En 1931, cuando fue escrito Un Mundo Feliz, yo estaba convencido de que se disponía todavía de muchísimo tiempo. La sociedad completamente organizada, el sistema científico de castas, la abolición del libre albedrío por el acondicionamiento metódico, la servidumbre hecha aceptable por dosis regulares de bienestar químicamente inducido y las ortodoxias inculcadas en cursos nocturnos de enseñanza durante el sueño eran cosas que venían, desde luego, pero no en mi tiempo, ni siquiera en el tiempo de mis nietos. No recuerdo la fecha exacta de los sucesos registrados en Un Mundo Feliz, pero era alrededor del siglo VI o VII D. F. (después de Ford). Quienes vivíamos en el segundo cuarto del siglo XX de la era de Cristo habitábamos, hay que admitirlo, un mundo horripilante, pero la pesadilla de aquellos años de depresión era radicalmente distinta de la pesadilla del futuro descrita en Un Mundo Feliz. La nuestra era una pesadilla de orden muy inferior; la de los otros, los del siglo VII D. F., era excesiva. En el proceso de pasar de un extremo al otro habría, según yo me imaginaba, un largo intervalo durante el cual el tercio más afortunado de la raza humana sacaría lo más posible de los dos mundos: el desordenado mundo del liberalismo y el excesivamente ordenado Mundo Feliz donde la perfecta eficiencia no dejaba sitio para la libertad o la iniciativa personal.
Veintisiete años después, en este tercer cuarto del siglo XX de la era de Cristo y mucho antes de que termine el siglo I D. F., me siento mucho menos optimista que cuando escribía Un Mundo Feliz. Las profecías que hice en 1931 se están haciendo realidad mucho más pronto de lo que pensé. El bendito intervalo entre el orden insuficiente y la pesadilla del orden excesivo no ha comenzado ni muestra señal alguna de comenzar. En Occidente, es cierto, hombres y mujeres individuales todavía disfrutan de una considerable medida de libertad. Pero hasta en los países que tienen una tradición de gobierno democrático parece que se está desvaneciendo esa libertad y hasta el deseo de esa libertad. En el resto del mundo, la libertad de los individuos ha desaparecido ya o está desapareciendo manifiestamente. La pesadilla de la organización total, que yo situaba en el siglo VII D. F., ha surgido del inocuo y remoto futuro y nos está esperando ahí mismo, a la vuelta de la esquina.
El 1984 de George Orwell fue una proyección aumentada en el futuro de un presente que contenía el stalinismo y un pasado inmediato que había presenciado el florecimiento del nazismo. Un Mundo Feliz fue escrito antes de que Hitler llegara al supremo poder en Alemania y cuando el tirano ruso no se había puesto todavía a caballo. En 1931, el terrorismo sistemático no era todavía el obsesionante hecho contemporáneo en que se convirtió en 1948 y la futura dictadura de mi mundo imaginario era mucho menos brutal que la futura dictadura tan brillantemente descrita por Orwell. En la contextura de 1948, 1984 parecía angustiosamente convincente. Pero, al fin y al cabo, los tiranos son mortales y las circunstancias cambian. Recientes acontecimientos en Rusia y recientes progresos científicos y tecnológicos han quitado al libro de Orwell parte de su horripilante verosimilitud. Una guerra nuclear, desde luego, hará tabla rasa de las predicciones de todo el mundo. Pero, si suponemos por el momento que las Grandes Potencias podrán abstenerse, sea como fuere, de destruirnos, cabe decir que las probabilidades se inclinan actualmente más en favor de algo parecido a Un Mundo Feliz que en favor de algo parecido a 1984.
A la luz de lo que hemos aprendido recientemente acerca del comportamiento animal en general y del comportamiento humano en particular, se ha hecho manifiesto que la regulación mediante el castigo del comportamiento indeseable es menos efectiva, a la larga, que la regulación mediante el apoyo con recompensas al comportamiento deseable, y que el gobierno por el terror funciona, en su conjunto, peor que el gobierno por la manipulación no violenta del ambiente y de las ideas y los sentimientos de los individuos, hombres, mujeres y niños. El castigo pone temporalmente término a la conducta indeseable, pero no suprime permanentemente la tendencia de la víctima a incurrir en esa conducta. Además, las consecuencias psicofísicas del castigo pueden ser tan indeseables como la conducta por la que el individuo ha sido castigado. La psicoterapia ha de dedicarse en buena parte a las consecuencias debilitantes o antisociales de pasados castigos.
La sociedad descrita en 1984 es una sociedad regulada casi exclusivamente por el castigo y el miedo que el castigo inspira. En el mundo imaginario de mi propia fábula, el castigo es poco frecuente y generalmente moderado. El dominio casi perfecto que ejerce el gobierno se logra por el apoyo sistemático a la conducta deseable, por muchas clases de manipulación casi no violenta, tanto físicas como psicológicas, y por la normalización genética. Las criaturas en botellas y la regulación centralizada de la reproducción no son tal vez cosas imposibles, pero es manifiesto que continuaremos siendo todavía por mucho tiempo una especie vivípara que se perpetuará al azar. A los efectos prácticos, podemos prescindir de la normalización genética. Las sociedades seguirán siendo reguladas posnatalmente: por el castigo, como en el pasado, y, en medida cada vez mayor, por los más efectivos métodos de la recompensa y la manipulación científica.
En Rusia, la anticuada dictadura, estilo 1984, de Stalin ha comenzado a ceder el sitio a una forma de tiranía más moderna. En las capas superiores de la sociedad jerárquica soviética, el apoyo a la conducta deseable ha comenzado a reemplazar los más antiguos métodos de regulación mediante el castigo del comportamiento indeseable. Ingenieros, científicos, maestros y administradores obtienen excelentes remuneraciones por el buen trabajo, y soportan impuestos tan moderados que tienen un constante incentivo para hacer todavía mejor las cosas y lograr así aun más altas recompensas. En ciertas zonas, pueden pensar y obrar más o menos como quieran. Sólo los espera el castigo cuando se extravían, más allá de los límites prescritos, en el terreno de la ideología y la política. Si los estudiosos, hombres de ciencia y técnicos rusos han obtenido tan notables triunfos se debe a que se les ha concedido cierta medida de libertad profesional. Quienes viven cerca de la base de la pirámide soviética no disfrutan de ninguno de los privilegios acordados a la minoría afortunada o especialmente dotada. Tienen remuneraciones magras y pagan, en la forma de altos precios, una parte desproporcionadamente grande de los impuestos. La zona en la que pueden obrar a voluntad es muy reducida y sus gobernantes los gobiernan más por el castigo y la amenaza del castigo que por la manipulación no violenta o el apoyo con recompensas a la conducta deseable. El sistema soviético combina elementos de 1984 con elementos que son proféticos de lo que sucedía entre las castas superiores en Un Mundo Feliz.
Entretanto, fuerzas impersonales sobre las que apenas tenemos dominio alguno nos están empujando a todos hacia la pesadilla del Mundo Feliz. Es un empuje impersonal que está siendo acelerado conscientemente por representantes de organizaciones comerciales y políticas que han creado cierto número de nuevas técnicas para manipular, en interés de alguna minoría, las ideas y los sentimientos de las masas. Las técnicas de la manipulación serán estudiadas en capítulos posteriores. Por el momento, fijemos nuestra atención en esas fuerzas impersonales que están haciendo el mundo tan extremadamente inseguro para la democracia, tan verdaderamente inhóspito para la libertad individual. ¿Qué son estas fuerzas? ¿Y por qué la pesadilla proyectada por mí en el siglo VII D. F. ha avanzado tan rápidamente en nuestra dirección? La contestación a estas preguntas debe comenzar donde tiene sus comienzos la vida de hasta la más civilizada de las sociedades: en el campo de la biología.
En el primer día de Navidad, la población de nuestro planeta era de unos doscientos cincuenta millones, es decir, menos que la mitad de la población de la China moderna. Dieciséis siglos después, cuando los Padres Peregrinos desembarcaron en Plymouth Rock, el número de humanos había subido a poco más de quinientos millones. Para cuando se firmó la Declaración de Independencia, la población mundial era ya de setecientos millones y pico. En 1931, cuando yo estaba escribiendo Un Mundo Feliz, andaba cerca de los dos mil millones. Hoy, cerca de treinta años después, hay dos mil ochocientos millones de nosotros. Y mañana ¿qué? La penicilina, el DDT y el agua limpia son artículos baratos, cuyos efectos en la salud pública no guardan proporción alguna con su costo. Hasta el más pobre de los gobiernos es lo bastante rico como para proporcionar a sus gobernados una medida importante de dominio sobre la muerte. Dominar los nacimientos es asunto muy distinto. Regular los fallecimientos es algo que puede ser procurado a todo un pueblo por unos cuantos técnicos a sueldo de un gobierno benévolo. Regular los nacimientos depende, en cambio, de la cooperación de un pueblo entero. Esta regulación debe ser practicada por incontables individuos, a los que se reclama más inteligencia y poder de voluntad de los que poseen la mayoría de los prolíficos analfabetos del mundo, y (allí donde se utilicen contraconceptivos químicos o mecánicos) un gasto de cantidades superiores a las que la mayoría de esos millones pueden destinar a tal fin. Además, no hay en parte alguna tradiciones religiosas en favor de la muerte sin restricciones, mientras que las tradiciones religiosas y sociales en favor de la reproducción sin restricciones están muy difundidas. Por todas estas razones, la regulación de los fallecimientos se consigue muy fácilmente, mientras que la de los nacimientos se logra con suma dificultad. Consiguientemente, los promedios de mortalidad han disminuido en estos últimos años con una brusquedad impresionante. En cambio, los promedios de natalidad han permanecido en su antiguo alto nivel o, si han bajado, han bajado muy poco y muy lentamente. En consecuencia, el número de humanos está aumentando ahora más rápidamente que en cualquier otro momento de la historia de la especie.
Además, los mismos incrementos anuales están aumentando. Aumentan con regularidad, conforme a las reglas del interés compuesto, y también aumentan irregularmente con cada aplicación, por parte de una sociedad técnicamente atrasada, de los principios de la Sanidad. En estos momentos, el aumento anual de la población mundial anda por los cuarenta y tres millones. Esto significa que, cada cuatro años, la humanidad aumenta su número en el equivalente de la actual población de los Estados Unidos y, cada ocho años y medio, en el equivalente de la actual población de la India. Al promedio de aumento prevaleciente entre el nacimiento de Cristo y la muerte de la reina Isabel I de Inglaterra, hicieron falta dieciséis siglos para que la población de la Tierra se duplicara. Al ritmo presente, se duplicará en menos de medio siglo. Y esta duplicación fantásticamente rápida de nuestro número se producirá en un planeta cuyas zonas más deseables y productivas están ya densamente pobladas, cuyos suelos han sido erosionados por los frenéticos esfuerzos de malos agricultores para obtener más alimentos, y cuyo capital mineral de fácil adquisición está siendo despilfarrado con la temeraria prodigalidad de un marinero borracho que se está deshaciendo de sus pagas acumuladas.
En el Mundo Feliz de mi fábula, el problema del número de seres humanos en su relación con los recursos naturales había quedado solucionado de un modo efectivo. Se había calculado una cifra óptima para la población mundial y el número se mantenía en los alrededores de esta cifra (algo inferior a los dos mil millones, si no recuerdo mal) generación tras generación. En el mundo contemporáneo real, el problema de la población no ha sido solucionado. Por el contrario, se está agravando y haciendo más formidable con cada año que pasa. Es con este sombrío telón de fondo biológico como se están representando todos los dramas políticos, económicos, culturales y psicológicos de nuestro tiempo. A medida que avance el siglo XX y que nuevos miles de millones se añadan a los existentes (habrá más de cinco mil quinientos millones de seres humanos para cuando mi nieta cumpla los cincuenta), este telón de fondo biológico avanzará, cada vez más insistente, cada vez más amenazador, hacia el frente y el centro del escenario histórico. El problema de una población en rápido aumento en relación con los recursos naturales, la estabilidad social y el bienestar de los individuos es actualmente el problema central de la humanidad. Seguirá siendo el problema central con toda seguridad por otro siglo y tal vez por varios siglos más. Muchos suponen que el 4 de octubre de 1957 se inició una nueva era. Pero, en realidad, dentro de la contextura presente, toda nuestra exuberante charla posterior al Sputnik no viene al caso y hasta es pura insensatez. En lo que se refiere a las masas de la humanidad, los tiempos que vienen no serán la Era del Espacio; serán la Era de la Superpoblación. Podemos parodiar la letra de una vieja canción y preguntar:
¿Es que el espacio del que tanto tienes
te encenderá el fogón?
¿Es que el dios del espacio se hace cargo
de darle al espetón?
La respuesta, sobra decirlo, es negativa. Una colonia en la Luna tal vez suponga una ventaja militar para la nación que la establezca. Pero no contribuirá en nada a que la vida sea más tolerable, durante los cincuenta años en los que nuestra actual población se duplicará, para los mal alimentados y proliferantes miles de millones de habitantes de la Tierra. Y aun en el supuesto de que, en alguna fecha futura, se haga posible la emigración a Marte, aun en el supuesto de que un número considerable cualquiera de hombres y mujeres estén tan desesperados que opten por una nueva vida en condiciones comparables a las que prevalecen en la cumbre de una montaña dos veces más alta que el Everest, ¿cuál será la diferencia? Durante los cuatro últimos siglos, fueron muy numerosas las personas que se trasladaron del Viejo Mundo al Nuevo. Sin embargo, ni su partida ni la consiguiente corriente en sentido contrario de alimentos y materias primas pudieron resolver los problemas del Viejo Mundo. Análogamente, el envío de unos cuantos humanos sobrantes a Marte (a un costo, por transporte e instalación, de varios millones de dólares por cabeza) no hará nada para resolver el problema de las crecientes presiones demográficas en nuestro planeta. No solucionado, este problema hará insolubles todos nuestros demás problemas. Peor aún: creará condiciones en las que la libertad individual y los decoros sociales del modo democrático de vida se harán imposibles, casi inimaginables.
No todas las dictaduras surgen de la misma manera. Son muchos los caminos que llevan al Mundo Feliz, pero cabe que el más derecho y ancho de todos ellos sea el que estamos siguiendo hoy, el camino que lleva por números gigantescos y acelerados aumentos. Examinemos brevemente esta correlación íntima entre la demasiada gente, que se multiplica con excesiva rapidez, y la formulación de filosofías autoritarias, la aparición de sistemas totalitarios de gobierno.
A medida que poblaciones grandes y crecientes presionan más duramente en los recursos disponibles, la posición económica de la sociedad sometida a esta prueba se hace más precaria. Esto reza especialmente para esas regiones atrasadas donde una repentina declinación del índice de mortalidad motivada por el DDT, la penicilina y el agua limpia, no ha sido acompañada por el correspondiente descenso en el índice de natalidad. En algunos lugares de Asia y en la mayor parte de América Central y del Sur, las poblaciones están aumentando tan rápidamente que se duplicarán en poco más de veinte años. Si la producción de alimentos y artículos manufacturados, de casas, escuelas y maestros, pudiera ser aumentada a un ritmo más vivo que el de la población, sería posible mejorar la triste suerte de quienes viven en esos países atrasados y demasiado poblados. Pero, por desgracia, esos países carecen, no solamente de maquinaria agrícola y de las instalaciones industriales capaces de fabricarla, sino también del capital necesario para crear tales instalaciones. El capital es lo que queda después de satisfechas las necesidades primordiales de una población. Pero las necesidades primordiales de la mayoría de los habitantes de los países atrasados nunca están plenamente satisfechas. Apenas quedan sobrantes al término de cada año y, consiguientemente, apenas hay capital disponible para crear las instalaciones industriales y agrícolas con las que podrían ser satisfechas las necesidades de la gente. Además, en todos estos países de insuficiente desarrollo hay una aguda escasez de personal preparado, de ese personal sin el que las instalaciones industriales y agrícolas no pueden funcionar. Las presentes facilidades educativas son inadecuadas; otro tanto sucede con los recursos, financieros y culturales, para mejorar las facilidades existentes con toda la rapidez que la situación exige. Entretanto, la población de algunos de estos países atrasados está aumentando a razón de un tres por ciento anual.
Su trágica situación es estudiada en un libro importante, publicado en 1957 — The Next Hundred Years (Los próximos cien años)— por los profesores Harrison Brown, James Bonner y John Weir, del Instituto de Tecnología de California. ¿Cómo está haciendo frente la humanidad al problema de sus cifras en rápido aumento? No con mucha fortuna. «Los datos indican muy claramente que, en la mayoría de los países atrasados, la suerte del hombre medio ha empeorado de modo perceptible en el último medio siglo. La gente se alimenta peor. Hay menos bienes disponibles por persona. Y prácticamente todos los intentos de mejorar la situación han quedado avalados por la implacable presión del continuo aumento de la población.»
Allí donde la vida económica de una nación se hace precaria, el gobierno central se ve obligado a asumir responsabilidades adicionales para el bienestar general. Debe elaborar planes para arrostrar una situación crítica; debe imponer restricciones todavía mayores a las actividades de sus gobernados; y, si, como es muy probable, el empeoramiento de las condiciones económicas provoca la inquietud política, debe intervenir para preservar el orden público y su propia autoridad. Se concentra así cada vez más poder en las manos del Poder Ejecutivo y de sus administradores burocráticos. Pero la naturaleza del poder es tal que hasta aquellos que no lo han buscado, sino que han tenido necesariamente que aceptarlo, se sienten inclinados a aumentarlo más y más. «No nos dejes caer en la tentación», rezamos. Y con harta razón, porque el ser humano que es tentado demasiado seductoramente o demasiado tiempo acaba cediendo por lo general. Una Constitución democrática es un sistema destinado a impedir que los gobernantes locales cedan a esas tentaciones particularmente peligrosas que brotan cuando se concentra excesivo poder en demasiado pocas manos. Tal Constitución funciona bien allí donde, como en Gran Bretaña y los Estados Unidos, hay un tradicional respeto por los procesos constitucionales. Allí donde la tradición republicana o de una monarquía limitada es débil, la mejor de las constituciones no impedirá que los políticos ambiciosos sucumban alegremente y con gusto a las tentaciones del poder. Y estas tentaciones no dejarán nunca de surgir en cualquier país donde el número haya comenzado a presionar fuertemente sobre los recursos disponibles. El exceso de población lleva a la inseguridad económica y a la agitación social. La inseguridad y la agitación llevan a una mayor intervención de los gobiernos centrales y a un aumento de su poder. A falta de una tradición constitucional, este mayor poder será probablemente ejercido al estilo de una dictadura. Es esto lo que probablemente sucedería aun en el supuesto de que el comunismo no hubiese sido inventado. Pero el comunismo ya ha sido inventado. Dado este hecho, la probabilidad de que el exceso de población lleve a través de la agitación a la dictadura se convierte en una certidumbre virtual. No se corre mucho riesgo apostando a que, dentro de veinte años, todos los países excesivamente poblados y poco desarrollados del mundo estarán bajo una u otra forma de gobierno totalitario, probablemente del Partido Comunista.
¿Cómo afectará esto a los países de Europa que, si bien excesivamente poblados, están muy industrializados y son todavía democráticos? Si las dictaduras recién formadas fueran hostiles y si la corriente normal de materias primeras de los países poco desarrollados quedara deliberadamente interrumpida, las naciones de Occidente se verían realmente en muy mala situación. Su sistema industrial se vendría abajo y su muy evolucionada tecnología, que les ha permitido hasta ahora mantener a una población mucho mayor de la que podría ser mantenida con los recursos localmente disponibles, no los protegería contra las consecuencias de tener demasiada gente en un territorio demasiado pequeño. Si esto sucediera, las enormes facultades que los gobiernos centrales se habrían visto obligados a asumir por las condiciones desfavorables podrían ser utilizadas con el espíritu de la dictadura totalitaria.
Los Estados Unidos no son actualmente un país excesivamente poblado. Sin embargo, si la población actual continúa aumentando al ritmo presente (que es más vivo que el de la India, aunque, por fortuna, mucho más lento que el actual en México o Guatemala), el problema del número en relación con los recursos disponibles podría hacerse muy enfadoso para comienzos del siglo XXI. Por el momento, el exceso de población no es una amenaza directa para la libertad personal de los norteamericanos. Es, sin embargo, una amenaza indirecta, una amenaza a breve plazo. Si el exceso de población lleva a los países atrasados al totalitarismo y si estas nuevas dictaduras se alían con Rusia, la posición militar de los Estados Unidos se hará menos segura y los preparativos para la defensa y la represalia tendrán que ser intensificados. Pero la libertad, como todos sabemos, no puede florecer en un país que esté permanentemente en pie de guerra o aun en pie de casi-guerra. La crisis permanente justifica el control permanente de todos y todo por los organismos del gobierno central. Y la crisis permanente es lo que tenemos que esperar en un mundo en el que el exceso de población produzca un estado de cosas conforme al cual se haga casi inevitable la dictadura bajo el auspicio comunista.