Al observar por primera vez Bowman a Japeto, aquel curioso parche elíptico de brillantez había estado parcialmente en la sombra, iluminado sólo por la luz de Saturno. Ahora al moverse lentamente la luna a lo largo de su órbita de 79 días, estaba emergiendo a la plena luz del día.
Al verla crecer, y mientras la Descubrimiento se elevaba perezosamente hacia su inevitable destino, Bowman se dio cuenta de una observación inquietante que le asaltaba. No lo mencionó nunca en sus conversaciones —o más bien sus volanderos comentarios— con el Control de la Misión, pues habría parecido que estaba ya sufriendo de alucinaciones.
Quizás, en verdad, lo estaba; pues se había convencido a medias que la brillante elipse emplazada sobre el oscuro fondo del satélite era un oscuro ojo mirándole con fija mirada a medida que se aproximaba. Era un ojo sin pupila, pues por parte alguna podía verse en él nada que cubriera su desnudez perfecta.
No fue hasta que la nave estuvo sólo a ochenta mil kilómetros, apareciendo Japeto tan grande como la familiar Luna de la Tierra, que reparó en la tenue mota negra en el centro exacto de la elipse. Mas entonces no había tiempo para ningún detallado examen, pues estaban ya encima las maniobras terminales.
Por última vez, el propulsor principal de la Descubrimiento liberó sus energías. Por última vez fulguró entre las lunas de Saturno la furia incandescente de los agonizantes átomos. El lejano murmullo y el aumento de impulso de los eyectores produjo en David Bowman una sensación de orgullo… y de melancolía. Los soberbios motores habían cumplido su deber con impecable eficacia. Habían llevado la nave desde la Tierra a Saturno; ahora funcionaban por última vez. Cuando la Descubrimiento vaciara sus tanques de combustible quedaría tan desamparada e inerte como cualquier cometa o asteroide, impotente prisionero de la gravitación. Aun cuando la nave de rescate llegase a los pocos años, sería un problema económico el rellenarla de combustible, para que pudiera emprender la vuelta a la Tierra. Sería un monumento, orbitando eternamente, a los primeros días de la exploración planetaria.
Los miles de kilómetros se redujeron a cientos, y los indicadores de combustible descendieron rápidamente hacia cero. Los ojos de Bowman se posaron reiteradamente y con ansia sobre el expositor de la situación y las improvisadas cartas que ahora tenía que consultar para tomar una decisión efectiva. Sería espantoso que, habiendo sobrevivido tanto, fallara la cita orbital por falta de algunos litros de combustible…
Se desvaneció el silbido de los chorros al cesar el propulsor principal y sólo los verniers continuaron impulsando suavemente en órbita a la Descubrimiento. Japeto era ahora un gigantesco creciente que llenaba el firmamento; hasta ese momento, Bowman había pensado siempre en él como un objeto minúsculo e insignificante… como en realidad lo era, comparado con el mundo del que dependía. Ahora, al aparecer amenazadoramente sobre él, le parecía enorme… un martillo cósmico dispuesto a aplastar como una cáscara de nuez a la Descubrimiento.
Japeto se estaba aproximando tan lentamente que apenas parecía moverse, resultando imposible prever el momento exacto en que efectuaría el sutil cambio de cuerpo astronómico a paisaje situado sólo a ochenta kilómetros más abajo.
Los fieles verniers lanzaron sus últimos chorros de impulso, y apagáronse luego para siempre. La nave estaba en su órbita final, completando una revolución cada tres horas a unos mil trescientos kilómetros por hora… toda la velocidad que era necesaria en aquel débil campo gravitatorio.
La Descubrimiento se había convertido en satélite de un satélite.