42 — El firmamento extraterrestre

Muy lejos, al frente, las paredes de la hendidura se estaban haciendo confusamente visibles de nuevo, a la débil luz que se difundía hacia abajo, procedente de alguna fuente oculta aún. Y luego la oscuridad rasgóse bruscamente, al lanzarse la cápsula espacial hacia arriba, en dirección a un firmamento constelado de estrellas.

Se encontraba, pues, de nuevo en el espacio, pero una simple ojeada le dijo que estaba a siglos luz de la Tierra. Ni siquiera intentó encontrar ninguna de las familiares constelaciones que desde el comienzo de la historia habían sido amigas del hombre, quizá ninguna de las estrellas que destellaban alrededor suyo había sido jamás contemplada por el ser humano a simple vista.

La mayoría de ellas estaban concentradas en un resplandeciente cinturón, cortado acá y allá por franjas de oscurecedor polvo cósmico, que daba la vuelta completamente al firmamento. Era como la Vía Láctea, pero docenas de veces más brillante; Bowman se preguntó si sería su propia Galaxia, vista desde un punto más próximo a su rutilante y atestado centro.

Esperaba que lo fuera, en tal caso no se hallaría tan lejos de casa. Pero al punto se dio cuenta de que éste era un pueril pensamiento. Se encontraba tan inconcebiblemente lejos del Sistema Solar, que suponía poca diferencia que se hallase en su propia Galaxia, o en la más distante que cualquier telescopio hubiera vislumbrado.

Miró hacia atrás, para ver la cosa de la que estaba elevándose, y experimentó otra conmoción. No había allí un mundo gigante de múltiples facetas, ni cualquier duplicado de Japeto. No había nada… excepto una sombra, negra como la tinta sobre las estrellas, como una puerta que se abriese de una estancia oscurecida a una noche más oscura aún. Mientras la contemplaba, la puerta se cerró. No se retiró ante él, sino que se llenó lentamente con estrellas, como si hubiese sido reparada una grieta en la fábrica del espacio. Luego quedó solo bajo el cielo extraterrestre.

La cápsula espacial estaba girando lentamente, y al hacerlo, presentaba a su vista nuevas maravillas. Fue primero un enjambre estelar perfectamente esférico, cuyas estrellas se apiñaban más y más hacia el centro, hasta convertir su corazón en un eterno fulgor. Sus bordes exteriores estaban mal definidos… un halo de soles que se atenuaba lentamente, emergiendo imperceptiblemente sobre el fondo de estrellas más distantes.

Aquella magnífica aparición, Bowman lo sabía, era un cúmulo globular. Estaba contemplando algo que ningún ojo humano había visto jamás sino como un borrón luminoso en el campo de un telescopio. No podía recordar la distancia del más cercano cúmulo conocido, pero estaba seguro que no había ninguno en un radio de mil años-luz del Sistema Solar.

La cápsula continuaba su lenta rotación, para revelar una vista más rara… un inmenso sol rojo varias veces mayor que la Luna vista desde la Tierra. Bowman pudo mirar su cara sin molestia; a juzgar por su color no era más caliente que un carbón incandescente. Acá y allá, encajados en el sombrío rojo, había ríos de brillante amarillo… incandescentes Amazonas, serpeando por meandros de millones de kilómetros antes de perderse en los desiertos de aquel agonizante sol.

¿Agonizante? No…, ésa era una impresión totalmente falsa, nacida de la experiencia humana y de las emociones despertadas por las tonalidades de las pinceladas de las puestas de sol, o el resplandor de los evanescentes rescoldos. Era una estrella que había dejado tras de sí las ardientes extravagancias de su juventud, había recorrido los violetas, azules y verdes del espectro en unos cuantos y fugaces miles de millones de años, y se había instalado ahora en una pacífica madurez de inimaginable duración. Todo cuanto había sucedido antes no era ni una milésima de lo que estaba por venir; la historia de esa estrella apenas había comenzado.

La cápsula había dejado de girar, el gran sol rojo se hallaba directamente enfrente de ella. Aunque no había sensación alguna de movimiento, Bowman sabía que estaba aún bajo el poder de una fuerza que lo había llevado allí desde Saturno. Toda la habilidad y pericia ingenieril de la Tierra parecía ahora desoladoramente primitiva ante los poderes que le estaban llevando ante un inimaginable sino.

Miró con fijeza al firmamento de enfrente, intentando descubrir la meta a la que estaba siendo llevado… quizás algún planeta en órbita alrededor de aquel gran sol. Mas no había nada allí que mostrase cualquier disco visible o una excepcional brillantez; si había planetas en órbita no podía distinguirlos sobre el fondo estelar.

Diose cuenta de pronto que algo raro estaba sucediendo en el mismo borde del disco solar carmesí. Había aparecido allí un blanco fulgor, cuyo brillo aumentaba rápidamente, se preguntó si estaba viendo una de aquellas súbitas explosiones o fogonazos, que perturban a la mayoría de las estrellas de vez en cuando.

La luz se hizo más brillante y azul, comenzando a esparcirse a lo largo del borde del sol, cuyas tonalidades rojo sangre palidecieron rápidamente por el contraste. Era casi, se dijo Bowman, sonriendo ante lo absurdo del pensamiento, como si estuviera contemplando alzarse el sol… en un sol.

Y así era, en verdad. Sobre el inflamado horizonte se alzaba algo no más grande que una estrella, pero tan brillante que el ojo no podía soportarlo. Un simple punto de radiación blanquiazul, como la de un arco voltaico, estaba moviéndose a gran velocidad a través de la cara del gran sol. Debía de hallarse muy próximo a su gigantesco compañero, pues inmediatamente debajo de él, arrastrado hacia arriba por su tirón gravitatorio se alzaba una columna ígnea de miles de kilómetros de altura. Era como si la ola de una marea de fuego discurriese constante a lo largo del ecuador de aquella estrella, en vana persecución de la extraña aparición que cruzaba a gran velocidad por su firmamento.

Aquella cabeza de alfiler de incandescencia debía ser una Enana Blanca… una de aquellas extrañas y fogosas estrellitas no mayores que la Tierra, pero que tenían un millón de veces su masa. No eran raras tan mal aparejadas parejas estelares, pero Bowman no soñó siquiera jamás que un buen día estaría contemplando un par de ellas con sus propios ojos.

La Enana Blanca había cruzado casi la mitad del disco de su compañera —debía necesitar sólo minutos para describir una órbita completa—, cuando Bowman estuvo por fin seguro que también él estaba moviéndose. Frente a él, una de las estrellas estaba tornándose más brillante con rapidez, y comenzaba a derivar contra su fondo. Debía ser algún cuerpo pequeño y redondo…, quizás el mundo hacia el cual estaba viajando él ahora.

Llegó a él con insospechada velocidad; y vio que no era ningún mundo en absoluto.

Una telaraña o celosía de metal de resplandor opaco, de cientos de kilómetros de extensión, surgía de la nada hasta llenar el firmamento. Desperdigadas a través de su superficie, vasta como un continente, había estructuras grandes como ciudades, pero que tenían el aspecto de máquinas. En torno a muchas de ellas había reunidas docenas de objetos más pequeños, alineados en pulcras hileras y columnas. Bowman pasó ante varios de tales grupos antes de darse cuenta que eran flotas de astronaves; estaba volando sobre un gigantesco aparcamiento orbital.

Debido a que no había objetos familiares por los cuales pudiera estimar la escala de aquella escena rutilante, le resultaba casi imposible calcular el tamaño de las naves suspendidas allá en el espacio. Pero desde luego, eran enormes, debiendo tener algunas de ellas varios kilómetros de longitud. Eran de diversas formas… esferas, cristales con facetas, afilados lápices, ovoides, discos. Aquél debía ser uno de los puntos de reunión para el comercio interestelar.

O lo había sido… quizás hacía un millón de años. Pues Bowman no pudo apreciar en ninguna parte señal alguna de actividad; aquel extensísimo aeropuerto espacial estaba tan muerto como la Luna.

Lo sabía no sólo por la ausencia de movimiento, sino por signos inconfundibles como eran los grandes boquetes abiertos en la metálica tela de araña, semejantes a aguijonazos de asteroides que la hubieran traspasado hacía siglos. Aquél no era ya un lugar de aparcamiento, sino un cementerio de chatarra cósmica.

Sus constructores habían muerto hacía siglos, y al percatarse de ello, Bowman sintió que se le encogía el corazón. Aunque no sabía qué era lo que había que esperar, cuando menos sí había creído poder hallar alguna inteligencia en las estrellas. Mas al parecer, había llegado demasiado tarde. Había caído en una trampa antigua y automática, colocada con algún propósito desconocido, y que seguía funcionando mucho después de que sus constructores desaparecieran. Ella le había hecho atravesar la Galaxia y lo había echado —¿con cuántos otros?—, a aquel celeste mar de los Sargazos, condenándole a morir muy pronto, cuando se le agotara el aire.

Bien, era irrazonable esperar más. Había visto ya maravillas por cuya contemplación habrían sacrificado sus vidas muchos hombres. Pensó en sus compañeros muertos; él no tenía motivo alguno de queja.

Luego vio que el abandonado aeropuerto espacial estaba deslizándose aún ante él a velocidad no disminuida. Pasaron entonces los suburbios, y luego su mellado borde, que no eclipsaba ya parcialmente a las estrellas. Y en pocos minutos, todo quedó atrás.

Su destino no estaba allí… sino más adelante, en el inmenso sol carmesí hacia el cual estaba yendo ahora, inconfundiblemente, la cápsula espacial.