Media hora después, anunció el piloto:
—Estableceremos contacto dentro de diez minutos. Compruebe por favor el correaje de seguridad de su asiento.
Floyd obedeció, y retiró sus papeles. Era buscarse molestias tratar de leer durante el acto de juegos malabares celestes que tenía lugar durante las últimas 300 millas; lo mejor era cerrar los ojos y relajarse, mientras el ingenio espacial traqueteaba con breves descargas de energía de los cohetes.
Pocos minutos después tuvo un primer vislumbre de la Estación Espacial Uno, a pocas millas tan sólo. La luz del sol destellaba y centellaba en las bruñidas superficies del disco de trescientos metros de diámetro que giraba lentamente. No lejos, derivando en la misma órbita, se encontraba una replegada nave espacial Tito-V, y junto a ella una casi esférica Aries-1B, el percherón del espacio, con las cuatro recias y rechonchas patas de sus amortiguadores de alunizaje sobresaliendo de un lado.
La nave espacial Orión III estaba descendiendo de una órbita más alta, lo cual presentaba a la Tierra en vista espectacular tras la Estación. Desde su altitud de 200 millas, Floyd podía ver gran parte de África y el océano Atlántico. Había una considerable cobertura de nubes, pero aún podía detectar los perfiles verdiazules de la Costa de Oro.
El eje de la Estación Espacial, con sus brazos de atraque extendidos, se hallaba ahora deslizándose suavemente hacia ellos. A diferencia de la estructura de la que brotaba, no estaban girando… o, más bien, estaban moviéndose a la inversa a un compás que contrarrestaba exactamente el propio giro de la Estación. Así, una nave espacial visitante podía ser acoplada a ella, para el traslado de personal o cargamento, sin ser remolineada desastrosamente en derredor.
Nave y Estación establecieron contacto, con el más suave de los topetazos. Del exterior llegaron ruidos metálicos rechinantes, y luego el breve silbido del aire al igualarse las presiones. Poco después se abrió la puerta de la cámara reguladora de presión, y penetró en la cabina un hombre vestido con los ligeros y ceñidos pantalones y la camisa de manga corta, que era casi el uniforme de la Estación Espacial.
—Encantado de conocerle doctor Floyd, yo soy Nick Miller, de la seguridad de la Estación; tengo el encargo de velar por usted hasta la partida del correo lunar.
Se estrecharon las manos, y Floyd sonrió luego a la azafata, diciendo:
—Haga el favor de presentar mis cumplidos al capitán Tynes, y agradézcale el excelente viaje. Quizá la vuelva a ver a usted de regreso a casa.
Muy precavidamente —era ya más de un año desde la última vez que había estado ingrávido y pasaría aún algún tiempo antes de que recuperase su andar espacial— atravesó valiéndose de las manos la cámara reguladora de presión, penetrando en la amplia estancia circular situada en el eje de la Estación Espacial. Era un recinto espesamente acolchado, con las paredes cubiertas de asideros esconzados; Floyd asió uno de ellos firmemente mientras la estancia entera comenzaba a girar, hasta acompasarse a la rotación de la Estación.
Al aumentar la velocidad, delicados y fantasmales dedos gravitatorios comenzaron a apresarle, siendo lentamente impelido hacia la pared circular. Ahora estaba meciéndose suavemente, como un alga marina mecida por la marea, en lo que mágicamente se había convertido en un piso combado. Estaba sometido a la fuerza centrífuga del giro de la Estación, la cual era débil allí, tan cerca del eje, pero aumentaría constantemente cuando se moviera hacia el exterior.
Desde la cámara central de tránsito siguió a Miller bajando por una escalera en espiral. Al principio era tan liviano su peso que tuvo que forzarse a descender, asiéndose a la barandilla, no fue hasta llegar a la antesala de pasajeros, en el caparazón exterior del gran disco giratorio, cuando adquirió peso suficiente para moverse en derredor casi normalmente.
La antesala había sido objeto de una nueva decoración desde su última visita, dotándose de algunos nuevos servicios. Junto a las acostumbradas butacas, mesitas, restaurante y estafeta de correos, había ahora una barbería, un «drugstore», una sala de cine, y una tienda de souvenirs en la que se vendían fotografías y diapositivas de paisajes lunares y planetarios, y garantizadas piezas auténticas de Luniks, Rangers y Surveyors, todas ellas montadas esmeradamente en plástico y de precios exorbitantes.
—¿Puedo servirle algo mientras esperamos? —preguntó Miller—. Embarcaremos dentro de unos treinta minutos.
—Me iría bien una taza de café cargado —dos terrones— y desearía llamar a Tierra.
—Bien, doctor. Voy a buscar el café… los teléfonos están allí.
Las pintorescas cabinas telefónicas estaban sólo a pocos metros de una barrera con dos entradas rotuladas BIENVENIDOS A LA SECCIÓN U.S.A. y BIENVENIDOS A LA SECCIÓN SOVIÉTICA. Bajo estos anuncios había advertencias que decían en inglés, ruso, chino, alemán, francés y español:
TENGA DISPUESTO POR FAVOR SU:
Pasaporte
Visado
Certificado Médico
Permiso de transporte
Declaración de peso
Resultaba de un simbolismo más bien divertido el hecho que tan pronto como los pasajeros atravesaban las barreras, en cualquiera de las dos direcciones, quedaban libres para mezclarse de nuevo. La división era puramente para fines administrativos.
Floyd, tras comprobar que la Clave de Zona para los Estados Unidos seguía siendo 81, marcó las doce cifras del número de su casa, introdujo en la ranura de abono su carta de crédito de plástico, para todo uso, y obtuvo la comunicación en treinta segundos.
Washington dormía aún, pues faltaban varias horas para el alba, pero no molestaría a nadie. Su ama de llaves se informaría del mensaje en el registrador, en cuanto se despertara.
«Miss Flemming… aquí Mr. Floyd. Siento que tuviera que marcharme tan de prisa. Llame por favor a mi oficina y pídales que recojan el coche… se encuentra en el "Aeropuerto Dulles", y la llave la tiene Mr. Bailey, oficial de Control de Vuelo. Seguidamente llame al "Chevy Chase Country Club", y comunique a secretaría que no podré participar en el torneo de tenis de la próxima semana. Presente mis excusas… pues temo que contarán conmigo. Llame luego a la "Electrónica Downtown" y dígales que si no está acondicionado para el miércoles el video de mi estudio… pueden llevárselo». Hizo una pausa para respirar, y para intentar pensar en otras crisis o problemas que podían presentarse durante los días venideros. «Si anda escasa de dinero, pídalo en la oficina; pueden tener mensajes urgentes para mí, pero yo puedo estar demasiado ocupado para contestar. Besos a los pequeños, y dígales que volveré tan pronto pueda. Vaya por Dios… aparece aquí alguien a quien no deseo ver… llamaré desde la Luna si puedo… adiós».
Floyd intentó escabullirse de la cabina, pero era demasiado tarde; ya había sido visto. Y dirigiéndose a él, atravesaba la puerta de salida de la Sección Soviética el doctor Dmitri Moisevich, de la Academia de Ciencias de la U.R.S.S.
Dmitri era uno de los mejores amigos de Floyd; y por esa misma razón, era la última persona con quien deseaba hablar en aquel momento.