Luego calló, al ver que no estaba ya sola.
Un rectángulo de espectral resplandor se había formado en el vacío aire. Se solidificó en una losa de cristal, perdió su transparencia, y quedó bañado en pálida y lechosa luminiscencia. A través de su superficie y en sus profundidades se movieron atormentadores fantasmas vagamente definidos, los cuales se fusionaron en franjas de luz y sombra, formando luego rayados diseños entremezclados que comenzaron a girar lentamente, al compás del ritmo de vibradora pulsación que parecía llenar ahora todo el espacio.
Era un espectáculo como para prender la atención de cualquier chiquillo… o de cualquier mono-humanoide. Pero, tal como lo fuera hacía tres millones de años, era sólo la manifestación exterior de fuerzas demasiado sutiles para ser conscientemente percibidas. Era simplemente un juguete para distraer los sentidos, mientras el proceso real se estaba llevando a cabo en niveles más profundos de la mente. Esta vez, el proceso era rápido y cierto, a medida que estaban tejiendo el nuevo diseño. Pues en los eones transcurridos desde el último encuentro, mucho había sido aprendido por el tejedor; y el material en el que practicaba su arte era ahora de una textura infinitamente más fina. Pero sólo el futuro podría decir si habría de permitírsele formar parte de la tapicería aún en desarrollo.
Con ojos que tenían ya una intensidad mayor que la humana, la criatura fijó su mirada en las profundidades del monolito de cristal, viendo —aunque no comprendiendo, sin embargo— los misterios que más allá había. Sabía que había vuelto al hogar, que allí estaba el origen de muchas razas junto con la suya; pero sabía también que no podía permanecer allí. Más allá de este momento había otro nacimiento, más singular que cualquiera en el pasado.
Había llegado ya el momento; las incandescentes formas no repercutían ya los secretos en el corazón de cristal. Y al apagarse, también las paredes protectoras se desvanecieron en la inexistencia de la que habían emergido brevemente, y el rojo sol llenó el firmamento.
Fulguró llameante el metal y el plástico de la cápsula espacial, y el atuendo llevado otrora por un ente que se llamaba a sí mismo David Bowman. Habían desaparecido los últimos lazos con la Tierra, reducidos de nuevo a sus átomos componentes.
Pero la criatura apenas se dio cuenta de ello, al adaptarse al dulce resplandor de su nuevo ambiente. Necesitaba aún, por un poco de tiempo, esta concha de material como foco de sus poderes. Su indestructible cuerpo era en su mente la imagen más importante de sí mismo; y a pesar de todos sus poderes, sabía que era aún una criatura. Y así permanecería hasta que decidiera una nueva forma o sobrepasara las necesidades de la materia.
Era ya tiempo de emprender la marcha… aunque en cierto sentido no querría abandonar jamás aquel lugar donde había renacido, pues él sería siempre parte del ente que empleó aquella doble estrella para sus inescrutables designios. La dirección, aunque no la naturaleza, de su destino aparecía clara ante él, y no había necesidad alguna de seguir la desviada senda por la que había venido. Con los instintos de tres millones de años, percibía ahora que había más caminos que uno a la espalda del espacio. Los antiguos mecanismos de la Puerta de las Estrellas le habían servido bien, pero no los necesitaría de nuevo.
La resplandeciente forma rectangular que antes pareciera no más grande que una losa de cristal, flotaba aún ante él, indiferente ante las llamas del infierno de abajo. Encerraba, sin embargo, inescrutables secretos de espacio y tiempo, pero por lo menos él comprendía algunos, y era capaz de mandar. «¡Cuán evidente —cuán necesaria— era aquella relación matemática de sus lados, la serie cuadrática 1:4:9! ¡Y cuán ingenuo haber imaginado que las series acababan en ese punto, en sólo tres dimensiones!»
Enfocó su mente sobre aquellas simplicidades geométricas, y al choque de sus pensamientos, el vacío armazón se llenó con la oscuridad de la noche interestelar. Desvanecióse el resplandor del rojo sol… o más bien, pareció desviarse de repente en todas direcciones; y ante Bowman apareció el luminoso remolino de la Galaxia.
Podía haber sido algún bello e increíblemente detallado modelo, encajado en un bloque de plástico. Pero era la realidad, apresada como conjunto con sus sentidos ahora más sutiles que la visión. De desearlo, podría enfocar su atención sobre cualquiera de sus cien mil millones de estrellas; y podría hacer mucho más que eso.
Aquí estaba él, al garete en aquel gran río de soles, a medio camino entre los contenidos incendios del núcleo galáctico y las solitarias y desperdigadas estrellas centinelas del borde. Y aquí deseaba estar, en la parte más lejana de aquel abismo en el firmamento, aquella serpentina banda de oscuridad vacía de toda estrella. Sabía que aquel informe caos, visible sólo por el resplandor que dibujaba sus bordes desde las ígneas brumas del más allá, era la materia no usada de la creación, la materia prima de evoluciones que aún habrían de ser. Aquí, el tiempo no había comenzado; hasta que los soles que ahora ardían estuvieran muertos, no remodelaría su vacío la luz y la vida.
Inconscientemente lo había atravesado él una vez; ahora debía atravesarlo de nuevo… esta vez, por su propia voluntad. El pensamiento le llenó de súbito y glacial terror, al punto de que por un momento estuvo totalmente desorientado, y su nueva visión del Universo tembló y amenazó con hacerse añicos.
No era el miedo a los abismos galácticos lo que helaba su alma, sino una más profunda inquietud que brotaba desde el futuro aún por nacer. Pues él había dejado atrás las escalas del tiempo de su origen humano; ahora mientras contemplaba aquella banda de noche sin estrellas, conoció los primeros atisbos de la eternidad que ante él se abría.
Recordó luego que nunca estaría solo, y cesó lentamente su pánico. Se restauró en él la nítida percepción del Universo… aunque no lo sabía del todo por sus propios esfuerzos. Cuando necesitara guía en sus primeros y vacilantes pasos, allí estaría ella.
Confiado de nuevo, como un buceador de grandes profundidades que ha recuperado el dominio de sus nervios y su ánimo, lanzóse a través de los años-luz. Estalló la Galaxia del marco mental en que la había encerrado; estrellas y nebulosas se derramaron, pasando ante él en ilusión de infinita velocidad. Soles fantasmales explotaron y quedaron atrás, mientras él se deslizaba como una sombra a través de sus núcleos; la fría y oscura inmensidad del polvo cósmico que antes tanto temiera, parecía sólo el batir del ala de un cuervo a través de la cara del sol.
Las estrellas estaban diluyéndose, el resplandor de la Vía Láctea iba trocándose en pálido resplandor de la magnificencia que él conociera… y que, cuando estuviera dispuesto, volvería a conocer.
Volvía a estar, precisamente donde lo deseaba, en el espacio que los hombres llamaban real.