22 — Excursión

Las cápsulas extravehiculares o «vainas del espacio» de la Descubrimiento, eran esferas de aproximadamente tres metros de diámetro, y el operador se instalaba tras un mirador que le procuraba una espléndida vista. El principal cohete impulsor producía una aceleración de un quinto de gravedad —la suficiente para rondar en la Luna— permitiendo el gobierno de pequeños pitones de control de posición. Desde un área situada inmediatamente debajo del mirador brotaban dos juegos de brazos metálicos articulados, uno para labores pesadas y otro para manipulación delicada. Había también una torreta extensible, conteniendo una serie de herramientas automáticas, tales como destornilladores, martillos, serruchos y taladros.

Las vainas del espacio no eran el medio de transporte más elegante ideado por el hombre, pero eran absolutamente esenciales para la construcción y reparación en el vacío. Se las bautizaba por lo general con nombres femeninos, tal vez en reconocimiento a que su comportamiento fuera en ocasiones un tanto caprichoso. El trío de la Descubrimiento se llamaban Ana, Betty y Clara.

Una vez se hubo puesto su traje de presión —su última línea de defensa— y penetrado en el interior de la cápsula, Poole pasó diez minutos comprobando los mandos. Dio un toque a los eyectores de gobierno, flexionó los brazos metálicos, y revisó el oxígeno, el combustible y la reserva de energía. Luego, cuando estuvo completamente satisfecho, habló a Hal por el circuito de radio. Aunque Bowman estaba presente en el puente de mando, no intervendría a menos que hubiese algún error o mal funcionamiento.

—Aquí Betty. Comience secuencia bombeo.

—Secuencia bombeo comenzada.

Al instante, Poole pudo oír el vibrar de las bombas a medida que el precioso aire era extraído de la cámara reguladora de presión. Luego, el tenue metal del casco externo de la cápsula produjo unos suaves crujidos, y al cabo de cinco minutos, Hal informó:

—Concluida secuencia bombeo.

Poole hizo una última comprobación de su reducido tablero de instrumentos. Todo estaba perfectamente normal.

—Abra puerta exterior —ordenó.

De nuevo repitió Hal sus instrucciones; a cada frase, Poole tenía sólo que decir «¡Alto!» y el computador detendría inmediatamente la secuencia.

Las paredes de la nave se abrieron ante él. Poole sintió mecerse brevemente la cápsula al precipitarse al espacio los últimos tenues vestigios de aire. Luego, vio las estrellas… y daba la casualidad de que precisamente el minúsculo y áureo disco de Saturno, aún a seiscientos cincuenta millones de kilómetros, estaba ante él.

—Comience eyección cápsula.

Muy lentamente, el riel del que estaba colgada la cápsula se extendió a través de la puerta abierta, hasta quedar el vehículo suspendido justamente fuera del casco de la nave.

Poole hizo dar una segunda descarga al propulsor principal, y la cápsula se deslizó suavemente fuera del riel, convirtiéndose al fin en un vehículo independiente, prosiguiendo su propia órbita en torno al Sol. Ahora no tenía él conexión alguna con la Descubrimiento… ni siquiera un cable de seguridad. La cápsula raramente causaba trastorno; y hasta si quedaba desamparada, Bowman podía ir fácilmente a rescatarla.

Betty respondió suavemente a los controles; la hizo derivar durante treinta metros, comprobó luego su impulso, y la hizo girar en redondo de manera que se hallase de nuevo mirando a la nave. Luego comenzó a rodear el casco de presión.

Su primer blanco era un área fundida de aproximadamente un centímetro y medio de diámetro, con un minúsculo hoyo central. La partícula de polvo meteórico que había verificado allí su impacto a más de ciento cincuenta mil kilómetros por hora, era ciertamente más pequeña que una cabeza de alfiler, y su enorme energía cinética la había vaporizado al instante. Como con frecuencia sucedía, el orificio parecía haber sido causado por una explosión desde el interior de la nave; a esas velocidades, los materiales se comportaban de extraños modos y raramente se rigen por el sentido común de las leyes de la mecánica.

Poole examinó cuidadosamente el área, y la roció luego con encastrador de un recipiente presurizado que tomó del instrumental de la cápsula. El blanco y gomoso líquido se extendió sobre la piel metálica, ocultando a la vista el agujero. La grieta expelió una gran burbuja, que estalló al alcanzar unos quince centímetros de diámetro, luego otra más pequeña, y ninguna más, al tomar consistencia el encastrador. Poole contempló intensamente la reparación durante varios minutos, sin que hubiese una ulterior señal de actividad, sin embargo, para asegurarse del todo, aplicó una segunda capa, dirigiéndose seguidamente hacia la antena.

Le llevó algún tiempo contornear el casco esférico de la Descubrimiento, pues mantuvo la cápsula a una velocidad no superior a unos cuantos palmos por segundo. No tenía prisa, y resultaba peligroso moverse a gran velocidad a tanta proximidad de la nave. Tenía que andar con mucho tiento con los varios sensores y armazones instrumentales que se proyectaban del casco en lugares inverosímiles, y tener también sumo cuidado con la ráfaga de su propio propulsor. Caso de que chocara con alguno de los más frágiles de los avíos, podría causar gran daño.

Cuando llegó por fin a la antena parabólica de largo alcance, de siete metros de diámetro, examinó minuciosamente la situación. El gran cuenco parecía estar apuntando directamente al Sol, pues la Tierra se hallaba ahora casi en línea con el disco solar. La armadura de la antena y todo su dispositivo de orientación se encontraban por ende en una total oscuridad, oculto en la sombra del gran platillo metálico.

Poole se había aproximado desde atrás; había tenido sumo cuidado en no ponerse frente al reflector parabólico, para que Betty no interrumpiese el haz y motivara una momentánea pero engorrosa pérdida de contacto con la Tierra. No pudo ver nada del instrumento que tenía que reparar, hasta que encendió los proyectores de la cápsula, ahuyentando las sombras.

Bajo aquella pequeña placa se encontraba la causa del trastorno. Esta placa estaba asegurada con cuarto tuercas, y al igual que toda la unidad A.E.35, había sido diseñada para un fácil recambio.

Era evidente, sin embargo, que no podía efectuar la tarea mientras permaneciese en la cápsula espacial. No sólo era arriesgado maniobrar tan próximo a la armazón tan delicada, y hasta enmarañada, de la antena, sino que los chorros de control de Betty podrían abarquillar fácilmente la superficie reflectora, delgada como el papel, del gran espejo-radio. Había de aparcar la cápsula a siete metros y salir al exterior provisto de su traje espacial. En cualquier caso, podría desplazar la unidad mucho más rápidamente con sus manos enguantadas, que con los distantes manipuladores de Betty.

Informó detenidamente de todo esto a Bowman, quien hizo una comprobación doble de cada fase de la operación antes de ejecutarla. Aunque era una tarea sencilla, de rutina, nada podía darse por supuesto en el espacio, no debiendo pasarse por alto ningún detalle. En las actividades extravehiculares no cabía ni siquiera un «pequeño» error.

Recibió la conformidad para proceder a la labor, y estacionó la cápsula a unos siete metros del soporte de la base de la antena. No había peligro alguno de que se largara al espacio; de todos modos, la sujetó con una manecilla a uno de los travesaños de la escalera estratégicamente montada en el casco exterior.

Tras una comprobación de los sistemas de su traje presurizado, que le dejó completamente satisfecho, vació de aire la cápsula, el cual salió silbando al vacío del espacio, formándose brevemente en su derredor una nube de cristales de hielo, que empañó momentáneamente las estrellas.

Había otra cosa que hacer antes de abandonar la cápsula, y era pasar la conmutación de manual a distancia, colocando a Betty así bajo el control de Hal. Era una clásica medida de precaución; aunque él se hallaba aún sujeto a Betty por un cable elástico inmensamente fuerte y poco más grueso que un cabo de lana, hasta los mejores cables de seguridad habían fallado alguna vez. Aparecería como un bobo si necesitara su vehículo… y no pudiese llamarlo en su ayuda transmitiendo instrucciones a Hal.

Abrióse la puerta de la cápsula, y salió flotando lentamente al silencio del espacio, desenrollando tras de sí su cable de seguridad. Tomar las cosas con tranquilidad —no moverse nunca rápidamente—, detenerse y pensar… tales eran las reglas para la actividad extravehicular. Si uno las obedecía, no había nunca ningún trastorno.

Asió una de las manecillas exteriores de Betty, y sacó la unidad de reserva A.E.35. del bolso donde la había metido, a la manera de los canguros. No se detuvo a recoger ninguna de las herramientas de la colección que disponía la cápsula, pues la mayoría de ellas no estaban diseñadas para su utilización por manos humanas. Todos los destornilladores y llaves que probablemente habría de necesitar, estaban ya sujetos al cinto de su traje espacial.

Con suave impulso, se lanzó hacia la suspendida armazón del gran plato, que atalayaba como gigantesco platillo volante entre él y el sol. Su propia doble sombra, arrojada por los proyectores de Betty, danzaba a través de la convexa superficie en fantásticas formas al apilarse sobre los haces gemelos. Pero tuvo la sorpresa de observar que la parte posterior del gran radio-espejo estaba aquí y allá moteada de centelleantes puntos luminosos.

Quedó perplejo por el hecho durante los segundos de su silenciosa aproximación, dándose luego cuenta de qué se trataba. Durante el viaje, el reflector debió de haber sido alcanzado muchas veces por micrometeoritos, y lo que estaba viendo era el resplandor del sol a través de los minúsculos orificios. Eran demasiado pequeños como para haber afectado apreciablemente el funcionamiento del sistema.

Mientras se movía lentamente, interrumpió el suave impacto con su brazo extendido, y asió la armazón de la antena antes de que pudiera rebotar. Enganchó rápidamente su cinturón de seguridad al más próximo asidero, lo que le procuraba cierto apuntalamiento mientras empleaba sus herramientas, luego hizo una pausa, informó de la situación a Bowman, y reflexionó sobre el siguiente paso a dar.

Había un pequeño problema: se hallaba de pie —o flotando— en su propia luz, y resultaba difícil ver la unidad A.E.35. en la sombra que él mismo proyectaba. Ordenó pues a Hal que hiciese girar los focos a un lado, y tras breve experimentación, obtuvo una iluminación más uniforme del encendido secundario reflejado en el dorso del plato de la antena.

Estudió durante breves segundos la pequeña compuerta con sus cuatro tuercas de cierre de seguridad. Luego, murmurando para sí mismo, se dijo: «El manejo por personal no autorizado invalida la garantía del fabricante», cortó los alambres sellados y comenzó a desenroscar las tuercas. Eran de tamaño corriente y encajaban en la llave que manejaba. El mecanismo interno de muelle de la herramienta absorbería la reacción al desenroscarse las tuercas, de manera que el operador no tendría tendencia a girar a la inversa.

Las cuatro tuercas fueron desenroscadas sin ninguna dificultad, y Poole las metió cuidadosamente en un conveniente saquito. (Algún día, había predicho alguien, la Tierra tendría un anillo como el de Saturno, compuesto enteramente por pernos y tuercas, sujetadores y hasta herramientas que se le habrían escapado a descuidados trabajadores de la construcción orbital). La tapa de metal estaba un tanto adherida, y por un momento temió que pudiera haber quedado soldada por el frío; pero tras unos cuantos golpes se soltó, y la aseguró al armazón de la antena mediante un gran sujetador de los llamados de cocodrilo.

Ahora podía ver el circuito electrónico de la unidad A.E.35. Tenía la forma de una delgada losa, del tamaño de una tarjeta postal, recorrida por una ranura lo bastante ancha para retenerla. La unidad estaba asegurada por dos pasadores, y tenía una manecilla para poder sacarla fácilmente.

Pero se hallaba aún funcionando, alimentando a la antena con las pulsaciones que la mantenían apuntada a la distante cabeza de alfiler que era la Tierra. Si la sacaba ahora, se perdería todo el control, y el plato volvería a su posición neutral o de azimut cero, apuntando a lo largo del eje de la Descubrimiento. Y ello podía ser peligroso, podría estrellarse contra la nave, al girar.

Para evitar este particular peligro, era sólo necesario cortar la energía del sistema de control; la antena no podría moverse, a menos que chocara con ella Poole. No había peligro alguno de perder Tierra durante los breves minutos que le llevaría reemplazar la unidad; su blanco no se habría desviado apreciablemente sobre el fondo de las estrellas en tan breve lapso de tiempo.

—Hal —llamó Poole por el circuito de la radio—. Estoy a punto de sacar la unidad. Corta la energía de control al sistema de la antena.

—Cortada energía control antena —respondió Hal.

—Bien. Ahí va. Estoy sacando la unidad.

La tarjeta se deslizó fuera de su ranura sin ninguna dificultad; no se atascó ni se trabó ninguno de las docenas de deslizantes contactos. En el lapso de un minuto estuvo colocado el repuesto.

Pero Poole no se aventuró, y se apartó suavemente del armazón de la antena, para el caso de que el gran plato hiciera movimientos alocados al ser restaurada la energía. Cuando estuvo fuera de su alcance, llamó a Hal.

Por la radio dijo:

—La nueva unidad debería ser operante. Restaura energía de control.

—Dada energía —respondió Hal. La antena permaneció firme como una roca.

—Verifica controles de predicción de deficiencia.

Microscópicos pulsadores estarían ahora vibrando a través del complejo circuito de la unidad, escudriñando posibles fallos, comprobando las miríadas de componentes para ver que todos estuvieran conformes a sus tolerancias específicas. Esta operación había sido hecha, desde luego, una veintena de veces antes de que la unidad abandonara la fábrica; pero ello fue hacía dos años y a más de mil quinientos millones de kilómetros de allí. A menudo resultaba imposible apreciar como podían fallar unos solidísimos componentes electrónicos, que habían sido sometidos a la más rigurosa comprobación previa; sin embargo, fallaban.

—Circuito operante por completo —informó Hal, al cabo de sólo diez segundos. En ese brevísimo lapso de tiempo había efectuado tantas comprobaciones como un pequeño ejército de inspectores humanos.

—Magnífico —dijo Poole satisfecho—. Voy a colocar de nuevo la tapa.

Ésta era a menudo la parte más peligrosa de una operación extravehicular, cuando estaba terminada una tarea, y era simple cuestión de ir flotando arriba y volver al interior de la nave…, mas era también cuando se cometían los errores.

Pero Frank Poole no habría sido designado para esta misión de no haber sido de lo más cuidadoso, precavido y concienzudo. Se tomó tiempo, y aunque una de las tuercas de cierre se le escapó, la recuperó antes de que se fuera a más de unos pocos palmos de distancia.

Y quince minutos después se estaba introduciendo en el garaje de la cápsula espacial, con la sosegada confianza de que aquélla había sido una tarea que no precisaba ser repetida.

En lo cual, sin embargo, estaba lastimosamente equivocado.