La Descubrimiento aparecía lo mismo que la viera últimamente desde el espacio, flotando en la órbita lunar con la Luna cubriendo la mitad del firmamento. Quizás había un ligero cambio, no podía estar seguro, pero algo de la pintura de su rotulado externo, que mencionaba el objeto de varias escotillas, conexiones, clavijas umbilicales y otros artilugios, se había desvanecido durante su prolongada exposición al Sol sin resguardo.
Éste era ahora un objeto que nadie hubiese reconocido. Era demasiado brillante para ser una estrella, pero se podía mirar directamente a su minúsculo disco sin molestia. No daba calor en absoluto; al tender Bowman sus manos desenguantadas a sus rayos cuando atravesaban la ventana espacial, no sentía nada sobre su piel. Igual podía haber estado calentándose a la luz de la Luna; ni siquiera el extraño paisaje de ochenta kilómetros más abajo le recordaba más vívidamente la remota lejanía en que se encontraba de la Tierra.
Y ahora estaba abandonando, quizá por última vez, el mundo de metal que había sido su hogar durante tantos meses. Aunque no volviese nunca, la nave continuaría cumpliendo con su deber, emitiendo lecturas de instrumentos a la Tierra, hasta que se produjese alguna avería fatal y catastrófica en sus circuitos.
¿Y si volvía él? En tal caso, podría mantenerse con vida y quizá hasta cuerdo, durante unos cuantos meses más. Pero esto era todo, pues los sistemas de hibernación eran inútiles sin ningún computador para instruirlos. No podría posiblemente sobrevivir hasta que la Descubrimiento II verificara su reunión con Japeto, dentro de unos cuatro o cinco años.
Desechó estos pensamientos, al alzarse frente a él el áureo creciente de Saturno. En toda la historia, él era el único hombre que había disfrutado de aquella vista. Para todos los demás ojos, Saturno había mostrado siempre su disco completo iluminado, vuelto del todo hacia el sol. Ahora era un delicado arco, con los anillos formando una tenue línea a través de él… como una flecha a punto de ser disparada a la cara del mismo Sol.
También se encontraba en la línea de los anillos la brillante estrella Titán, y los más débiles centelleos de las otras lunas. Antes de que transcurriera el siglo, los hombres las habrían visitado todas; mas él nunca sabría los secretos que pudieran encerrar.
El agudo límite del ciego y blanco ojo estaba ahora dirigiéndose hacia él; estaba sólo a ciento cincuenta kilómetros, y estaría sobre su objetivo en menos de diez minutos. ¡Cómo deseaba que hubiese algún modo de saber si sus palabras estaban alcanzando la Tierra, que se hallaba a hora y media a la velocidad de la luz! Sería una tremenda ironía si, debido a cualquier avería en el sistema de retransmisión, desapareciera él silenciosamente, sin que nadie supiese jamás lo que le había sucedido.
La Descubrimiento seguía mostrándose como una brillante estrella en el negro firmamento, allá arriba. Seguía adelante mientras él ganaba velocidad durante su descenso, pero pronto los chorros de frenaje de la cápsula moderarían su velocidad y la nave seguiría hasta perderse de vista… dejándolo solo en aquella reluciente llanura, con el oscuro misterio que se alzaba en su centro.
Un bloque de ébano estaba ascendiendo sobre el horizonte, eclipsando las estrellas. Hizo girar la cápsula mediante sus giróscopos, y empleó el impulso total para interrumpir su velocidad orbital. Y en largo y liso arco, descendió hacia la superficie de Japeto.
En un mundo de superior gravedad, la maniobra hubiese supuesto un excesivo despilfarro de combustible. Pero aquí, la cápsula espacial pesaba sólo diez kilos; disponía de varios minutos para permanecer en suspensión antes de gastar demasiado su reserva, quedando varado sin esperanza alguna de retorno a la Descubrimiento, aún en órbita. Mas ello poco importaba en realidad, a fin de cuentas…
Su altitud era todavía de unos ocho kilómetros y estaba dirigiéndose en derechura hacia la inmensa masa oscura que se elevaba con tan geométrica perfección sobre la llanura, desprovista de rasgos característicos. Era tan desnuda como la blanca y lisa superficie de abajo; hasta ahora no había apreciado cuán enorme era realmente. Había muy pocos edificios en la Tierra tan grandes como ella; sus fotografías, minuciosamente medidas, señalaban una altura de casi seiscientos sesenta metros. Y por lo que podía juzgarse, sus proporciones eran precisamente las mismas de T.M.A.-1… aquella curiosa relación de 1 a 4 a 9.
—Estoy a sólo cinco kilómetros ahora, manteniendo la altitud a mil trescientos metros. No aparece aún ningún signo de actividad… nada en ninguno de los instrumentos. Las caras parecen absolutamente suaves y pulidas. ¡De seguro que cabría esperar algún impacto de meteorito al cabo de tanto tiempo!
»Y no hay resto alguno de… lo que supongo se podría llamar el techo. Tampoco ninguna señal de cualquier abertura. Esperaba que pudiera haber alguna manera de…
»Ahora estoy directamente sobre ella, cerniéndome a ciento sesenta metros. No quiero desperdiciar nada de tiempo, pues la Descubrimiento estará pronto fuera de mi alcance. Voy a aterrizar. Seguramente el suelo es bastante sólido… si no lo es me haré trizas al instante.
»Esperen un minuto, esto es raro…
La voz de Bowman se apagó en un silencio de máximo aturdimiento. No es que se hubiese alarmado, sino que no podía literalmente describir lo que estaba viendo.
Había estado suspendido sobre un gran rectángulo liso, de unos doscientos cincuenta metros de largo por sesenta y cinco de ancho, hecho de algo que parecía tan sólido como la roca. Mas ahora aquello parecía retroceder ante él; era exactamente como una de esas ilusiones ópticas, cuando un objeto tridimensional puede, por un esfuerzo de la voluntad parecer volverse de dentro afuera…, intercambiándose de súbito sus partes, próxima y distante.
Eso es lo que estaba ocurriendo a aquella inmensa y aparentemente sólida estructura. De manera imposible, increíble, ya no era un monolito elevándose sobre la lisa llanura. Lo que había parecido ser su techo se había hundido a profundidades infinitas; por un fugaz momento, le pareció como si estuviera mirando a su fuste vertical… un canal rectangular que desafiaba las leyes de la perspectiva, pues su tamaño no disminuía con la distancia.
El ojo de Japeto había guiñado, como si quisiera quitarse una mota de polvo. David Bowman tuvo el tiempo justo para una frase cortada, que los hombres que esperaban en Control de la Misión, a mil quinientos millones de kilómetros de allí, no habrían de olvidar jamás en el futuro:
—El objeto es hueco… y sigue, y sigue… y… oh, Dios mío… ¡está lleno de estrellas!