan de dirigir estas fuerzas nos están empujando hacia un nuevo sistema medieval. Esta segunda edición será hecha más aceptable que la original mediante amenidades propias del Mundo Feliz, como el acondicionamiento de la infancia, la enseñanza durante el sueño y la euforia inducida por drogas. Sin embargo, para la mayoría de los hombres y mujeres, seguirá siendo una especie de servidumbre.