28 — En el vacío

Un momento después, todos los sonidos quedaron dominados por un bramido, semejante a la voz de un tornado al aproximarse. Bowman sintió las primeras ráfagas del huracán azotándole el cuerpo y, un segundo más tarde, le costó gran esfuerzo permanecer en pie.

La atmósfera se precipitaba descabellada al exterior de la nave, formando un enorme surtidor en el vacío del espacio. Algo debió de haber ocurrido a los cierres de seguridad de la cámara reguladora de presión, pues se suponía imposible que ambas puertas se abriesen al mismo tiempo. Pues bien, lo imposible había sucedido.

¿Pero, cómo, en nombre de Dios? No hubo tiempo para la indagación durante los diez o quince segundos de consciencia que le quedaron hasta que la presión descendió a cero. Pero súbitamente recordó algo que uno de los diseñadores de la nave le había dicho con ocasión de haber estado discutiendo los sistemas de «seguridad total»:

—Podemos diseñar un sistema a prueba de accidentes y estupidez; pero no a prueba de malicia deliberada.

Bowman volvió a lanzar sólo otra ojeada a Whitehead, y salió del cubículo. No podía estar seguro de si había pasado un destello de conciencia por los pálidos rasgos; quizá un ojo había parpadeado ligeramente. Pero no había nada que pudiera hacer ahora por Whitehead o por cualquiera de los otros; tenía que salvarse a sí mismo.

En el empinado y curvo pasillo del centrífugo, aullaba el viento, llevando en su regazo prendas sueltas de ropa, trozos de papel, artículos alimenticios de la cocina, platos y vasos… todo cuanto no había estado bien sujeto. Bowman tuvo tiempo para vislumbrar el caos desbocado cuando titilaron y se apagaron las luces principales, quedando luego rodeado por la ululante oscuridad.

Pero casi al instante, se encendió la luz de emergencia alimentada por batería, iluminando la escena de pesadilla con una radiación azul de encantamiento. Aun sin ella Bowman podría haber hallado su camino a través de aquellos aledaños familiares, aunque horriblemente transformados ahora. Sin embargo la luz era una bendición, pues le permitía evitar los más peligrosos de los objetos que eran barridos por el viento.

En derredor suyo, podía sentir al centrífugo agitándose y operando con esfuerzo bajo las cargas violentamente variables. Temía que no lo soportaran los cojinetes; de ser así, el volante giratorio destrozaría la nave. Pero aun eso no importaba… si no alcanzaba a tiempo el más cercano refugio de emergencia.

Resultaba ya difícil respirar; la presión debía haber bajado a la mitad de la normal. El aullido del huracán se estaba haciendo cada vez más débil a medida que perdía fuerza, y el aire enrarecido ya no transmitía tan claramente el sonido. Los pulmones de Bowman se esforzaban tanto como si estuviese en la cima del Everest. Como cualquier hombre saludable debidamente entrenado, podría sobrevivir en el vacío por lo menos un minuto… si disponía de tiempo para prepararse a ello. Pero allí no había habido ningún tiempo; sólo podía contar con los normales quince segundos de conciencia antes de que su cerebro quedase paralizado y le venciera la anoxia.

Aun entonces, podría recobrarse completamente al cabo de uno o dos minutos en el vacío… si era debidamente recomprimido; pasaba bastante tiempo antes que los fluidos del cuerpo comenzaran a hervir, en sus diversos y bien protegidos sistemas. El tiempo límite de exposición en el vacío era de casi cinco minutos. No había sido un experimento sino un rescate de emergencia, y aunque el sujeto había quedado paralizado en parte por una embolia gaseosa, había sobrevivido.

Mas todo esto no era de utilidad alguna para Bowman. No había nadie a bordo de la Descubrimiento que pudiera efectuarle la recompresión. Había de alcanzar la seguridad en los próximos segundos, mediante sus propios esfuerzos individuales.

Afortunadamente, se estaba haciendo más fácil moverse; el enrarecido aire ya no podía azotarlo y desgarrarlo o baquetearlo con proyectiles volantes. En torno a la curva del pasillo estaba el amarillo REFUGIO DE EMERGENCIA. Fue hacia él dando traspiés, asió el picaporte, y tiró de la puerta hacia sí.

Durante un horrible momento pensó que estaba agarrotada. Cedió luego el gozne un tanto duro, y él cayó en su interior, empleando el peso de su cuerpo para cerrar la puerta tras de sí.

El reducido cubículo era lo suficientemente grande como para contener a un hombre… y un traje espacial. Cerca del techo había una pequeña botella de alta presión y de color verde brillante, con la etiqueta O2 DESCARGA. Bowman asió la pequeña palanca sujeta a la válvula, y tiró de ella hacia abajo con sus últimas fuerzas.

Sintió verterse en sus pulmones el flujo de fresco y puro oxígeno. Durante un largo momento quedóse jadeando, mientras aumentaba en su derredor la presión del pequeño compartimiento. Tan pronto como pudo respirar cómodamente, cerró la válvula. En la botella había gas suficiente sólo para dos de aquellas tomas; podía necesitar usarla de nuevo.

Cortada la ráfaga de oxígeno, el compartimiento se tornó silencioso de súbito, y Bowman permaneció en intensa escucha. Había cesado también el rugido al exterior de la puerta; la nave estaba vacía, y su atmósfera absorbida por el espacio.

Bajo sus pies, había cesado también la violenta vibración del centrífugo. Se había detenido el aerodinámico aparato, que se hallaba ahora girando quedamente en el vacío.

Bowman pegó el oído a la pared del cubículo, para ver si podía captar cualquier ruido informativo más a través del cuerpo metálico de la nave. No sabía qué debía esperar, pero ahora se lo hubiera creído casi todo. Apenas le hubiese sorprendido sentir la débil vibración de alta frecuencia de los impulsores, al cambiar de rumbo la Descubrimiento. Mas allí no había nada sino silencio.

De desearlo, podría sobrevivir en aquel compartimiento durante una hora aproximadamente, incluso sin el traje espacial. Daba lástima despilfarrar el insólito oxígeno en el cuartito, pero no servía absolutamente para nada esperar. Había decidido ya lo que debía hacerse; cuanto más lo demorara, más difícil podría resultarle.

Una vez se hubo embutido en el traje y comprobado su integridad, vació el oxígeno que quedaba en el cubículo, igualando la presión a ambos lados de la puerta. La abrió fácilmente al vacío, y salió al ya silencioso centrífugo. Sólo el invariable tirón de su falsa gravedad revelaba el hecho de que se hallaba girando aún. «Afortunadamente —pensó Bowman—, no había echado a andar a supervelocidad»; mas ésta era ahora una de sus menores preocupaciones.

Las lámparas de emergencia brillaban aún, y también disponía de la de su traje para guiarle. Bañaba con su luz el curvado pasillo al caminar por él de nuevo hacia el hibernáculo y lo que temía hallar.

Miró primero a Whitehead, una ojeada fue suficiente. Había pensado que un hombre hibernado no mostraba ningún signo de vida, mas ahora sabía que era un error. Aun cuando fuese imposible definirlo, había una diferencia entre hibernación y muerte. Las luces rojas y trazos no modulados del exhibidor del biosensor confirmaban sólo lo que ya había supuesto.

Lo mismo sucedía con Kaminski y Hunter. Nunca los había conocido muy bien; nunca más volvería a conocerlos.

Estaba solo en la nave sin aire y parcialmente inutilizada, con toda comunicación con Tierra cortada. No había otro ser humano existente en un radio de mil millones de kilómetros.

Y sin embargo, en un sentido muy real, él no estaba solo. Antes de que pudiese ser salvado estaría aún más solitario.

Nunca había hecho antes el recorrido a través del ingrávido eje del centrífugo llevando un traje espacial; había poco lugar libre, y era una tarea difícil y agotadora. Para empeorar las cosas el pasaje circular estaba sembrado de restos depositados durante la breve violencia del ventarrón huracanado que había vaciado a la nave de su atmósfera.

En una ocasión, la luz de Bowman se posó sobre un espantoso manchón de viscoso líquido rojo, quedando donde se había salpicado contra un panel. Le asaltó por unos momentos la náusea antes de ver fragmentos del recipiente de plástico, percatándose que se trataba sólo de alguna sustancia alimenticia —probablemente compota de uno de los distribuidores—. Burbujeaba inmundamente en el vacío al pasar ante él flotando.

Ahora estaba fuera del cilindro lentamente giratorio, y yendo hacia el puente de mando. Asióse a una corta sección de escalera, por la que comenzó a moverse, mano sobre mano, jugueteando frente a él el brillante círculo de iluminación de su traje.

Bowman había ido raramente por allí; nada había ahí que tuviera él que hacer… hasta ahora. En seguida llegó hasta una pequeña puerta elíptica, que llevaba rótulos tales como: «RESERVADA AL PERSONAL AUTORIZADO» «¿HA OBTENIDO USTED EL CERTIFICADO H.19?» y «ÁREA ULTRALIMPIA — DEBEN SER LLEVADOS TRAJES DE SUCCIÓN.»

Aunque la puerta no estaba cerrada con llave, llevaba tres sellos, cada uno con la insignia de una autoridad diferente, incluyendo la de la Agencia Astronáutica. Mas aun cuando hubiese llevado el Gran Sello del propio Presidente, Bowman no hubiese vacilado el romperlo.

Había estado allí sólo una vez, antes, durante el proceso de instalación. Había olvidado por completo que tenía un dispositivo con lente que escudriñaba el pequeño compartimiento que, con sus estantes y columnas pulcramente alineadas de sólidas unidades de lógica, se asemejaba más bien a la cámara acorazada de seguridad de un banco.

Supo al instante que el ojo había reaccionado ante su presencia. Hubo el siseo de una onda portadora al conectarse el transmisor local de la nave; luego, una voz familiar provino del audífono del traje espacial.

—Algo parece haber sucedido al sistema de subsistencia, Dave.

Bowman no hizo caso. Se hallaba examinando minuciosamente las pequeñas etiquetas de las unidades de lógica, cotejando su plan de acción.

—Oiga, Dave —dijo seguidamente Hal—. ¿Ha encontrado usted el trastorno?

Sería aquélla una operación muy trapacera, de no tratarse simplemente más que de cortar el abastecimiento de energía de Hal, lo que habría podido ser la respuesta de haber estado tratando con un simple computador sin autoconciencia en la Tierra. Pero en el caso de Hal, había además seis sistemas energéticos independientes y separados, con un remate final consistente en una unidad nuclear isotópica blindada y acorazada. «No, no podía simplemente tirar del interruptor»; y aun de ser ello posible, resultaría desastroso.

Pues Hal era el sistema nervioso de la nave; sin su supervisión, la Descubrimiento sería un cadáver mecánico. La única respuesta se hallaba en interrumpir los centros superiores de aquel cerebro enfermo pero brillante, dejando en funcionamiento los sistemas reguladores puramente automáticos. Bowman no estaba intentando esto a ciegas, pues el problema había sido discutido ya durante su entrenamiento, aun cuando nadie soñara siquiera en que hubiera de plantearse en realidad. Sabía que estaba incurriendo en un espantoso riesgo; de producirse un reflejo espasmódico, todo se iría al traste en segundos…

—Creo que ha habido un fallo en las puertas de la sala de cápsulas espaciales, Hal —observó en tono de conversación—. Tuviste suerte en no resultar muerto.

«Ahí va —pensó Bowman—. Jamás pensé que me convertiría en un cirujano aficionado del cerebro… llevando a cabo una lobotomía, más allá de la órbita de Júpiter».

Soltó el cerrojo de la sección etiquetada REALIMENTACIÓN COGNOSCITIVA y sacó el primer bloque de memoria. La maravillosa red del complejo tridimensional, que podía caber en la mano de un hombre, y sin embargo contenía millones de elementos, flotó por la bóveda.

—Eh, Dave —dijo Hal—. ¿Qué está usted haciendo?

«¿Sentiría dolor?», pensó brevemente Bowman. Probablemente no…, no hay órgano sensorial alguno en la corteza cerebral humana, después de todo. El cerebro humano puede ser operado sin anestesia.

Comenzó a sacar, una por una, las pequeñas unidades del panel etiquetado REFORZAMIENTO DEL EGO. Cada bloque salía flotando en cuanto lo soltaba de la mano, hasta chocar y rebotar en la pared. No tardaron en hallarse flotando de una a otra parte varias unidades.

—Óigame, Dave —dijo Hal—. Tengo años de experiencia de servicio encajados en mí. Una cantidad irremplazable de esfuerzo se ha empleado en hacer lo que soy.

Habían sido sacadas ya una docena de unidades, aunque gracias a la redundancia de su diseño —otro rasgo, lo sabía Bowman, que había sido copiado del cerebro humano— el computador seguía manteniéndose.

Comenzó con el panel de AUTOINTELECCIÓN.

—Dave —dijo Hal—. No comprendo por que me está haciendo esto… Tengo un gran entusiasmo por la misión… Está usted destruyendo mi mente… ¿No lo comprende…? me voy a hacer infantil… pueril… me voy a convertir en nada…

Esto es más duro de lo que creía, pensó Bowman. Estoy destruyendo la única criatura consciente de mi universo. Pero es cosa que ha de hacerse, y quiero recuperar el control de la nave.

—Soy un computador Hal nueve mil, producción número 3. Me puse en funcionamiento en la planta Hal de Urbana, Illinois, el 12 de Enero de 1997. El rápido zorro pardo brinca sobre el perezoso perro. La lluvia de España cae principalmente en el llano. Dave… ¿se encuentra usted aún ahí? ¿Sabía usted que la raíz cuadrada de 10 es 3,162277660168379…; Log 10 a la base e es 0,434294481906252… o corrección, o sea log e a la base 10… La reciprocidad de 3 es 0,333333333333… dos por dos es… dos por dos es… aproximadamente 4,10101010101010… Me parece estar teniendo cierta dificultad… Mi primer instructor fue el doctor Chandra… él me enseño a cantar una canción… que dice así… «Daisy, Daisy, dame tu respuesta, di… Estoy medio loco de amor por ti».

La voz se detuvo tan súbitamente que Bowman se quedó helado por un momento, con su mano asiendo aún uno de los bloques de memoria que estaban todavía en circuito. Luego, inesperadamente, Hal volvió a hablar.

—Buenos… días… doctor… Chandra… Aquí… Hal… estoy… listo… para… mi… primera… lección… de… hoy…

Bowman no pudo soportarlo más. Arrancó de un tirón la última unidad y Hal quedó silencioso para siempre.