5 — Encuentro en el alba

Al conducir a su tribu río abajo a la opaca luz del alba, Moon-Watcher, se detuvo vacilante en un paraje familiar para él. Sabía que algo faltaba, pero no podía recordar qué era. No hizo el menor esfuerzo mental para entender el problema, pues esa mañana tenía asuntos más importantes en la mente.

Como el trueno y el rayo y las nubes y los eclipses, el gran bloque de cristal había desaparecido tan misteriosamente como apareciera. Habiéndose desvanecido en el no-existente pasado, no volvió a turbar nunca más los pensamientos de Moon-Watcher.

Nunca sabría qué había sido de él; y ninguno de sus compañeros se sorprendió, al congregarse en su derredor en la bruma mañanera, porque había hecho una pausa momentánea en el camino al río.

Desde su ribera del riachuelo, en la jamás violada seguridad de su propio territorio, los Otros vieron primero a Moon-Watcher y a una docena de machos de su tribu destacarse como un friso móvil contra el firmamento del alba. Y al punto comenzaron a chillar su diario reto; pero esta vez no hubo respuesta alguna.

Con la firmeza de un propósito definido —sobre todo silenciosamente— Moon-Watcher y su banda descendieron la pequeña loma que atalayaba el río; y al aproximarse, los Otros se calmaron de súbito. Su rabia ritual se esfumó para ser reemplazada por un creciente temor. Se percataban vagamente que algo había sucedido, y que aquel encuentro era distinto a todos los que habían acontecido antes. Los mazos y los cuchillos de hueso que portaban los componentes del grupo de Moon-Watcher no les alarmaban, pues no comprendían su objeto. Sólo sabían que los movimientos de sus rivales estaban ahora imbuidos de determinación y de amenaza.

El grupo se detuvo al borde del agua, y por un momento revivió el valor de los Otros, quienes, conducidos por Una-Oreja, reanudaron semianimosamente su canto de batalla. Éste duró sólo unos segundos, pues una visión terrorífica los dejo mudos.

Moon-Watcher había alzado sus brazos al aire, mostrando la carga que hasta entonces había estado oculta por los hirsutos cuerpos de sus compañeros. Sostenía una gruesa rama, y empalada en ella se encontraba la cabeza sangrienta del leopardo, cuya boca había sido abierta con una estaca, mostrando los grandes y agudos colmillos de fantasmal blancura a los primeros rayos del sol naciente.

La mayoría de los Otros estaban demasiado paralizados por el espanto para moverse; pero algunos iniciaron una lenta retirada a trompicones. Aquél era todo el incentivo que Moon-Watcher necesitaba. Sosteniendo aún el mutilado trofeo sobre su cabeza, empezó a atravesar el riachuelo. Tras unos momentos de vacilación, sus compañeros chapotearon tras él.

Al llegar a la orilla opuesta, Una-Oreja se mantenía aún en su terreno. Quizá era demasiado valiente o demasiado estúpido para correr; o acaso no podía creer realmente que estaba sucediendo aquel ultraje. Cobarde o héroe, al fin y al cabo no supuso diferencia alguna cuando el helado rugido de la muerte se abatió sobre su roma cabeza.

Chillando de pavor, los Otros se desperdigaron por la maleza; pronto volverían, y no tardarían en olvidar a su perdido caudillo.

Durante unos cuantos segundos Moon-Watcher permaneció indeciso ante su nueva víctima, intentando comprender el nuevo y maravilloso hecho de que el leopardo muerto pudiese matar de nuevo. Ahora él era el amo del mundo, y no estaba del todo seguro sobre lo que hacer a continuación.

Mas ya pensaría en algo.