7 — Vuelo espacial

No importa cuántas veces dejara uno la Tierra —se dijo el doctor Heywood Floyd—, la excitación no se paliaba realmente nunca. Había estado una vez en Marte, tres en la Luna, y más de las que podía recordar en las varias estaciones espaciales. Sin embargo, al aproximarse el momento del despegue, tenía conciencia de una creciente tensión, una sensación de sorpresa y temor —sí, y de nerviosismo— que le situaba al mismo nivel de cualquier bobalicón terrestre a punto de recibir su primer bautismo del espacio.

El reactor que le había trasladado allí desde Washington, tras aquella entrevista con el Presidente, estaba descendiendo ahora hacia uno de los más familiares, y sin embargo más emocionantes paisajes de todo el mundo. Allí se hallaban instaladas las primeras dos generaciones de la Era Espacial, ocupando veinte millas de la costa de la Florida. Al sur, perfiladas por parpadeantes luces rojas de prevención, se encontraban las gigantescas plataformas de los Saturnos y Neptunos que habían colocado a los hombres en el camino de los planetas, y habían pasado ya a la historia. Cerca del horizonte, una rutilante torre de plata bañada por la luz de los proyectores, era el último de los Saturno V, durante casi veinte años monumento nacional y lugar de peregrinaje. No muy lejos, atalayante contra el firmamento como una montaña artificial, se alzaba la increíble mole del edificio de la Asamblea Vertical, la estructura simple más grande aún de la Tierra.

Mas estas cosas pertenecían ya al pasado, y él estaba volando hacia el futuro. Al inclinarse el aparato al virar; el doctor Floyd pudo ver bajo él una laberíntica masa de edificios, luego una gran pista de aterrizaje, y después unos amplios chirlos rectos a través del llano paisaje de la Florida… los múltiples rieles de una gigantesca pista de lanzamiento. Y a su final, rodeada por vehículos y grúas, se hallaba una nave espacial destellando en un tormento de luz; estaba siendo preparada para su salto hacia las estrellas. En súbita falta de perspectiva, producida por los rápidos cambios de velocidad y altura, a Floyd le pareció estar viendo una pequeña polilla de plata, atrapada en el haz de un proyector.

Luego las diminutas y escurridizas figuras del suelo le hicieron darse cuenta del tamaño real de la astronave; debía tener setenta metros a través de la estrecha V de sus alas. Y ese enorme vehículo, se dijo Floyd con cierta incredulidad —aunque también con cierto orgullo— me está esperando a mí. Tanto como supiera, era la primera vez que se había dispuesto una misión para llevar un solo hombre a la Luna.

Aunque eran las dos de la madrugada, un grupo de periodistas y fotógrafos le interceptó en el camino a la nave espacial Orión III bañada por la luz de los proyectores. Conocía de vista a algunos de ellos, pues como presidente del Consejo Nacional de Astronáutica, formaban parte de su vida las conferencias de prensa. No era ahora el momento ni el lugar para celebrar una de ellas, y no tenía nada que decir; pero era importante no ofender a los caballeros de los medios informativos.

—¿Doctor Floyd? Soy Jim Forster, de la «Associated News». ¿Podría decirnos unas pocas palabras sobre este viaje suyo?

—Lo siento. No puedo decir nada.

—¿Pero usted se entrevistó con el Presidente esta misma noche? —preguntó una voz familiar.

—Ah… hola, Mike. Me temo que le hayan sacado de la cama para nada. Decididamente, no hay nada que manifestar.

—¿No puede usted cuando menos confirmar o denegar que ha estallado en la Luna alguna especie de epidemia? —preguntó un reportero de la televisión, apañándoselas para mantener debidamente enmarcado a Floyd en su cámara–miniatura de televisión.

—Lo siento —respondió Floyd, meneando la cabeza.

—¿Qué hay sobre la cuarentena? —preguntó otro reportero—. ¿Por cuánto tiempo se mantendrá?

—Tampoco nada a manifestar al respecto.

—Doctor Floyd —solicitó una bajita y decidida dama de la prensa—: ¿Qué posible explicación puede haber para ese total cese de noticias de la Luna? ¿Tiene algo que ver con la situación política?

—¿Qué situación política? —preguntó Floyd secamente.

Hubo un estallido de risas, y alguien dijo: «¡Buen viaje, doctor!», cuando se encaminaba hacia la plataforma del ascensor.

Tanto como podía recordar, la cuestión era la de una «situación» tanto como de una crisis permanente. Desde 1970, el mundo había estado dominado por dos problemas que, irónicamente, tendían a cancelarse mutuamente.

Aunque el control de la natalidad era barato, de fiar, y estaba avalado por las principales religiones, había llegado demasiado tarde; la población mundial había alcanzado ya la cifra de seis mil millones… el tercio de ellos en China. En algunas sociedades autoritarias hasta habían sido decretadas leyes limitando la familia a dos hijos, pero se había mostrado impracticable su cumplimiento. Como resultado de todo ello, la alimentación era escasa en todos los países; hasta los Estados Unidos tenían días sin carne, y se predecía una carestía extendida para dentro de quince años, a pesar de los heroicos esfuerzos para explotar los mares y desarrollar alimentos sintéticos.

Con la necesidad, más urgente que nunca, de una cooperación internacional, existían aún tantas fronteras como en cualquier época anterior. En un millón de años, la especie humana había perdido poco de sus instintos agresivos; a lo largo de simbólicas líneas visibles sólo para los políticos, las treinta y ocho potencias nucleares se vigilaban mutuamente con beligerante ansiedad. Entre ellas, poseían el suficiente megatonelaje como para extirpar la superficie entera de la corteza del planeta. A pesar de que —milagrosamente— no se habían empleado en absoluto las armas atómicas, tal situación difícilmente podía durar siempre.

Y ahora, por sus propias e inescrutables razones, los chinos estaban ofreciendo a las naciones más pequeñas una capacidad nuclear completa de cincuenta cabezas de torpedo y sistemas de propulsión. El precio era por debajo de los 200.000.000 de dólares, y podían ser establecidos cómodos plazos de pago.

Quizás estaban tratando sólo de sacar a flote su hundida economía, trocando en dinero contante y sonante anticuados sistemas de armamento, como habían sugerido algunos observadores. O tal vez habían descubierto métodos bélicos tan avanzados que no necesitaban ya de tales juguetes; se había hablado de radiohipnosis desde satélites transmisores, y de chantajes por enfermedades sintéticas para las cuales sólo ellos poseían el antídoto. Estas encantadoras ideas eran casi seguramente propaganda o pura fantasía, pero no era prudente descartar cualquiera de ellas. Cada vez que Floyd abandonaba la Tierra, se preguntaba si a su regreso la encontraría aún allí.

La pulida azafata le saludó cuando entró en la cabina.

—Buenos días, doctor Floyd. Yo soy miss Simmons. Doy a usted la bienvenida a bordo a nombre del capitán Tynes y nuestro copiloto, primer oficial Ballard.

—Gracias —respondió Floyd con una sonrisa, preguntándose por qué se habían de parecer siempre las azafatas a guías-robot de turismo.

—Despegue dentro de cinco minutos —dijo ella señalando la vacía cabina de veinte pasajeros—. Puede usted instalarse donde guste, pero el capitán Tynes le recomienda el asiento de la ventana de la izquierda, si desea contemplar las operaciones de desatraque.

—Pues sí —respondió él, moviéndose hacia el asiento preferido. La azafata revoloteó en derredor suyo durante unos momentos, yéndose luego a su cubículo, a popa de la cabina.

Floyd se instaló en su asiento, ajustó el cinturón de seguridad en torno a cintura y hombros, y sujetó su cartera de mano en el asiento adyacente. Momentos después se oyó en el altavoz una voz clara y suave.

—Buenos días —dijo la voz de miss Simmons—. Éste es el Vuelo Especial 3, de Kennedy a la Estación Uno del Espacio.

Al parecer, estaba determinada a largar todo el rollo rutinario a su solitario pasajero, y Floyd no pudo resistir una sonrisa mientras ella continuaba inexorablemente:

—Nuestro tiempo de tránsito será de cincuenta y cinco minutos. La aceleración máxima alcanzará dos ge, y estaremos ingrávidos durante treinta minutos. No abandone por favor su asiento hasta que se encienda la señal de seguridad.

Floyd miró por encima de su hombro y dijo «Gracias», teniendo el vislumbre de una sonrisa un tanto embarazada pero encantadora.

Retrepóse en su butaca y se relajó. Calculó que aquel viaje iba a costar a los contribuyentes un poco más de un millón de dólares. De no ser justificado, él perdería su puesto; pero siempre podría volver a la Universidad y a sus interrumpidos estudios sobre la formación de los planetas.

—Establecido el autoconteo —dijo la voz del capitán en el altavoz, con el suave sonsonete empleado en la cháchara del RT.

—Despegue en un minuto.

Como siempre se pareció más a una hora. Floyd se dio buena cuenta, entonces, de las gigantescas fuerzas latentes a su derredor, en espera de ser desatadas. En los tanques de combustible de los dos ingenios espaciales, y en el sistema de almacenaje de energía de la plataforma de lanzamiento, se hallaba encerrada la potencia de una bomba nuclear. Y todo ello sería empleado para trasladarle a él a unas simples doscientas millas de la Tierra.

No se produjo el antiguo conteo a la inversa de CINCO-CUATRO-TRES-DOS-UNO-CERO, tan duro para el sistema nervioso humano.

—Lanzamiento en quince segundos. Se sentirá usted más cómodo si comienza a respirar profundamente.

Aquélla era buena psicología y buena fisiología. Floyd se sintió bien saturado de oxígeno, y dispuesto a habérselas con cualquier cosa, cuando la plataforma de lanzamiento comenzó a expeler sus mil toneladas de carga útil sobre el Atlántico.

Resultaba difícil decir el momento en que se alzaron sobre la plataforma y se hicieron aerotransportados, pero cuando el rugido de los cohetes redobló de súbito su furia, y Floyd sintió que se hundía cada vez más profundamente en los cojines de su butaca, supo que habían entrado en acción los motores del primer cuerpo. Hubiese deseado mirar por la ventanilla, pero hasta el girar la cabeza resultaba un esfuerzo. Sin embargo, no había ninguna incomodidad; en realidad, la presión de la aceleración y el enorme tronar de los motores producía una extraordinaria euforia. Zumbándole los oídos y batiéndole la sangre en sus venas, Floyd se sintió más viviente de lo que había estado durante años. Era joven de nuevo, y sentía deseos de cantar en voz alta, lo cual podía muy bien hacer, pues nadie podría posiblemente oírle.

Había perdido casi el sentido del tiempo cuando disminuyeron bruscamente la presión y el ruido, y el altavoz de la cabina anunció:

—Preparado para separar el cuerpo inferior. Ya vamos.

Hubo una ligera sacudida; y de súbito Floyd recordó una cita de Leonardo da Vinci, que había visto en una ocasión en un despacho de la NASA:

La Gran Ave emprenderá su vuelo

en el lomo de la gran ave, dando

gloria al nido donde naciera.

Bien, la Gran Ave estaba volando ahora, más allá de los sueños de Leonardo, y su agotada compañera aleteaba de nuevo hacia la Tierra. En un arco de diez mil millas, el cuerpo inferior o primera etapa se deslizaría, penetrando en la atmósfera, trocando velocidad por distancia cuando se posara en Kennedy. Y en pocas horas, revisada y provista de nuevo combustible, estaría dispuesta de nuevo a elevar a otra compañera hacia el radiante silencio que ella no alcanzaría jamás.

Ahora vamos por nuestros propios medios, pensó Floyd, a más de medio camino de la órbita de aparcamiento. Al producirse de nuevo la aceleración, al dispararse los cohetes del cuerpo superior, el impulso fue mucho más suave; en realidad, no sintió más que gravedad normal. Pero le hubiese sido imposible andar, puesto que «arriba» estaba en derechura hacia el frente de la cabina. De haber sido lo bastante necio como para abandonar su asiento, se hubiera estrellado al punto contra el tabique trasero.

Aquel efecto resultaba un tanto desconcertante, pues parecía que la nave se alzaba sobre su cola. Para Floyd, que estaba enfrente mismo de la cabina, todas las butacas se le aparecían como sujetas a una pared que descendiese verticalmente debajo de él. Se estaba esforzando por despejar tan desagradable ilusión, cuando el alba estalló al exterior de la nave.

En cuestión de segundos, atravesaron cendales de color carmesí, rosa, oro y azul, hasta la penetrante albura del día. A pesar de que las ventanas estaban muy teñidas para reducir el fulgor, los haces de luz solar que barrieron lentamente la cabina dejaron semicegado a Floyd durante varios minutos. Se encontraba en el espacio, pero no había forma de ver las estrellas.

Se protegió los ojos con las manos e intentó fisgar a través de la ventanilla de su costado. Afuera, el ala replegada de la nave destellaba como metal incandescente a la reflejada luz solar; en su derredor, la oscuridad era absoluta, y aquella oscuridad debía de estar llena de estrellas… pero era imposible verlas.

El peso iba disminuyendo lentamente; los cohetes dejaban de funcionar a medida que la nave se situaba en órbita. El tronar de los motores se atenuó, convirtiéndose en un sordo ronquido, luego en suave siseo, y se redujo finalmente al silencio. De no haber sido por sus sujetadores, Floyd hubiese flotado fuera de su butaca; su estómago sintió como si de todos modos fuese a hacerlo así. Esperaba que las píldoras que le habían dado media hora y diez mil millas antes, obrarían como estaba especificado. Sólo una vez había sufrido el mareo espacial en su carrera, pero ya bastaba con ello, y a menudo hasta resultaba demasiado.

La voz del piloto era firme y confiada al sonar en el altavoz.

—Observe por favor todas las prescripciones Cero-ge. Vamos a atracar en la Estación Espacial Uno dentro de cuarenta y cinco minutos.

La azafata vino andando por el exiguo pasillo que estaba a la derecha de las próximas butacas. Había un ligero flotamiento en sus pasos y sus pies se despegaban del suelo difícilmente, como si estuviesen encolados. Ella se mantenía en la brillante banda de alfombrado Velcro que discurría en toda la longitud del suelo… y del techo. La alfombra, y las suelas de las sandalias, estaban cubiertas de miríadas de minúsculas grapillas, que se adherían como ganchos. Este truco de andar en caída libre era inmensamente tranquilizador para los desorientados pasajeros.

—¿Desearía usted algo de café o de té, doctor Floyd? —preguntó ella con jovial solicitud.

—No, gracias —sonrió él. Siempre se sentía como una criatura cuando tenía que chupar de uno de aquellos tubos de plástico.

La azafata estaba aún rondando ansiosamente en su derredor, cuando abrió su cartera de mano, disponiéndose a revisar sus papeles.

—Doctor Floyd, ¿puedo hacerle a usted una pregunta?

—Desde luego —respondió él, mirando por encima de sus gafas.

—Mi prometido es geólogo en Tycho —dijo miss Simmons, midiendo cuidadosamente sus palabras—, y no he tenido noticias de él hace ya más de una semana.

—Lo siento; quizá se encuentre fuera de su base, y fuera de contacto.

Ella meneó la cabeza, replicando:

—Él siempre me comunica cuándo va a suceder algo así. Y puede usted imaginarse lo preocupada que estoy… con todos esos rumores. ¿Es realmente verdad lo de una epidemia en la Luna?

—Si lo es, no supone ello motivo alguno de alarma. Recuerde cuando hubo una cuarentena en el 98 a causa de aquel virus mutado de la gripe. Mucha gente estuvo enferma… pero nadie murió. Y esto es realmente cuanto puedo decir —concluyó con firmeza.

Miss Simmons sonrió agradablemente y se enderezó.

—Bien, gracias de todos modos, doctor. Siento haberle molestado.

—No es molestia, en absoluto —respondió él, galante, aunque no muy sinceramente. Y acto seguido se sumió en sus interminables informes técnicos, en un desesperado último asalto a la habitual revisión.

Pues no tendría tiempo para leer, cuando llegase a la Luna.