4 — El leopardo

Los instrumentos que habían planeado emplear eran bastante simples, aunque podían cambiar el mundo y dar su dominio a los monos-humanoides. El más primitivo era la piedra manual, que multiplicaba muchas veces la potencia de un golpe. Había luego el mazo de hueso, que aumentaba el alcance y procuraba un amortiguador contra las garras o zarpas de bestias hambrientas. Con estas armas, estaba a su disposición el ilimitado alimento que erraba por las sabanas.

Pero necesitaban de otras ayudas, pues sus dientes y uñas no podían desmembrar con presteza a ningún animal más grande que un conejo. Por fortuna, la Naturaleza había dispuesto de instrumentos perfectos, que sólo requerían ser recogidos.

Primeramente había un tosco pero muy eficaz cuchillo o sierra, de un modelo que serviría muy bien para los siguientes tres millones de años. Era simplemente la quijada inferior de un antílope, con los dientes aún en su lugar; no sufriría ninguna mejora sustancial hasta la llegada del metal. Había también un punzón o daga bajo la forma de un cuerno de gacela, y finalmente un raspador compuesto por la quijada completa de casi cualquier animal pequeño.

El mazo de piedra, la sierra dentada, la daga de cuerno y el raspador de hueso… tales eran las maravillosas invenciones que los monos-humanoides necesitaban para sobrevivir. No tardarían en reconocerlos como los símbolos del poder que eran, pero muchos meses habían de pasar antes de que sus torpes dedos adquirieran la habilidad —o la voluntad— para usarlos.

Quizás, andando el tiempo, habrían llegado por su propio esfuerzo a la terrible y brillante idea de emplear armas naturales como instrumentos artificiales. Pero los viejos estaban todos contra ellos y aún ahora había innumerables oportunidades de fracaso en las edades por venir.

Se había dado a los monos-humanoides su primera oportunidad. No habría una segunda; el futuro se hallaba en sus propias manos.

Crecieron y menguaron lunas; nacieron criaturas y a veces vivieron; débiles y desdentados viejos de quince años murieron; el leopardo cobró su impuesto en la noche; los Otros amenazaron cotidianamente a través del río… y la tribu prosperó. En el curso de un solo año, Moon-Watcher y sus compañeros cambiaron casi hasta el punto de resultar irreconocibles.

Habían aprendido bien sus lecciones; ahora podían manejar todos los instrumentos que les habían sido revelados. El mismo recuerdo del hambre se estaba borrando de sus mentes; y, aunque los cerdos se estaban tornando recelosos, había gacelas y antílopes y cebras en incontables millares en los llanos. Todos estos animales, y otros, habían pasado a ser presa de los aprendices de cazador.

Al no estar ya semiembotados por la inanición, disponían de tiempo para el ocio y para los primeros rudimentos de pensamiento. Su nuevo sistema de vida era ya aceptado despreocupadamente, y no lo asociaban en modo alguno con el monolito que seguía alzado junto a la senda del río. Si alguna vez se hubiesen detenido a considerar la cuestión, se hubiesen jactado de haber creado con su propio esfuerzo sus mejores condiciones de vida actuales; de hecho, habían olvidado ya cualquier otro modo de existencia.

Mas ninguna Utopía es perfecta, y ésta presentaba dos defectos. El primero era el leopardo merodeador, cuya pasión por los monos-humanoides parecía haber aumentado mucho, al estar éstos mejor alimentados. El segundo consistía en la tribu al otro lado del río; pues, como fuese, los Otros habían sobrevivido, negándose tercamente a morir de inanición.

El problema del leopardo fue resuelto en parte por casualidad, y en parte por un serio —en verdad— y casi fatal error cometido por Moon-Watcher. Sin embargo, por entonces le había parecido su idea tan brillante que hasta había bailado de alegría, y quizás apenas podía censurársele por no prever las consecuencias.

La tribu experimentó aún ocasionales días malos, si bien no amenazaran ya su propia supervivencia. Un día, hacia el anochecer, no habían cobrado ninguna pieza; las cuevas hogareñas estaban ya a la vista, cuando Moon-Watcher conducía a sus cansados y mohínos compañeros a recogerse en ellas. Y de pronto en el mismo umbral, toparon con uno de los raros regalos de la Naturaleza.

Un antílope adulto yacía junto a la vereda. Tenía rota una pata delantera, pero el animal conservaba aún mucha de su fuerza combativa, y los chacales merodeadores se mantenían a respetuosa distancia de los cuernos aguzados como puñales. Podían permitirse esperar; sabían que tenían sólo que armarse de paciencia.

Pero habían olvidado la competencia, y se retiraron con coléricos gruñidos a la llegada de los monos-humanoides. Éstos trazaron también un círculo cauteloso manteniéndose fuera del alcance de aquellas peligrosas astas; y seguidamente pasaron al ataque con mazos y piedras.

No fue un ataque muy efectivo o coordinado, para cuando la desdichada bestia hubo exhalado su último aliento, la claridad casi se había ido… y los chacales estaban recuperando su valor. Moon-Watcher, escindido entre el miedo y el hambre se dio lentamente cuenta de que todo aquel esfuerzo podía haber sido en vano. Era demasiado peligroso quedarse allí por más tiempo.

Mas de pronto, y no por primera o última vez, demostró ser un genio. Con inmenso esfuerzo de imaginación, se representó al antílope muerto… en la seguridad de su propia cueva. Y al punto comenzó a arrastrarlo hacia la cara del risco; los demás comprendieron sus intenciones, y comenzaron a ayudarle.

De haber sabido él lo difícil que resultaría la tarea, no la habría intentado. Sólo su gran fuerza, y la agilidad heredada de sus arbóreos antepasados, le permitieron subir el cuerpo por el empinado declive. Varias veces, y llorando por la frustración, abandonó casi su presa, pero le siguió impulsando una obstinación casi tan profundamente arraigada como su hambre. A veces le ayudaban los demás, y a veces le estorbaban; lo más a menudo simplemente le seguían. Pero finalmente se logró; el baqueteado antílope fue arrastrado al borde de la cueva cuando los últimos resplandores de la luz del sol se borraban en el firmamento; y el festín comenzó.

Horas después, ahíto más que harto se despertó Moon-Watcher. Y sin saber por qué se incorporó quedando sentado en la oscuridad entre los desparramados cuerpos de sus igualmente ahítos compañeros, y tendió su oído a la noche.

No se oía sonido alguno, excepto el pesado respirar en derredor suyo; el mundo parecía dormido. Las rocas, más allá de la boca de la cueva, aparecían pálidas como huesos a la brillante luz de la luna, que estaba ya muy alta. Cualquier pensamiento de peligro parecía infinitamente remoto.

De pronto, desde mucha distancia, llegó el sonido de un guijarro al caer. Temeroso, aunque curioso Moon-Watcher se arrastró al borde de la cueva, y escudriñó la cara del risco.

Lo que vio le dejó tan paralizado por el espanto que durante largos segundos fue incapaz de moverse. A sólo siete metros más abajo, dos relucientes ojos dorados tenían clavada la mirada arriba, en su dirección; le tuvieron tan hipnotizado por el pavor que apenas se dio cuenta del listado y flexible cuerpo detrás de ellos, deslizándose suave y silenciosamente de roca en roca. Nunca había trepado antes tan arriba el leopardo. Había desechado las cuevas más bajas, aun cuando debió de haberse dado buena cuenta de que estaban habitadas. Mas ahora iba tras otra caza, estaba siguiendo el rastro de sangre, sobre la ladera del risco, bañada por la luna.

Segundos después, la noche se hizo espantosa con los chillidos de alarma de los monos-humanoides. El leopardo lanzó un rugido de furia, como si se percatara de haber perdido el elemento representado por la sorpresa. Pero no detuvo su avance, pues sabía que no tenía nada que temer.

Alcanzó el borde, y descansó un momento en el exiguo espacio abierto. Por doquiera, en derredor, flotaba el olor de sangre, llenando su cruel y reducida mente con irresistible deseo. Y sin vacilación, penetró silenciosamente en la cueva.

Y con ello cometió su primer error, pues al moverse fuera de la luz de la luna, hasta sus ojos soberbiamente adaptados a la noche quedaban en momentánea desventaja. Los monos-humanoides podían verle, recortada en parte su silueta contra la abertura de la cueva, con más claridad de la que podía él verles a ellos. Estaban aterrorizados, pero ya no completamente desamparados.

Gruñendo y moviendo la cola con arrogante confianza, el leopardo avanzó en busca del tierno alimento que ansiaba. De haber hallado su presa en el espacio abierto exterior, no hubiese tenido ningún problema; pero ahora que los monos-humanoides estaban atrapados, la desesperación les dio el valor necesario para intentar lo imposible. Y por primera vez, disponían de medios para realizarlo.

El leopardo supo que algo andaba mal al sentir un aturdidor golpe en su cabeza. Disparó su pata delantera, y oyó un chillido angustioso cuando sus garras laceraron carne blanda. Luego sintió un taladrante dolor cuando alguien introdujo algo aguzado en sus ijares… una, dos y por tercera vez aún. Giró en redondo y remolineó para alcanzar a las sombras que chillaban y bailaban por todas partes.

De nuevo sintió un violento golpe a través del hocico, chasqueó los colmillos, asestándolos contra una blanca mancha móvil… mas sólo para roer inútilmente un hueso muerto. Y luego, en una final e increíble indignidad… se sintió tirado y arrastrado por la cola.

Giró de nuevo en redondo, arrojando a su insensatamente osado atormentador contra la pared de la cueva, pero hiciera lo que hiciese no podía eludir la lluvia de golpes que le infligían unas toscas armas manejadas por torpes pero poderosas manos. Sus rugidos pasaron de la gama del dolor al de la alarma, y de la alarma al franco terror. El implacable cazador era ahora la víctima, y estaba intentando desesperadamente batirse en retirada.

Y entonces cometió su segundo error, pues en su sorpresa y espanto había olvidado donde estaba. O quizás había sido cegado o aturdido por los golpes llovidos en su cabeza; sea como fuere, salió disparado de la cueva.

Se escuchó un horrible ulular cuando fue a caer en el vacío. Oyóse el batacazo al estrellarse contra una protuberancia de la parte media del risco; después, el único sonido fue el deslizarse de piedras sueltas, que rápidamente se apagó en la noche.

Durante largo rato, intoxicado por la victoria, Moon-Watcher permaneció danzando y farfullando una jerigonza en la entrada de la cueva. Sentía hasta el fondo de su ser que todo su mundo había cambiado y que él no era ya una impotente víctima de las fuerzas que le rodeaban.

Volvió a meterse en la cueva y, por primera vez en su vida, durmió como un leño en ininterrumpido sueño.

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Por la mañana, encontraron el cuerpo del leopardo al pie del risco. Hasta muerto, pasó un rato antes de que alguien se atreviese a aproximarse al monstruo vencido; luego se acercaron, empuñando sus cuchillos y sierras.

Fue una tarea muy ardua, y aquel día no cazaron.