43 — Infierno

Ahora existía sólo el rojo sol, llenando el firmamento de uno a otro confín. Estaba tan próximo, que su superficie no se hallaba ya helada en la inmovilidad por la pura escala. Nódulos luminosos se movían de un lado a otro, ciclones de gas ascendían y descendían, y protuberancias volaban lentamente hacia los cielos. ¿Lentamente? Debían estar elevándose a un millón de kilómetros por hora, para que su movimiento fuese visible a sus ojos…

Ni siquiera intentó tomar la escala del infierno hacia el cual estaba descendiendo. Las inmensidades de Saturno y Júpiter le habían destrozado, durante el vuelo de la Descubrimiento por aquel sistema solar a millones de kilómetros de distancia. Pero todo cuanto aquí veía era cien veces más grande, y no podía sino aceptar las imágenes que estaban inundando su mente, sin intentar interpretarlas.

Con aquel mar de fuego expandiéndose debajo de él, Bowman debiera de haber tenido miedo… pero, harto singularmente, sólo sentía una ligera aprensión. No era que su mente estuviera pasmada ante aquellas maravillas, la lógica le decía que seguramente debía hallarse bajo la protección de alguna inteligencia controladora y casi omnipotente. Estaba ahora tan próximo al rojo sol, que hubiese ardido en un instante, de no hallarse protegido de su radiación por alguna pantalla invisible. Y durante su viaje, había estado sometido a aceleraciones que le debieron haber triturado instantáneamente… y, sin embargo, no había sentido nada. Si se habían tomado tanto cuidado en preservarle, había aún margen para la esperanza.

La cápsula espacial estaba moviéndose ahora a lo largo de un somero arco casi paralelo a la superficie de la estrella, pero descendiendo lentamente hacia ella. Y ahora, por primera vez, Bowman percibió sonidos. Era como un débil y constante bramido, interrumpido de cuando en cuando por crujidos como los del papel al rasgarse o chasquidos de relámpagos lejanos. Ello podía ser tan sólo débiles ecos de una inimaginable cacofonía; la atmósfera que le rodeaba debía estar rasgada por impactos que podían reducir a átomos cualquier objeto material. Sin embargo, él estaba protegido de aquel restallante y quebrador tumulto, tan eficazmente como del calor. Aunque montañas ígneas de miles de kilómetros de altura se alzaban y se derrumbaban en su derredor, estaba completamente aislado de toda esa violencia. Las energías de la estrella pasaban delirantes ante él, como si estuvieran en otro universo; la cápsula se movía sosegadamente, como atravesándolas sin verse zarandeada ni achicharrada.

Los ojos de Bowman, ya no desesperadamente confusos por la grandeza y la maravillosa extrañeza de la escena, comenzaron a captar detalles que debían de haber estado allí antes, pero que sin embargo no había percibido. La superficie de aquella estrella no era un informe caos; había forma allí, como en todo lo que crea la naturaleza.

Reparó primero en los pequeños remolinos de gas —probablemente no mayores que Asia o África— que vagaban sobre la superficie de la estrella. A veces podía mirar directamente al interior de uno de ellos, viendo regiones más oscuras y frías. Cosa bastante curiosa, parecía no haber manchas; éstas quizás eran una dolencia peculiar de la estrella que alumbraba a la Tierra.

Y había nubes ocasionales, como penachos de humo barridos por un vendaval. Quizá fuera humo realmente, pues aquel sol era tan frío que podía existir en él un fuego auténtico. Podían quemarse componentes químicos y tener una vida de pocos segundos, antes de que fueran barridos por la rabiosa violencia nuclear que les rodeaba.

El horizonte se estaba abrillantando, trocando su color rojo sombrío en un amarillo, luego en un azul y después en un intenso y clareante violeta. La Enana Blanca estaba alzándose sobre el horizonte, arrastrando consigo su marea estelar.

Bowman se protegió los ojos con las manos ante el intolerable fulgor del pequeño sol, y enfocó el revuelto paisaje estelar, cuyo campo gravitatorio aspiraba hacia el firmamento. En una ocasión había visto una tromba atravesando el Caribe; esta llameante torre tenía casi la misma forma. Sólo la escala era ligeramente diferente, pues en su base la columna era probablemente mas vasta que el planeta Tierra.

Y luego, inmediatamente bajo él, Bowman reparó en algo que era seguramente nuevo, puesto que difícilmente pudo haberlo omitido antes, de haber estado allí. Moviéndose a través del océano de gas incandescente, había miríadas de brillantes burbujas que relucían con perlada luz, apareciendo y desapareciendo en un período de breves segundos. Y todas ellas se movían también en la misma dirección, como salmones corriente arriba; a veces oscilaban atrás y adelante de forma que se entrelazaban sus trayectorias, pero no se tocaban en ningún momento.

Había miles de ellas, y cuanto más las contemplaba Bowman, más se convencía que su movimiento tenía un propósito. Estaban demasiado lejos de él como para descubrir detalles de su estructura; mas el que pudiera simplemente verlas en aquel colosal panorama, suponía que tenían que tener un diámetro de docenas —y quizá de centenares— de kilómetros. Si eran seres organizados, ciertamente eran leviatanes, construidos a la escala del mundo que habitaban.

Quizá fueran sólo nubes de plasma, poseyendo estabilidad temporal por alguna singular combinación de fuerzas naturales, como las efímeras esferas o bolas de fuego que aún desconcertaban a los científicos terrestres. Ésta era una fácil, y quizá consoladora, explicación; pero al mirar Bowman abajo, hacia aquel vasto torrente estelar, no pudo realmente creerlo. Aquellos relucientes nódulos de luz sabían adónde se dirigían; estaban convergiendo deliberadamente hacia el pilar de fuego elevado por la Enana Blanca al orbitar cerca del astro central.

Bowman clavó la mirada nuevamente en aquella columna ascendente, que se movía ahora a lo largo del horizonte, bajo la minúscula y maciza estrella que la gobernaba. ¿Podía ser pura imaginación… o había allí retazos de luminosidad más brillante trepando por aquel enorme géiser de gas, como si miríadas de centelleantes chispas se hubiesen combinado en continentes enteros de fosforescencia?

La idea sobrepasaba casi la fantasía, pero quizá estaba contemplando nada menos que una migración de estrella a estrella, a través de un puente de fuego. Si se trataba de un movimiento de irracionales bestias cósmicas conducidas a través del espacio por algún perentorio apremio, o un vasto concurso de entes dotados de inteligencia, eso no lo sabría probablemente jamás.

Estaba moviéndose a través de un nuevo orden de creación, con el cual pocos hombres soñaron siquiera. Más allá de los reinos del mar y la tierra y el aire y el espacio se hallaba el reino del fuego, del cual él sólo había tenido el privilegio de tener un vislumbre. Era demasiado esperar que también lo comprendiese.