En el Mundo Feliz de mi fantasía, la eugenesia y la disgenesia se practicaban sistemáticamente. En una serie de botellas, los huevos biológicamente superiores, fecundados por esperma biológicamente superior, recibían el tratamiento prenatal mejor posible y quedaban finalmente decantados como Betas, Alfas y Alfas Pluses. En otra serie de botellas, mucho más nutrida, los huevos biológicamente inferiores, fecundados por esperma biológicamente inferior, eran sometidos al Tratamiento Bonanovsky (noventa y seis gemelos idénticos de cada huevo) y a operaciones prenatales con alcohol y otros venenos proteínicos. Los seres finalmente decantados aquí eran casi subhumanos, pero podían efectuar trabajos que no reclamaran pericia y, si se los acondicionaba debidamente, calmándolos con un libre y frecuente acceso al sexo opuesto, distrayéndolos constantemente con espectáculos gratuitos y fortaleciendo sus normas de buena conducta con dosis diarias de soma, cabía contar con que no darían trabajo a sus superiores.
Durante esta segunda mitad del siglo XX, no hacemos nada sistemático en cuanto a nuestra procreación, pero, a nuestro modo azaroso y sin regulación no solamente estamos poblando con exceso nuestro planeta, sino que se diría que estamos asegurando que ese mayor número sea también biológicamente más pobre. En los malos tiempos de antaño, rara vez sobrevivían los niños con graves o hasta leves defectos hereditarios. Actualmente, gracias a la sanidad, la farmacología moderna y la conciencia social, la mayoría de los niños nacidos con defectos hereditarios llegan a la madurez y se multiplican. En las condiciones que actualmente prevalecen, cada avance de la medicina tenderá a ser compensado por un correspondiente avance en el índice de supervivencia de los individuos condenados por alguna insuficiencia genética. A pesar de las nuevas drogas maravillosas y de un mejor tratamiento (en realidad, a causa precisamente, en cierto sentido, de todo ello), la salud física de la población en general no mejorará y hasta puede empeorar. Y, junto a una declinación de la salud media, tal vez se produzca también una declinación en el nivel medio de la inteligencia humana. De hecho, algunas competentes autoridades están convencidas de que se ha producido ya, y continúa, una declinación de ese tipo. El doctor W. H. Sheldon escribe: «Bajo condiciones a la vez laxas y desordenadas, nuestras mejores estirpes tienden a quedar dominadas en la procreación por estirpes que son inferiores a ellas en todos los aspectos… Está de moda en algunos círculos académicos asegurar a los estudiantes que la alarma por los índices diferenciales de natalidad carece de fundamento; que estos problemas son meramente económicos, o meramente educativos, o meramente religiosos, o meramente culturales o cualquier cosa parecida. Esto es un optimismo a lo Pollyanna. La delincuencia reproductiva es biológica y básica». Y añade que «nadie sabe con certeza hasta qué punto ha declinado en este país (los Estados Unidos) el IQ medio desde 1916, fecha en que Terman intentó dar con el carácter de módulo el significado del IQ 100»[1].
¿Pueden surgir espontáneamente las instituciones democráticas en un país poco desarrollado y excesivamente poblado, donde cuatro quintos de la población obtienen menos de dos mil calorías diarias y sólo un quinto disfruta de una dieta adecuada? O, si estas instituciones fueran impuestas al país desde afuera o desde arriba, ¿podrían sobrevivir?
Examinemos ahora el caso de una sociedad rica, industrializada y democrática en la que, a causa de la práctica al azar, aunque efectiva, de la disgenesia, el IQ y el vigor físico están declinando. ¿Por cuánto tiempo podrá una sociedad así mantener sus tradiciones de libertad individual y gobierno democrático? Dentro de cincuenta o cien años, nuestros descendientes sabrán ya cómo contestar a esta pregunta.
Entretanto, nosotros nos vemos ante un angustioso problema moral. Sabemos que los buenos fines no justifican el empleo de los malos medios. Pero ¿qué decir de esas situaciones, que ahora se producen con frecuencia, en las que los buenos medios tienen resultados finales que son malos?
Por ejemplo, vamos a una isla tropical y, con la ayuda del DDT, eliminamos las fiebres palúdicas y, en dos o tres años, salvamos cientos de miles de vidas. Esto es evidentemente bueno. Pero los cientos de miles de seres humanos así salvados y los millones que engendrarán y traerán al mundo no pueden ser debidamente vestidos, alojados y educados o siquiera alimentados con los recursos de que la isla dispone. Ha sido abolida la muerte rápida por fiebres, pero la vida se ha hecho mísera a causa de la desnutrición; el atestamiento es ahora la norma y la muerte lenta por el hambre lisa y llana amenaza a un número de personas cada vez mayor.
Y ¿qué decir de los organismos congénitamente insuficientes, a los que nuestra medicina y nuestros servicios sociales preservan en la actualidad, de forma que les permiten propagarse? Ayudar a los infortunados es evidentemente bueno. Pero la transmisión al por mayor a nuestros descendientes de los resultados de mutaciones desfavorables y la progresiva contaminación del fondo común genético al que tendrán que recurrir los miembros de nuestra especie son cosas malas con no menor evidencia. Estamos en los extremos de un dilema ético, y encontrar el término medio exigirá toda nuestra inteligencia y toda nuestra voluntad.