Moon-Watcher y sus compañeros no conservaban recuerdo alguno de lo que habían visto, después de que el cristal cesara de proyectar su hipnótico ensalmo en sus mentes y de experimentar con sus cuerpos. Al día siguiente, cuando salieron a forrajear, pasaron ante la losa sin apenas dedicarle un pensamiento; ella formaba ahora parte del desechado fondo de sus vidas. No podían comerla, ni tampoco ella a ellos; por lo tanto, no era importante.
Abajo, en el río, los Otros profirieron sus habituales amenazas ineficaces. Su jefe, un mono-humanoide con sólo una oreja y de la corpulencia y edad de Moon-Watcher, aunque en peor condición, hasta se permitió dar una breve carrera en dirección al territorio de la tribu, gritando y agitando los brazos en un intento de amedrentar a la oposición y apuntalar su propio valor. El agua del riachuelo no tenía en ninguna parte una profundidad mayor que treinta y cinco centímetros, pero cuanto más se adentraba en ella Una-Oreja, más inseguro y desdichado se mostraba, hasta que no tardó en detenerse, retrocediendo luego, con exagerada dignidad, para unirse a sus compañeros.
Por lo demás, no hubo cambio alguno en la rutina normal. La tribu recogió suficiente alimento para sobrevivir otro día, y ninguno murió.
Y aquella noche, la losa de cristal se hallaba aún a la espera, rodeada de su palpitante aura de luz y sonido. Sin embargo el programa que había fraguado, era sutilmente diferente.
A algunos de los monos-humanoides los ignoró por completo, como si se estuviese concentrando en los sujetos más prometedores. Uno de éstos fue Moon-Watcher; de nuevo sintió él serpear inquisidores zarcillos por inusitados lugares ocultos de su cerebro. Y entonces comenzó a ver visiones.
Podían haber estado dentro del bloque de cristal; podían haberse hallado del todo en el interior de su mente. En todo caso para Moon-Watcher eran absolutamente reales. Sin embargo, el habitual impulso automático de arrojar de su territorio a los invasores, había sido adormecido.
Estaba contemplando un pacífico grupo familiar, que difería sólo en su aspecto de las escenas que él conocía. El macho, la hembra y las dos crías que habían aparecido misteriosamente ante él, eran orondos, de piel suave y reluciente… y ésta era una condición de vida que Moon-Watcher no había imaginado nunca. Inconscientemente, se palpó sus sobresalientes costillas; las de aquellas criaturas estaban cubiertas por una capa adiposa. De cuando en cuando se desperezaban flojamente, tendidos a pierna suelta a la entrada de una cueva, al parecer en paz con el mundo. Ocasionalmente, el gran macho emitía un enorme gruñido de satisfacción.
No hubo allí ninguna otra actividad, y al cabo de cinco minutos se desvaneció de súbito la escena. El cristal no era ya más que una titilante línea en la oscuridad; Moon-Watcher se sacudió como despertándose de un sueño, percatándose bruscamente de dónde se encontraba, y volvió a conducir a la tribu a las cuevas.
No tenía ningún recuerdo consciente de lo que había visto; pero aquella noche, sentado caviloso a la entrada de su cubil, con el oído aguzado a los ruidos del mundo que le rodeaba, sintió las primeras punzadas de una nueva y poderosa emoción. Era una vaga y difusa sensación de envidia… o de insatisfacción con su vida. No tenía la menor idea de su causa, y menos aún de su remedio; pero el descontento había penetrado en su alma, y había dado un pequeño paso hacia la humanidad.
Noche tras noche, se repitió el espectáculo de aquellos cuatro rollizos monos-humanoide, hasta convertirse en fuente de fascinada exasperación, que servía para aumentar el hambre eterna y roedora de Moon-Watcher. La evidencia de sus ojos no podía haber producido ese efecto; necesitaba un refuerzo psicológico. Había ahora en la vida de Moon-Watcher lagunas que nunca recordaría, cuando los átomos de su simple cerebro estaban siendo trenzados en nuevos moldes. Si sobrevivía, esos moldes se tornarían eternos, pues su gen se transmitiría entonces a las futuras generaciones.
Era un lento y tedioso proceso, pero el monolito de cristal era paciente. No cabía esperar que ni él, ni sus reproducciones desperdigadas a través de la mitad del globo tuvieran éxito con todas las series de grupos implicados en el experimento. Cien fracasos no importarían, si un simple logro pudiese cambiar el destino de un mundo.
Para cuando llegó la siguiente luna nueva, la tribu había visto un nacimiento y dos muertes. Una de éstas había sido debida a la inanición; la otra aconteció durante el ritual nocturno, cuando un macho de desplomó de súbito mientras intentaba golpear delicadamente dos piedras. Al punto, el cristal se oscureció, y la tribu había quedado liberada del ensalmo. Pero el caído no se movió; y por la mañana, desde luego, había desaparecido.
No hubo ejecución la siguiente noche; el cristal se hallaba aún analizando su error. La tribu pasó ante él en la oscuridad, ignorando su presencia por completo. La noche siguiente estuvo de nuevo dispuesta la función.
Los cuatro rollizos monos-humanoides estaban aún allí, y esta vez hacían cosas extraordinarias. Moon-Watcher comenzó a temblar irrefrenablemente; sentía como si le fuese a estallar el cerebro, y deseaba apartar la vista. Pero aquel implacable control mental no aflojaba su presa y se vio forzado a seguir la lección hasta el final, aunque todos sus instintos se sublevaran contra ello.
Aquellos instintos habían servido bien a sus antepasados, en los días de cálidas lluvias y abundante fertilidad, cuando por doquiera se hallaba el alimento presto a la recolección. Mas los tiempos habían cambiado, y la sabiduría heredada del pasado se había convertido en insensatez. Los monos-humanoides tenían que adaptarse, o morir… como las grandes bestias que habían desaparecido antes que ellos, y cuyos huesos se hallaban empotrados en los cerros de caliza.
Así, Moon-Watcher miró con mirada fija y sin que le pestañearan los ojos el monolito de cristal, mientras su cerebro permanecía abierto a sus aún inciertas manipulaciones. A menudo sentía nauseas, pero siempre tenía hambre; y de cuando en cuando sus manos se contraían inconscientemente sobre los moldes que habían de determinar su nuevo sistema de vida.
Moon-Watcher se detuvo de súbito, cuando la hilera de cerdos atravesó la senda, olisqueando y gruñendo. Cerdos y mono-humanoide se habían ignorado siempre mutuamente, pues no había conflicto alguno de intereses entre ellos. Como la mayoría de los animales que no competían por el mismo alimento, se mantenían simplemente apartados de sus caminos particulares.
Sin embargo, a la sazón Moon-Watcher quedóse contemplándolos, con inseguros movimientos hacia atrás y adelante al sentirse hostigado por impulsos que no podía comprender. De pronto, y como en un sueño, comenzó a buscar en el suelo… no sabría decir qué, aun cuando hubiese tenido la facultad de la palabra. Lo reconoció al verlo.
Era una piedra pesada y puntiaguda, de varios centímetros de longitud, y aunque no encajaba perfectamente en su mano, serviría. Al blandirla, aturrullado por el repentino aumento de peso, sintió una agradable sensación de poder y autoridad. Y seguidamente comenzó a moverse en dirección al cerdo más próximo.
Era un animal joven y estólido, hasta para la norma de inteligencia de aquella especie. Aunque lo observó con el rabillo del ojo, no lo tomó en serio hasta demasiado tarde. ¿Por qué habrían de sospechar aquellas inofensivas criaturas de cualquier maligno intento? Siguió hozando la hierba hasta que el martillo de piedra de Moon-Watcher le privó de su vaga conciencia. El resto de la manada siguió pastando sin alarmarse, pues el asesinato había sido rápido y silencioso.
Todos los demás monos-humanoides del grupo se habían detenido para contemplar la acción, y se agrupaban ahora con admirativo asombro en torno a Moon-Watcher y su víctima. Uno de ellos recogió el arma manchada de sangre, y comenzó a aporrear con ella al cerdo muerto. Otros se le unieron en la tarea con toda clase de palos y piedras que pudieron recoger, hasta que su blanco quedó hecho una pulpa sanguinolenta.
Luego sintieron hastío; unos se marcharon, mientras otros permanecieron vacilantes en torno al irreconocible cadáver… pendiente de su decisión el futuro de un mundo. Pasó un tiempo sorprendentemente largo hasta que una de las hembras con cría comenzase a lamer la sangrienta piedra que sostenía en sus manos.
Y todavía pasó mucho más tiempo antes de que Moon-Watcher, a pesar de todo lo que se le había enseñado, comprendiese realmente que no necesitaba tener hambre nunca más.