Moon-Watcher se despertó de súbito, muy adentrada la noche. Molido por los esfuerzos y desastres del día, había estado durmiendo más a pierna suelta que de costumbre, aunque se puso instantáneamente alerta, al oír el primer leve gatear en el valle.
Se incorporó, quedando sentado en la fétida oscuridad de la cueva, tensando sus sentidos a la noche, y el miedo serpeó lentamente en su alma. Jamás en su vida —casi el doble de larga que la mayoría de los miembros de su especie podían esperar— había oído un sonido como aquel. Los grandes gatos se aproximaban en silencio, y lo único que los traicionaba era un raro deslizarse de tierra, o el ocasional crujido de una ramita. Mas éste era un continuo ruido crepitante, que iba aumentando constantemente en intensidad. Parecía como si alguna enorme bestia se estuviese moviendo a través de la noche, desechando en absoluto el sigilo, y haciendo caso omiso de todos los obstáculos. En una ocasión Moon-Watcher oyó el inconfundible sonido de un matorral al ser arrancado de raíz; los elefantes y los dinoterios lo hacían a menudo, pero por lo demás se movían tan silenciosamente como los felinos.
Y de pronto llegó un sonido que Moon-Watcher no podía posiblemente haber identificado, pues jamás había sido oído antes en la historia del mundo. Era el rechinar del metal contra la piedra.
Moon-Watcher llegó frente a la Nueva Roca, al conducir la tribu al río a la primera claridad diurna. Había casi olvidado los terrores de la noche, porque nada había sucedido tras aquel ruido inicial, por lo que ni siquiera asoció aquella extraña cosa con peligro o con miedo. No había, después de todo nada alarmante en ello.
Era una losa rectangular, de una altura triple a la suya pero lo bastante estrecha como para abarcarla con sus brazos, y estaba hecha de algún material completamente transparente; en verdad que no era fácil verla excepto cuando el sol que se alzaba destellaba en sus bordes. Como Moon-Watcher no había topado nunca con hielo, ni agua cristalina, no había objetos naturales con los que pudiese comparar aquella aparición. Ciertamente era más bien atractiva, y aunque él tenía por costumbre ser prudentemente cauto ante la mayoría de las novedades, no vaciló mucho antes de encaramarse a ella. Y como nada sucedió, tendió la mano y sintió una fría y dura superficie.
Tras varios minutos de intenso pensar, llegó a una brillante explicación. Era una roca, desde luego, y debió haber brotado durante la noche. Había muchas plantas que lo hacían así… objetos blancos y pulposos en forma de guijas, que parecían emerger durante las horas de oscuridad. Verdad era que eran pequeñas y redondas, mientras que ésta era ancha y de agudas aristas; pero filósofos más grandes y modernos que Moon-Watcher estarían dispuestos a pasar por alto excepciones igualmente sorprendentes a sus teorías.
Aquella muestra realmente soberbia de pensamiento abstracto condujo a Moon-Watcher, tras sólo tres o cuatro minutos, a una deducción que puso inmediatamente a prueba. Las blancas y redondas plantas-guijas eran muy sabrosas (aunque había unas cuantas que producían una violenta enfermedad). ¿Quizás ésta grande…?
Unas cuantas lamidas e intentos de roer le desilusionaron rápidamente. No había ninguna alimentación en ella; por lo que, como mono-humanoide juicioso, prosiguió en dirección al río, olvidándolo todo sobre el cristalino monolito, durante la cotidiana rutina de chillar a los Otros.
El forrajeo era muy malo, hoy, y la tribu hubo de recorrer varias millas desde las cuevas para encontrar algún alimento. Durante el despiadado calor del mediodía una de las hembras más frágiles se desplomó víctima de un colapso, lejos de cualquier posible refugio. Sus compañeros la rodearon arrullándola alentadoramente, mas no había nada que pudieran hacer. De haber estado menos agotados, podían haberla transportado con ellos; pero no les quedaba ningún excedente de energía para tal acto de caridad. Por lo tanto, hubieron de abandonarla para que se recuperase con sus propios recursos, o pereciese. En el recorrido de vuelta al hogar pasaron al atardecer por el lugar donde se depositaban los cadáveres; no se veía en él ningún hueso.
Con la última luz del día, y mirando ansiosamente en derredor para precaverse de tempranos cazadores, bebieron apresuradamente en el riachuelo, comenzando seguidamente a trepar a sus cuevas. Se hallaban todavía a cien metros de la nueva roca cuando comenzó el sonido.
Era apenas audible, pero sin embargo los detuvo en seco, quedando paralizados en la vereda, con las mandíbulas colgando flojamente. Una simple y enloquecedora vibración repetida, salía expelida del cristal, hipnotizando a todo cuando aprehendía en su sortilegio. Por primera vez —y la última, en tres millones de años— se oyó en África el sonido del tambor.
El vibrar se hizo más fuerte y más insistente. los monos-humanoides comenzaron a moverse hacia adelante como sonámbulos, en dirección al origen de aquel obsesionante sonido. A veces daban pequeños pasos de danza, como si su sangre respondiese a los ritmos que sus descendientes aún tardarían épocas en crear. Y completamente hechizados, se congregaron en torno al monolito, olvidando las fatigas y penalidades del día, los peligros de la oscuridad que iba tendiéndose, y el hambre de sus estómagos.
El tamborileo se hizo más ruidoso, y más oscura la noche. Y cuando las sombras se alargaron y se agotó la luz del firmamento, el cristal comenzó a resplandecer.
Primero perdió su transparencia, y quedó bañado en pálida y lechosa luminiscencia. A través de su superficie y en sus profundidades se movieron atormentadores fantasmas vagamente definidos, los cuales se fusionaron en franjas de luz y sombra, formando luego rayados diseños entremezclados que comenzaron a girar lentamente.
Los haces de luz giraron cada vez más rápidamente, acelerándose con ellos el vibrar de los tambores. Hipnotizados del todo, los monos-humanoides sólo podían ya contemplar con mirada fija y mandíbulas colgantes aquel pasmoso despliegue pirotécnico. Habían olvidado ya los instintos de sus progenitores y las lecciones de toda una existencia; ninguno entre ellos, corrientemente, habría estado tan lejos de su cueva tan tarde. Pues la maleza circundante estaba llena de formas que parecían petrificadas y de ojos fijos, como si las criaturas nocturnas hubiesen suspendido sus actividades para ver lo que habría de suceder luego.
Los giratorios discos de luz comenzaron entonces a emerger, y sus radios se fundieron en luminosas barras que retrocedieron lentamente en la distancia, girando sus ejes al hacerlo. Escindiéronse luego en pares, y las series de líneas resultantes comenzaron a oscilar a través unas de otras, cambiando lentamente sus ángulos de intersección. Fantásticos y volanderos diseños geométricos flamearon y se apagaron al enredarse y desenredarse las resplandecientes mallas; y los monos-humanoides siguieron con la mirada fija, hipnotizados cautivos del radiante cristal.
Jamás hubiesen imaginado que estaban siendo sondeadas sus mentes, estudiadas sus reacciones y evaluados sus potenciales. Al principio, la tribu entera permaneció semiagazapada, en inmóvil cuadro, como petrificada. Luego el mono-humanoide más próximo a la losa volvió de súbito a la vida.
No varió su posición, pero su cuerpo perdió su rigidez, semejante a la del trance hipnótico, y se animó como si fuera un muñeco controlado por invisibles hilos. Giró la cabeza a este y al otro lado; la boca se cerró y abrió silenciosamente; las manos se cerraron y abrieron. Inclinóse luego, arrancó una larga brizna de hierba, e intentó anudarla, con torpes dedos.
Parecía un poseído, pugnando contra un espíritu o demonio que se hubiese apoderado de su cuerpo. Jadeaba intentando respirar, sus ojos estaban llenos de terror mientras quería obligar a sus dedos a hacer movimientos más complicados que cualesquiera hubiese antes intentado.
A pesar de todos sus esfuerzos, únicamente logró hacer pedazos el tallo. Y mientras los fragmentos caían al suelo, le abandonó la influencia dominante, y volvió a quedarse inmóvil, como petrificado.
Otro mono-humanoide surgió a la vida, y procedió a la misma ejecución. Éste era un ejemplar más joven, y por ende más adaptable, logrando lo que el más viejo había fallado. En el planeta Tierra, había sido enlazado el primer tosco nudo…
Otros hicieron cosas más extrañas y todavía más anodinas. Algunos extendieron sus brazos en toda su longitud e intentaron tocarse las yemas de los dedos… primero con ambos ojos abiertos y luego con uno cerrado. Algunos hubieron de mirar fijamente en las formas trazadas en el cristal, que se fueron dividiendo cada vez más finamente hasta fundirse en un borrón gris. Y todos oyeron aislados y puros sonidos, de variado tono que rápidamente descendieron por debajo del nivel del oído.
Al llegar la vez a Moon-Watcher sintió muy poco temor. Su principal sensación era la de un sordo resentimiento, al contraerse sus músculos y moverse sus miembros obedeciendo órdenes que no eran completamente suyas.
Sin saber por qué, se inclinó y recogió una piedrecita. Al incorporarse, vio que había una nueva imagen en la losa del cristal.
Las formas danzantes habían desaparecido, dejando en su lugar una serie de círculos concéntricos que rodeaban un intenso disco negro.
Obedeciendo las silenciosas órdenes que oía en su cerebro, arrojó la piedra con torpe impulso de volea, fallando el blanco por bastantes centímetros.
«Inténtalo de nuevo», dijo la orden. Buscó en derredor hasta hallar otro guijarro. Y esta vez su lanzamiento dio en la losa, produciendo un sonido como de campana. Sin embargo todavía era muy deficiente su puntería, aunque había sin duda mejorado.
Al cuarto intento, el impacto dio sólo a milímetros del blanco. Una sensación de indescriptible placer, casi sexual en su intensidad, inundó su mente. Aflojóse luego el control, y ya no sintió ningún impulso para hacer nada, excepto quedarse esperando.
Uno a uno, cada miembro de la tribu fue brevemente poseído. Algunos tuvieron éxito, pero la mayoría fallaron en las tareas que se les habían impuesto, y todos fueron recompensados apropiadamente con espasmos de placer o de dolor.
Ahora había sólo un fulgor uniforme y sin rasgos en la gran losa, por lo que se asemejaba a un bloque de luz superpuesto en la circundante oscuridad. Como si se despertasen de un sueño, los monos-humanoides menearon sus cabezas, y comenzaron luego a moverse por la vereda en dirección a sus cobijos. No miraron hacia atrás ni se maravillaron ante la extraña luz que estaba guiándoles a sus hogares… y a un futuro desconocido hasta para las estrellas.