41 — Gran Central

No había sensación alguna de movimiento, pero estaba cayendo hacia aquellas imposibles estrellas que titilaban en el oscuro corazón de una luna. No… estaba seguro de que no era allí donde realmente estaban. Deseaba, ahora que ya era demasiado tarde, haber prestado más atención a aquellas teorías del hiperespacio, de conductos tridimensionales. Para David Bowman no eran ya teorías.

Quizá estuviera hueco aquel monolito de Japeto; o acaso el techo era sólo una ilusión, o una especie de diafragma que se había abierto para dejarle paso (¿Pero, a qué?). Tanto como podía fiar en sus sentidos, le parecía estar cayendo verticalmente por un inmenso pozo rectangular, de más de mil metros de profundidad. Estaba moviéndose cada vez más rápidamente… pero el distante final no cambiaba nunca de tamaño, y permanecía siempre a la misma distancia de él.

Sólo las estrellas se movían, al principio tan lentamente que pasó algún tiempo antes de que se percatase de que se escapaban fuera del marco que las contenía. Pero en un instante, fue evidente que el campo de estrellas estaba extendiéndose, como si se precipitara hacia él a velocidad inconcebible. Era una expansión no-lineal; las estrellas del centro apenas parecían moverse, mientras que las de la esquina aceleraban cada vez más, hasta convertirse en regueros luminosos antes de desaparecer de la vista.

Había siempre otras que las reemplazaban, fluyendo en el centro del campo de una fuente al parecer inextinguible. Bowman se preguntó qué pasaría si una estrella viniera en derechura hacia él: ¿continuaría expandiéndose mientras se zambullía él en la cara de un sol? Mas ninguna llegó lo bastante cerca como para mostrar su disco; todas terminaban por virar a un lado, y dejaban su reguero sobre el borde de su marco rectangular.

Y aún seguía sin aproximarse al final del pozo. Era como si las paredes se estuvieran moviendo con él, transportándolo a su desconocido destino. O quizá estaba él realmente sin movimiento, y era el espacio que se movía ante él…

No era sólo el espacio, se percató de súbito, lo que participaba en lo que le estaba sucediendo. También el reloj del pequeño panel instrumental de la cápsula se estaba comportando de una manera muy extraña.

Normalmente, los números de la casilla de las décimas de segundo cambiaban con tanta rapidez que era casi imposible leerlos; ahora estaban apareciendo y desapareciendo a discretos intervalos, y podía contarlos uno por uno sin dificultad. Los mismos segundos pasaban con increíble lentitud, como si el propio tiempo se hubiese retardado y fuera a detenerse. Finalmente, el contador de las décimas de segundo se detuvo entre 5 y 6.

Sin embargo, él podía aún pensar, y hasta observar cómo las paredes de ébano se deslizaban a una velocidad que podía haber sido entre cero y un millón de veces la de la luz. Como fuera, no se sintió sorprendido ni alarmado en lo más mínimo. Por el contrario, experimentó una sensación de tranquila expectativa, tal como la conociera cuando los médicos del espacio lo probaron con drogas alucinógenas. El mundo que le rodeaba era extraordinario y maravilloso, mas no había en él nada que temer. Había viajado aquellos millones de kilómetros en busca de misterio; y ahora, al parecer, el misterio estaba yendo a él.

El rectángulo de enfrente se estaba haciendo más luminoso, y los regueros de las estrellas palidecían contra un firmamento lechoso, cuya brillantez aumentaba a cada momento. Parecía como si la cápsula espacial se dirigiera a un banco de nubes, uniformemente iluminado por los rayos de un sol invisible.

Estaba emergiendo del túnel. El distante extremo, que hasta entonces había permanecido a aquella misma distancia indeterminada, ni aproximándose ni alejándose, había comenzado de súbito a obedecer las leyes normales de la perspectiva. Estaba haciéndose más próximo y ensanchándose constantemente ante él. Al mismo tiempo, sintió que estaba moviéndose hacia arriba, y por un fugaz instante se preguntó si no habría caído a través de Japeto y estaría ahora ascendiendo del otro lado. Mas aun antes de que la cápsula espacial se remontara al claro, supo que aquel lugar no tenía nada que ver con Japeto, o con cualquier mundo al alcance de la experiencia del hombre.

No había allí atmósfera, pues podía ver todos los detalles sin el menor empañamiento, nítidos hasta un horizonte increíblemente remoto y liso. Debía hallarse sobre un mundo de enorme tamaño… quizá mucho más grande que la Tierra. Sin embargo, a pesar de su extensión, toda la superficie que podía ver Bowman estaba cubierta por formas evidentemente artificiales que debían de tener kilómetros de lado. Era como el rompecabezas de un gigante que jugara con planetas; y en los centros de muchos de aquellos cuadrados, triángulos y polígonos, había las bocas de pozos negros… gemelos de la sima de la que acababa de emerger.

Sin embargo, el firmamento de arriba era aún más extraño —y a su modo de ver, más inquietante— que la improbable tierra que había bajo él. Pues no tenía ninguna estrella, ni tampoco la negrura del espacio. Presentaba sólo una lechosidad de suave resplandor, que producía la impresión de infinita distancia. Bowman recordó una descripción que oyera de la tremenda lividez del Antártico: «Es como estar dentro de una pelota de ping-pong». Aquellas palabras podían ser perfectamente aplicadas a aquel fantasmal paraje, pero la explicación debía ser del todo diferente. Aquel firmamento no podía ser el efecto meteorológico de la niebla y la nieve; aquí había un perfecto vacío.

Luego, al irse acostumbrando los ojos de Bowman al nacarado resplandor que llenaba los cielos, se dio cuenta de otro detalle. El firmamento no se hallaba, como lo creyera a la primera ojeada, completamente vacío. Sobre su cabeza, inmóviles y formando dibujos al parecer casuales, había miríadas de minúsculas motitas negras.

Resultaba difícil verlas, pues eran simples puntos de oscuridad, pero una vez detectadas eran inconfundibles. A Bowman le recordaron algo… algo tan familiar, aunque tan insensato, que rehusó aceptar el paralelismo, hasta que la lógica le obligó a ello.

Aquellos negros boquetitos en el blanco firmamento eran estrellas; podía haber estado contemplando un negativo de la Vía Láctea.

¿Dónde estoy, en nombre de Dios?, se preguntó Bowman; y hasta al hacerse la pregunta, tuvo la seguridad de que jamás podría conocer la respuesta. Parecía como si el espacio se hubiera vuelto de dentro a afuera: aquél no era lugar para el hombre. Aunque en el interior de la cápsula hacía un calor confortable, sintió frío de súbito, y fue atacado por un temblor casi indominable. Deseó cerrar los ojos y descartar la perlada nada que le rodeaba; pero eso sería el acto de un cobarde, y no quería ceder a él.

El horadado y facetado planeta rodaba lentamente bajo él, sin cambio alguno real de escenario. Calculó que estaría a unos quince kilómetros de su superficie, y hubiera podido ver fácilmente cualesquiera signos de vida. Pero aquel mundo estaba totalmente desierto; la inteligencia había llegado allí, marcado en él la impronta de su voluntad, y se había ido de nuevo.

Luego divisó, formando una giba en la lisa llanura a unos treinta kilómetros, una pila toscamente cilíndrica de restos que sólo podían ser el esqueleto de una gigantesca nave. Estaba demasiado distante de él para distinguir detalles, y desaparecieron de vista en unos segundos, pero pudo percibir nervaduras rotas y láminas de metal opacamente relucientes, que habían sido parcialmente peladas como la piel de una naranja. Se preguntó cuántos miles de años debió yacer aquel pecio en aquel desierto tablero de ajedrez… y qué especie de seres lo habían tripulado, navegando entre las estrellas.

Olvidó luego el pecio, pues había algo alzándose sobre el horizonte.

Al principio pareció como un disco plano, pero ello era debido a que estaba dirigiéndose casi directamente hacia él. Al aproximarse y pasar por debajo, vio que tenía forma ahusada, y varias decenas de metros de longitud. Aunque a lo largo de ésta eran débilmente visibles unas bandas, aquí y allá, resultaba difícil enfocarlas, pues el objeto parecía estar vibrando, o quizá girando a muy rápida velocidad.

Una afilada punta remataba ambos extremos del objeto, no percibiéndose ningún signo de propulsión. Sólo una cosa de él era familiar a los ojos humanos: su color. Si en verdad era un artefacto sólido, y no un espejismo, entonces sus constructores compartían quizás algunas de las emociones de los hombres. Mas ciertamente no compartían sus limitaciones, pues el huso parecía estar hecho de oro.

Bowman miró por el sistema retrovisor, para ver cómo se hundía por detrás el objeto, que había hecho caso omiso de su presencia; y ahora vio que estaba descendiendo hacia una de aquellas miles de grandes hendiduras y, segundos después, desapareció en un fogonazo final áureo al zambullirse en el planeta. Y él volvía a estar solo, bajo aquel siniestro firmamento, y la sensación de aislamiento y remoto alejamiento fue más abrumadora que nunca. Luego vio que también él estaba hundiéndose hacia la abigarrada superficie del gigantesco mundo, y que otro de los abismos rectangulares se abría como una boca, inmediatamente bajo él. El vacío firmamento se cerró sobre su cabeza, el reloj se inmovilizó, y una vez más su cápsula fue cayendo entre infinitas paredes de ébano, hacia otro distante retazo de estrellas. Mas ahora estaba seguro de no estar volviendo al Sistema Solar, y en un ramalazo de atisbo que podía haber sido totalmente falso, supo lo que seguramente debía ser aquel objeto.

Era una especie de aparato conmutador cósmico, que hacía pasar el tránsito de las estrellas a través de inimaginables dimensiones de espacio y tiempo. Él estaba pasando, pues, a través de la Gran Estación Central de la Galaxia.