El astrónomo ruso era alto, delgado y rubio, y su enjuto rostro denotaba sus cincuenta y cinco años… los diez últimos de los cuales los había pasado construyendo gigantescos observatorios de radio en lejanos lugares de la Luna, donde dos mil millas de sólida roca los protegerían de la intromisión electrónica de la Tierra.
—¡Vaya, Heywood! —dijo, con un fuerte apretón de manos—. ¡Qué pequeño es el Universo! ¿Cómo está usted… y sus encantadores pequeños?
—Magníficamente, —respondió Floyd con afecto, pero con un aire ligeramente distraído—. A menudo hablamos de lo estupendamente que la pasamos con usted el verano pasado. —Sentía no poder parecer más sincero; realmente, había disfrutado una semana de vacaciones en Odessa con Dmitri durante una de las visitas del ruso a la Tierra.
—¿Y usted… supongo que va hacia arriba? —inquirió Dmitri.
—Eh… sí… volaré dentro de media hora —respondió Floyd—. ¿Conoce usted a Mr. Miller?
El oficial de seguridad se había aproximado a respetuosa distancia con una taza de plástico con café en la mano.
—Desde luego. Pero por favor deje eso, Mr. Miller. Ésta es la última oportunidad del Dr. Floyd de tomar una bebida civilizada… no ha de desperdiciarla. No… insisto.
Siguieron a Dmitri de la antesala principal a la sección de observación, y de pronto estuvieron sentados a una mesa bajo una tenue luz contemplando el móvil panorama de las estrellas. La Estación Espacial Uno giraba una vez cada minuto, y la fuerza centrífuga generada por esa lenta rotación producía una gravedad artificial igual a la de la Luna. Se había descubierto que esto era una buena compensación entre la gravedad de la Tierra y la absoluta falta de gravedad; además, proporcionaba a los pasajeros con destino a la Luna la ocasión de aclimatarse.
Al exterior de las casi invisibles ventanas, discurrían en silenciosa procesión la Tierra y las estrellas. En aquel momento, esta parte de la Estación estaba ladeada con relación al Sol; de lo contrario, habría sido impensable mirar afuera, pues la estancia hubiese estado inundada de luz. Aun así, el resplandor de la Tierra, que llenaba medio firmamento, lo apagaba todo, excepto las más brillantes estrellas.
Pero la Tierra se estaba desvaneciendo a medida que la Estación orbitaba hacia la parte nocturna del planeta; dentro de pocos minutos sólo habría un enorme disco negro tachonado por las luces de las ciudades. Y entonces el firmamento pertenecería a las estrellas.
—Y ahora —dijo Dmitri, tras haberse echado rápidamente al coleto su primer vaso, volviendo a llenarlo—, ¿qué es todo eso sobre una epidemia en el sector U.S.A.? Quise ir allá en este viaje. «No, profesor —me dijeron—. Lo sentimos mucho, pero hay una estricta cuarentena hasta nuevo aviso.» Toqué las teclas que pude, pero fue inútil. Ahora, usted va a decirme lo que está sucediendo.
Floyd rezongó interiormente. «¡Ya estamos otra vez! —pensó—. Cuanto más pronto me encuentre a bordo de ese correo, rumbo a la Luna, tanto más feliz me sentiré».
—La… ah… cuarentena, es una pura y simple medida de precaución —dijo cautelosamente—. Ni siquiera estamos seguros de que sea realmente necesaria, pero no queremos arriesgarnos.
—Pero ¿cuál es la dolencia… cuáles son los síntomas? ¿Podría ser extraterrestre? ¿Necesita usted alguna ayuda de nuestros servicios médicos?
—Lo siento, Dmitri… se nos ha pedido que no digamos nada por el momento. Gracias por el ofrecimiento, pero podemos manejar la situación.
—Hum… —hizo Moisevich, evidentemente nada convencido—. A mí me parece extraño que le envíen a usted, un astrónomo, a examinar una epidemia en la Luna.
—Sólo soy un ex astrónomo; hace ya años que no he hecho una investigación verdadera. Ahora soy un científico experto, lo cual significa que no sé nada sobre absolutamente todo.
—¿Conocerá usted entonces lo que significa T.M.A Uno?
Miller estuvo a punto de atragantarse con su bebida, pero Floyd era de una pasta más dura. Miró fijamente a los ojos de su antiguo amigo, y dijo sosegadamente:
—¿T.M.A Uno? ¡Vaya expresión! ¿Dónde la oyó usted?
—No importa, usted no puede engañarme. Pero si topa usted con algo que no pueda manejar, confío que no esperará a que sea demasiado tarde para pedir ayuda.
Miller miró significativamente a su reloj.
—Se ha de embarcar dentro de cinco minutos, doctor Floyd —dijo—. Me parece que será mejor que nos movamos.
Aunque sabía que todavía disponían de sus buenos veinte minutos, Floyd se apresuró a levantarse. Demasiado apresuradamente, pues había olvidado el sexto de gravedad. Hubo de asirse a la mesa, pues, haciéndolo a tiempo evitaba dar un bote hacia arriba.
—Ha sido magnífico encontrarle a usted, Dmitri —dijo, no muy sinceramente—. Espero que tenga un buen viaje a la Tierra… le haré una llamada en cuanto regrese.
Al abandonar la estancia y atravesar la barrera U.S.A. de tránsito, Floyd observó:
—Uf… la cosa estaba que ardía. Gracias por haberme rescatado.
—Mire doctor, —dijo el oficial de seguridad—, espero que no tenga razón.
—¿Razón sobre qué?
—Sobre toparnos con algo que no podamos manejar.
—Eso —respondió Floyd con determinación— es lo que yo intento descubrir.
Cuarenta y cinco minutos después, el Aries-1B Lunar partió de la estación. No se produjo nada de la potencia y furia de un despegue de la Tierra… sólo un casi inaudible y lejano silbido cuando los eyectores de plasma de bajo impulso lanzaron sus ráfagas electrificadas al espacio. El suave empellón duró más de cincuenta minutos, y la queda aceleración no hubiera impedido a nadie el moverse por la cabina. Pero una vez cumplida, la nave no estaba ya ligada a la Tierra, como lo estuviera mientras acompañaba aún a la Estación. Había roto los lazos de la gravedad y ahora era un planeta libre e independiente, contorneando el Sol en órbita propia.
La cabina que tenía ahora Floyd a su entera disposición había sido diseñada para treinta pasajeros. Resultaba raro, y producía más bien una sensación de soledad, el ver todas las butacas vacías, y ser atendido por entero por el camarero y la azafata… por no mencionar el piloto, copiloto y dos mecánicos. Dudaba que ningún hombre en la historia hubiese recibido servicio tan exclusivo, y era sumamente improbable que sucediera en el futuro. Recordó la cínica observación de uno de los menos honorables pontífices: «Ahora que tenemos el Papado, disfrutemos de él». Bien, él disfrutaría de ese viaje, y de la euforia de la ingravidez. Con la pérdida de gravedad había, cuando menos por algún tiempo, descartado la mayoría de sus preocupaciones. Alguien había dicho alguna vez que uno podía sentirse aterrorizado en el espacio, pero no molestado. Lo cual era perfectamente verdad.
El camarero y la azafata estaban al parecer determinados a hacerle comer durante las veinticuatro horas del viaje, pues se veía rechazando constantemente platos no pedidos. El comer con gravedad cero no constituía ningún problema real, contrariamente a los sombríos augurios de los primeros astronautas. Sentábase a una mesa corriente, a la cual se sujetaban fuentes y platos, como a bordo de un buque con mar gruesa. Todos los cubiertos tenían algo de pegajoso, por lo que no se desprendían yendo a rodar por la cabina. Así un filete estaba adherido al plato por espesa salsa, y mantenida una ensalada con aderezo adhesivo. Había pocos artículos que no podían ser tomados con un poco de habilidad y cuidado; las únicas cosas descartadas eran las sopas calientes y las pastas excesivamente quebradizas o desmenuzables. Las bebidas eran, desde luego, cuestión muy diferente, todos los líquidos habían de tomarse simplemente apretando tubos de plástico.
Una generación entera de investigación efectuada por heroicos pero olvidados voluntarios, se había empleado en el diseño del lavabo, el cual estaba ahora considerado como más o menos a prueba de imprudencias. Floyd lo investigó poco después del comienzo de la caída libre. Se encontró en un pequeño cubículo dotado de todos los dispositivos de un lavabo corriente de líneas aéreas, pero iluminado con una luz roja muy cruda y desagradable para los ojos. Un rótulo impreso en prominentes letras anunciaba: ¡MUY IMPORTANTE! PARA SU COMODIDAD, HAGA EL FAVOR DE LEER CUIDADOSAMENTE ESTAS INSTRUCCIONES.
Sentóse Floyd (uno tendía aún a hacerlo, aunque ingrávido) y leyó varias veces las instrucciones. Y al asegurarse que no había modificación alguna desde su último viaje, oprimió el botón de ARRANQUE.
Al alcance de la mano, comenzó a zumbar un motor eléctrico, y Floyd se sintió moviéndose. Cerró los ojos y esperó, tal como lo aconsejaban las instrucciones. Al cabo de un minuto, sonó levemente una campanilla y miró en derredor. La luz había cambiado ahora a un sedante rosa-blanquecino; pero, lo que era más importante, se encontraba otra vez sometido a la gravedad. Sólo la tenuísima vibración le reveló que era una gravedad falsa, causada por el giro de tiovivo de todo el compartimiento de aseo. Floyd tomó una jabonera, y la contempló caer con movimiento retardado; juzgó que la fuerza centrífuga era aproximadamente un cuarto de la gravedad normal. Pero ello era ya bastante; garantizaba que todo se movía en la dirección debida, en un lugar donde eso era lo que más importaba.
Oprimió el botón de PARADA PARA SALIR, y volvió a cerrar los ojos. El peso disminuyó lentamente al cesar la rotación, la campanilla dio un doble tañido, y volvió a encenderse la luz roja de precaución, y seguidamente se entornó la puerta con la debida posición para permitirle deslizarse fuera de la cabina, donde se adhirió tan rápidamente como le fue posible a la alfombra. Hacía tiempo que había agotado la novedad de la ingravidez, y agradecía a los deslizadores «Velcro» que le permitiesen andar casi normalmente.
Tenía mucho en qué ocupar su tiempo, aun cuando no hiciese más que sentarse y leer. Cuando se aburriese de los informes y memorándums y minutas oficiales, conmutaría la clavija de su bloque de noticias, poniéndola en el circuito de información de la nave y pasaría revista a las últimas noticias de la Tierra. Uno a uno conjuraría a los principales periódicos electrónicos del mundo; conocía de memoria las claves de los más importantes, y no tenía necesidad de consultar la lista que estaba al reverso de su bloque. Conectando con la unidad memorizadora de reducción, tendría la primera página, ojearía rápidamente los encabezamientos y anotaría los artículos que le interesaban. Cada uno de ellos tenía su referencia de teclado, al pulsar el cual, el rectángulo del tamaño de un sello de correos se ampliaría hasta llenar por completo la pantalla, permitiéndole así leer con toda comodidad. Una vez acabado, volvería a la página completa, seleccionando un nuevo tema para su detallado examen.
Floyd se preguntaba a veces si el bloque de noticias, y la fantástica tecnología que tras él había, sería la última palabra en la búsqueda del hombre en perfectas comunicaciones. Aquí se encontraba él, muy lejos en el espacio, alejándose de la Tierra a miles de millas por hora, y sin embargo, en unos pocos milisegundos podía ver los titulares de cualquier periódico que deseara. (Verdaderamente que esa palabra de «periódico» resultaba un anacrónico pegote en la era de la electrónica). El texto era puesto al momento automáticamente cada hora; hasta si se leía sólo las versiones inglesas, se podía consumir toda una vida no haciendo otra cosa sino absorber el flujo constantemente cambiante de información de los satélites-noticiarios.
Resulta difícil imaginar cómo podía ser mejorado o hecho más conveniente el sistema, pero más pronto o más tarde, suponía Floyd, desaparecería para ser reemplazado por algo tan inimaginable como pudo haber sido el bloque de noticias para Caxton o Gutenberg.
Había otro pensamiento que a menudo lo llevaba a escudriñar aquellos minúsculos encabezamientos electrónicos. Cuanto más maravillosos eran los medios de comunicación, tanto más vulgares, chabacanos o deprimentes parecían ser sus contenidos. Accidentes, crímenes, desastres naturales y causados por la mano del hombre, amenaza de conflicto, sombríos editoriales… tal parecía ser aún la principal importancia de los millones de palabras esparcidos por el éter. Sin embargo, Floyd se preguntaba también si eso era en suma una mala cosa; los periódicos de Utopía, lo había decidido hacía tiempo, serían terriblemente insulsos.
De vez en cuando, el capitán y los demás miembros de la tripulación entraban en la cabina y cambiaban unas cuantas palabras con él. Trataban a su distinguido pasajero con respetuoso temor, y sin duda ardían de curiosidad sobre su misión, pero eran demasiado corteses para hacer cualquier pregunta o hasta para hacer cualquier insinuación.
Sólo la encantadora y menudita azafata parecía mostrarse completamente desenvuelta en su presencia. Floyd descubrió rápidamente que procedía de Bali, y había llevado allende la atmósfera algo de la gracia y el misterio de aquella isla aún no hollada en gran parte. Uno de los más singulares y encantadores recuerdos de todo el viaje fue la demostración de ella de la gravedad cero mediante algunos movimientos de danza clásica balinesa, con el admirable verdiazul menguante de la Tierra como telón de fondo.
Hubo un período de sueño al apagarse las luces de la cabina y Floyd se sujetó brazos y piernas con las sábanas elásticas que le impedirían ser expelido al espacio. Parecía una tosca instalación… pero en la gravedad cero su litera no almohadillada era más cómoda que los más lujosos colchones de la Tierra.
Una vez se hubo sujetado bien, Floyd se adormiló con bastante rapidez, pero se despertó en una ocasión en estado amodorrado y semiconsciente, quedando totalmente desconcertado por sus extraños aledaños. Durante un momento pensó que se encontraba dentro de una linterna china débilmente iluminada; el débil resplandor de los otros cubículos que le rodeaban daba esa impresión. Luego se dijo, con firmeza y fructuosamente: «Ea, a dormir, muchacho. Éste es sólo un corriente correo lunar».
Al despertarse, la Luna se había tragado medio firmamento, y estaban a punto de comenzar las maniobras de frenado. El amplio arco de las ventanas encajado en la curvada pared de la sección de pasajeros miraba al cielo abierto, y no al globo cercano, por lo que se trasladó a la cabina de mando. Allí, en las pantallas retrovisoras de televisión, pudo contemplar las últimas fases del descenso.
Las cada vez más próximas montañas lunares, eran diferentes en absoluto de las de la Tierra; estaban faltas de las destellantes cimas de nieve; el verde ornamento de la vegetación, las móviles coronas de nubes. Sin embargo, el violento contraste de luz y sombra les confería una belleza propia. Las leyes de la estética terrestre no eran aplicables allí; aquel mundo había sido formado y modelado por fuerzas distintas a las terrestres, operando en eones de tiempo desconocidos a la joven y verdeante Tierra, con sus fugaces Eras Glaciales, sus mares alzándose y hundiéndose rápidamente, y sus cadenas de montañas disolviéndose como brumas ante el alba. Aquí era la edad inconcebible —pero no muerta, pues la Luna no había vivido nunca— hasta la fecha.
La nave en descenso quedó equilibrada casi sobre la línea divisora de la noche y el día; directamente debajo de ella había un caos de melladas sombras y brillantes y aislados picos que captaban la primera luz de la lenta alba lunar. Aquél sería un espantoso lugar para intentar posarse, incluso contando con todas las posibles ayudas electrónicas; pero estaban derivando lentamente, apartándose de él, hacia la parte nocturna de la Luna.
Cuando sus ojos se acostumbraron más y más a la débil iluminación, Floyd vio de pronto que la parte nocturna no estaba totalmente oscura, sino bañada por una luz fantasmal, pudiéndose ver claramente picos, valles y llanuras. La Tierra, gigantesca luna para la Luna, inundaba con su resplandor el suelo de abajo.
En el panel del piloto fulguraron luces sobre las pantallas de radar, y aparecieron y desaparecieron números en los señalizadores de las computadoras, registrando la distancia de la cercana Luna. Estaban aún a más de mil millas cuando volvió el peso al comenzar los propulsores una suave pero constante deceleración. Parecieron transcurrir siglos en que la Luna se expandió lentamente a través del firmamento, sumióse el Sol bajo el horizonte, y finalmente un gigantesco cráter llenó el campo visual. El correo estaba cayendo hacia sus picos centrales… y de súbito Floyd advirtió que junto a uno de aquellos picos, destellaba con ritmo regular una brillante luz. Podía ser un faro de aeropuerto enfilado a la Tierra, y quedó con la mirada clavada en él y la garganta contraída. Era la prueba de que los hombres habían establecido otra posición en la Luna.
El cráter se había expandido ya tanto que sus baluartes se estaban deslizando bajo el horizonte, y los pequeños cráteres que salpicaban su interior estaban empezando a revelar su tamaño real. Algunos de ellos, que parecían minúsculos desde la lejanía en el espacio, tenían un diámetro de millas, y podrían haber engullido ciudades enteras.
Sometida a sus controles automáticos, la nave se deslizaba abajo por el firmamento iluminado por las estrellas, hacia aquel estéril paisaje a la luz de la grande y gibosa Tierra. Una voz se elevó ahora de alguna parte, sobre el silbido de los propulsores y los punteos electrónicos que atravesaban la cabina.
—Control Clavius a Especial 14; la entrada se realiza con exactitud. Efectúen por favor la comprobación manual del dispositivo de alunizaje, presión hidráulica e inflado de la almohadilla parachoques.
El piloto oprimió diversos conmutadores, destellaron luces verdes y respondió:
—Verificadas todas las comprobaciones manuales. Dispositivo de alunizaje, presión hidráulica, parachoques O.K.
—Confirmado —dijeron de la Luna.
El descenso continuó silenciosamente. Aunque aún había muchas comunicaciones, todas ellas corrían a cargo de máquinas, transmitiéndose mutuamente fulgurantes impulsos binarios a una cadencia miles de veces mayor que aquella con que sus constructores, de pensar lento, podían comunicarse.
Algunos de los picos de las montañas atalayaban ya la nave; el suelo se hallaba solamente a pocos miles de pies, y la luz del faro era una brillante estrella fulgurando constantemente sobre un grupo de bajos edificios y extraños vehículos. En la fase final de descenso, los propulsores parecían estar tocando alguna singular tonada; sus intermitentes latidos verificaban el último ajuste preciso al impulso.
Bruscamente una remolineante nube de polvo lo ocultó todo, los propulsores lanzaron su último chorro, y la nave se meció ligeramente, como un bote de remos acunado por una pequeña ola. Pasaron varios minutos antes de que Floyd pudiese aceptar realmente el silencio que ahora los envolvía y la débil gravedad que asía sus miembros.
Había efectuado, sin el menor incidente y en poco más de un día, el increíble viaje con el que habían soñado los hombres durante dos mil años. Tras un vuelo normal, rutinario, había alunizado.