44 — Recepción

La columna de fuego estaba moviéndose sobre el borde del sol, como una tormenta que pasara más allá del horizonte, las escurridizas guedejas de luz no se movían ya a través del paisaje estelar de rojizo resplandor, a miles de kilómetros más abajo. En el interior de la cápsula espacial, protegido de un medio que podría aniquilarle en una milésima de segundo, David Bowman esperó cualquier cosa que le hubiese sido preparada.

La Enana Blanca estaba sumiéndose con rapidez a medida que discurría a lo largo de su órbita; ahora tocó el horizonte, lo incendió, y desapareció. Un falso crepúsculo se tendió sobre el infierno de abajo, y en el súbito cambio de iluminación, Bowman se dio cuenta de que algo estaba aconteciendo en el espacio que le rodeaba.

El mundo del rojo sol pareció rielar, como si lo estuviera mirando a través de agua corriente. Durante un momento se preguntó si sería algún efecto de refracción, causado quizá por el paso de alguna insólita y violenta onda de choque a través de la torturada atmósfera en la que estaba inmerso.

Iba atenuándose la luz, como si fuera a surgir un segundo crepúsculo. Involuntariamente, Bowman miró hacia arriba, pero inmediatamente recordó que allí la principal fuente de luz no era el firmamento, sino el resplandeciente mundo de abajo.

Parecía como si paredes de algún material como cristal ahumado estuvieran espesándose en torno suyo, interceptando el rojo fulgor y oscureciendo la vista. Todo se hizo más y más oscuro; el débil bramido de los huracanes estelares se desvaneció también. La cápsula espacial estaba flotando en el silencio, y en la noche. Un momento después se produjo el más suave de los topetazos al posarse sobre alguna superficie dura.

¿Para descansar en qué?, se preguntó incrédulamente Bowman. Hízose de nuevo la luz y la incredulidad dio paso a una descorazonadora desesperación, pues al ver lo que le rodeaba supo que debía de estar loco.

Estaba preparado, pensaba, para cualquier portento. La única cosa que nunca hubiera esperado era el máximo y cabal lugar común.

La cápsula espacial estaba descansando sobre el pulido piso de una elegante y anónima suite de hotel, que bien podría haberse hallado en cualquier gran ciudad de la Tierra. Y él miraba fijamente a una gran sala de estar con una mesa de café, un diván, una docena de sillas, un escritorio, varias lámparas, una librería semillena y con algunas revistas, y hasta un jarrón con flores. El Puente de Arlés de Van Gogh colgaba en una pared…, El mundo de Cristina de Weyth, en otra, estaba seguro que cuando abriese el cajón central del escritorio hallaría una Biblia en su interior…

Si realmente estaba loco, sus fantasías estaban maravillosamente organizadas. Todo era perfectamente real; nada desapareció cuando volvió la espalda. El único elemento incongruente en la escena —y ciertamente el mayor— era la propia cápsula espacial.

Durante prolongados minutos, Bowman no se movió de su asiento. Había esperado a medias que la visión que le rodeaba desapareciera, mas permaneció tan sólida como cualquier otra cosa que hubiera visto en su vida.

Era real, o… bien una quimera de los sentidos, pero tan bien ideada, que no había medio alguno de distinguirla de la realidad. Quizá se trataba de alguna clase de prueba; de ser así, no sólo su destino, sino el de la raza humana, podía depender de sus acciones en los próximos minutos.

Podía quedarse sentado y esperar que sucediera algo, o bien podía abrir la cápsula y enfrentarse a la realidad de la escena que le rodeaba. El piso parecía ser sólido; al menos soportaba el peso de la cápsula espacial. No era probable que se hundiese en él… fuese lo que realmente fuese.

Pero quedaba todavía la cuestión del aire; por todo lo que podía decir, aquella estancia podía estar en el vacío, o bien podía contener una atmósfera ponzoñosa. Lo consideró muy improbable —nadie se tomaría toda aquella molestia sin ocuparse de un detalle tan esencial— pero no se proponía, por su parte, correr riesgos innecesarios. En todo caso, sus años de entrenamiento le hicieron cauteloso a la contaminación; sentía repugnancia a exponerse a un ambiente desconocido, hasta que vio que no quedaba otra alternativa. Aquel lugar tenía el aspecto de la habitación de cualquier hotel de los Estados Unidos. Ello no cambiaba el hecho de que en realidad debía hallarse a cientos de años-luz del Sistema Solar.

Cerró el casco de su traje, se embutió en éste, y pulsó el botón de la escotilla de la cápsula espacial. Hubo un ligero silbido al igualar las presiones, y acto seguido salió a la estancia.

Por lo que podía decir, se encontraba en un campo gravitatorio completamente normal. Levantó un brazo, y lo dejó caer luego libremente. En menos de un segundo quedó pendiente de su costado.

Esto lo hacía parecer todo doblemente irreal. Allí estaba él, llevando un traje espacial, de pie —cuando debía de estar flotando— al exterior de un vehículo que sólo podía funcionar como era debido en ausencia de gravedad. Todos sus normales reflejos de astronauta estaban subvertidos; tenía que pensar antes de hacer cada movimiento.

Como un hombre en trance, caminó lentamente desde la desnuda y desamueblada parte de la habitación hacia la suite. La cual no desapareció —como casi lo había esperado— al aproximarse él, sino que permaneció perfectamente real… y al parecer perfectamente sólida.

Se detuvo al lado de la mesa de café. En ella había un convencional imagen-fono sistema Bell, junto con la guía local. Se inclinó y tomó ésta con sus torpes manos enguantadas.

Portaba el nombre WASHINGTON D.C. en la familiar tipografía que había visto miles de veces.

Miró luego más atentamente y por primera vez tuvo la prueba objetiva de que, aun cuando todo aquello podía ser real, no estaba en la Tierra.

Sólo pudo leer la palabra WASHINGTON, el resto de la impresión era borrosa, como si hubiese sido copiado de la fotografía de un periódico. Abrió la guía al azar y hojeó las páginas. Eran todas de un terso material blanco que no era precisamente papel, aunque se le parecía mucho… y no estaban impresas.

Alzó el receptor telefónico y lo apretó contra el plástico de su traje, de haber habido un sonido de marcaje, lo podría haber oído a través del material conductor. Pero, tal como lo había esperado, allí sólo había silencio.

Así pues… todo ello era un fraude, aunque fantásticamente realizado. Y, claramente, no estaba destinado a engañar sino más bien —lo esperaba— a tranquilizar. Éste era un pensamiento muy consolador; sin embargo no se quitaría el traje hasta haber completado su recorrido de exploración.

Todo el mobiliario parecía bueno y bastante sólido; probó las sillas, que soportaron su peso. Pero los cajones del escritorio no se abrieron, eran ficticios.

Así lo eran también los libros y revistas; al igual que la guía telefónica, sólo eran legibles los títulos. Formaban una rara selección… la mayoría best-sellers más bien inútiles, unas cuantas obras sensacionalistas y algunas autobiografías muy vendidas. No había nada que tuviese menos de tres años de antigüedad, y poco de cualquier contenido intelectual. No es que ello importase, pero los libros no podían siquiera sacarse de los estantes.

Había dos puertas que se abrían con bastante facilidad. La primera le dio paso a un dormitorio pequeño pero acogedor, compuesto por una cama, escritorio, dos sillas, interruptores de luz que funcionaban realmente, y un ropero. Abrió éste y se vio contemplando cuatro trajes, una bata, una docena de camisas blancas, y varios juegos de ropa interior, todo ello bien dispuesto en colgadores y compartimientos.

Tomó uno de los trajes y lo examinó cuidadosamente. Por lo que podía juzgar con sus manos enguantadas, estaba confeccionado con un material que era más bien piel que lana. También estaba un poco pasado de moda, en la Tierra, nadie llevaba trajes de pechera simple por lo menos desde hacía cuatro años.

Anexo al dormitorio se hallaba un cuarto de baño completo, con todos sus dispositivos, los cuales vio con alivio que no eran ficticios, sino que funcionaban perfectamente. Y después había una cocinita, con hornillo eléctrico, frigorífico, alacenas, cubiertos, fregadero, mesa y sillas. Bowman comenzó a explorarla no sólo con curiosidad sino con creciente hambre.

Abrió primero el frigorífico y brotó de él una oleada de fría niebla. Sus estantes estaban bien provistos con paquetes y latas de conservas, todo perfectamente familiar a la distancia, aunque de cerca sus etiquetas estaban borrosas e ilegibles. Sin embargo, había una notable ausencia de huevos, mantequilla, leche, carne, frutas o cualquier otro alimento natural; el frigorífico había sido surtido con artículos sometidos ya a un proceso y empaquetados o enlatados.

Bowman tomó una caja de cartón de un familiar cereal para el desayuno, pensando al hacerlo que era bien raro que se le mantuviera helado. Pero en el momento en que alzó el paquete, conoció a buen seguro que no contenía copos de avena; era demasiado pesado.

Lo abrió y examinó el contenido, que era una sustancia azul ligeramente húmeda del peso y contextura de un budín. Aparte de su raro color, tenía un aspecto muy apetitoso.

«Pero esto es ridículo —se dijo Bowman—. Estoy casi seguro de que me vigilan, y debo parecer un idiota llevando este traje. Si ésta es alguna prueba de inteligencia, probablemente he fracasado ya». Y sin más vacilación, se fue al dormitorio y comenzó a soltar el sujetador de su casco. Una vez suelto, alzó el casco una fracción de centímetro y olisqueó cautelosamente. Tanto como podía decirlo, estaba respirando aire perfectamente normal.

Se quitó todo el casco, lo arrojó sobre el lecho, y comenzó agradecidamente —y más bien premiosamente— a quitarse su traje. Una vez hubo acabado, se estiró, hizo unas cuantas aspiraciones profundas y colgó el traje entre las prendas de vestir más convencionales del ropero. Aparecía más bien raro, allí, pero el espíritu de aseo y pulcritud que Bowman compartía con todos los astronautas, jamás le habría permitido dejarlo en cualquier otra parte.

Fue luego prestamente a la cocina, y comenzó a inspeccionar atentamente la caja de «cereal».

El budín azul tenía un ligero olor a especias, algo así como macarrones. Bowman lo sopesó, rompió un trozo de él y lo olisqueó cautelosamente. Aunque estaba seguro de que no habría ningún intento deliberado de envenenarle, siempre cabía la posibilidad de errores… especialmente en materia tan compleja como la bioquímica.

Mordió un poco del trozo, lo masticó luego y lo tragó después; era excelente, aunque su sabor era tan fugaz como para resultar indescriptible. Si cerraba los ojos, podía imaginar que era carne, o pan integral, o hasta fruta seca. A menos que se produjeran efectos posteriores, no había de temer la muerte por inanición.

Una vez que había comido algunos bocados de aquella sustancia y se sintió satisfecho, buscó algo que beber. Había media docena de latas de cerveza —de famosa marca también— en el fondo del frigorífico, y tomó una, abriéndola.

Pero la lata no contenía cerveza; con gran desilusión de Bowman, encerraba más del alimento azul.

En pocos segundos abrió una docena de los paquetes y latas. Su contenido era el mismo a pesar de sus variadas etiquetas; al parecer su dieta iba a ser un tanto monótona, y no tendría más que agua por bebida. Llenó un vaso del grifo del fregadero, y bebió.

A las primeras gotas escupió el líquido; su sabor era terrible. Luego algo avergonzado de su primitiva reacción, se obligó a beber el resto.

Aquel primer sorbo le había bastado para identificar el líquido. Su sabor era terrible debido a que no tenía ninguno: el grifo suministraba agua pura destilada. Sus desconocidos huéspedes evidentemente no incurrían en riesgos sobre su salud.

Sintiéndose muy refrescado, tomó luego una rápida ducha. No había jabón, lo cual era otro pequeño engorro, pero sí un eficiente secador de aire caliente en el cual se demoró, regodeándose un rato antes de coger unos calzoncillos, una camiseta y la bata del ropero. Seguidamente, se tendió en la cama, clavó la mirada en el techo, e intentó dar un sentido a aquella fantástica situación.

Había hecho pocos progresos, cuando fue distraído por otra clase de pensamiento. Inmediatamente sobre la cama había el acostumbrado aparato, tipo hotel, de televisión; había supuesto que, al igual que el teléfono y los libros, era imitado.

Pero el artefacto de control que se hallaba sobre un brazo giratorio junto al lecho tenía un aspecto tan realista, que no resistió la tentación de manosearlo juguetonamente; y cuando sus dedos tocaron el botón de encendido, la pantalla se iluminó.

Febrilmente, comenzó a pulsar al azar los botones de selección de canales, y casi al instante apareció la primera imagen.

Era un conocidísimo comentador de noticias africano, discutiendo los intentos efectuados para conservar los últimos restos de la fauna de su país. Bowman escuchó durante breves segundos, tan cautivado por el sonido de una voz humana, que no le importó lo más mínimo de qué estaba hablando. Luego cambió sucesivamente de canales.

En los siguientes cinco minutos, contempló así una orquesta sinfónica ejecutando el Concierto para violín de Walton; un debate sobre el triste estado del auténtico teatro; un informe sobre el modo de robar por medio de puertas secretas en casas de mal vivir, en algún lenguaje oriental; un psicodrama; tres comentarios de noticias; un partido de fútbol; una conferencia sobre geometría sólida (en ruso) y varias sintonías de transmisiones de datos. Era, en efecto, una selección perfectamente normal de los programas mundiales de televisión, y, aparte del beneficio psicológico que le proporcionó, le confirmó una sospecha que ya había estado germinando en su mente.

Todos aquellos programas databan de hacía dos años. De alrededor de cuando fuera descubierto T.M.A.-1; resultaba difícil creer que se tratara de una simple coincidencia. Algo había estado captando las ondas de radio; aquel bloque de ébano había estado más ocupado de lo que se había supuesto.

Continuó haciendo surgir imágenes, y de súbito reconoció una escena familiar. Allá estaba su propia suite de hotel, ocupada por un célebre actor que estaba acusando furiosamente a una amante infiel. Bowman dirigió una mirada de reconocimiento a la sala que acababa de abandonar… y cuando la cámara siguió a la indignante pareja hacia el dormitorio, miró involuntariamente a la puerta, para ver si alguien estaba entrando.

Así era, pues, como había sido preparada para él aquella zona de recepción; sus huéspedes habían basado sus ideas de la vida terrestre en los programas de Televisión. Su sensación de hallarse en el escenario de una película era casi literalmente verdadera.

Por el momento había sabido cuanto deseaba, y apagó el aparato. «¿Qué haré ahora?», se preguntó, entrelazando sus dedos detrás de su cabeza y con la mirada fija en la vacía pantalla.

Estaba física y emocionalmente agotado, y, sin embargo, le parecía imposible que pudiera dormir en tan fantásticos aledaños, y más lejos de la Tierra de lo que cualquier hombre lo hubiera estado en toda la Historia. Pero el cómodo lecho, y la instintiva sabiduría del cuerpo, conspiraron juntos contra su voluntad.

Tanteó en busca del conmutador de la luz, y la habitación se sumió en la oscuridad. Y en pocos segundos, pasó más allá del alcance de los sueños.

Así, por última vez, David Bowman durmió.