19 — Tránsito de Júpiter

Aun a treinta millones de kilómetros de distancia, Júpiter era ya el objeto más sobresaliente del firmamento, el planeta era un disco pálido de tono asalmonado, de un tamaño aproximadamente de la mitad de la Luna vista desde la Tierra, con las oscuras bandas paralelas de sus cinturones de nubes claramente visibles. Errando en el plano ecuatorial estaban las brillantes estrellas de Ío, Europa, Ganímedes y Calixto… mundos que en cualquier otra parte hubiesen sido considerados como planetas en su propio derecho, pero que allí eran simplemente satélites de un amo gigante.

A través del telescopio Júpiter presentaba una magnífica vista… un globo abigarrado, multicolor, que parecía llenar el firmamento. Resultaba imposible abarcar su tamaño verdadero: Bowman recordó que tenía once veces el diámetro de la Tierra, pero durante largo rato fue ésta una estadística sin ningún significado real.

Luego, mientras se estaba informando de las cintas en las unidades de memoria de Hal, halló algo que de súbito le permitió ver en sus verdaderas dimensiones la tremenda escala del planeta. Era una ilustración que mostraba la superficie entera de la Tierra despellejada y luego estaquillada, como la piel de un animal, sobre el disco de Júpiter. Contra este fondo, todos los continentes y océanos de la Tierra parecían no mayores que la India en el globo terráqueo…

Al emplear Bowman el mayor aumento de los telescopios de la Descubrimiento, le pareció estar suspendido sobre un globo ligeramente alisado, mirando hacia un paisaje de volanderas nubes que habían sido hechas tiras por la rápida rotación del gigantesco mundo. A veces esas tiras se cuajaban en manojos, nudos y masas de vapor coloreado del tamaño de continentes; a veces eran enlazadas por pasajeros puentes de miles de kilómetros de longitud. Oculta bajo aquellas nubes, había materia suficiente para sobrepujar a todos los demás planetas del Sistema Solar. ¿Y qué más, se preguntó Bowman, se hallaba también oculto allí?

Sobre ese moviente y turbulento techo de nubes, ocultando siempre la superficie del planeta, se deslizaban a veces formas circulares de oscuridad, una de las lunas interiores estaba pasando ante el distante sol, discurriendo su sombra bajo él y sobre el alborotado paisaje nuboso joviano.

Había aún más allá, a treinta millones de kilómetros de Júpiter, otras lunas, mucho más pequeñas. Pero eran sólo montañas volantes de unas cuantas docenas de kilómetros de diámetro, y la nave no pasaría en ninguna parte cerca de ninguna de ellas. Con intervalos de pocos minutos, el transmisor del radar enviaba un silencioso rayo de energía; pero ningún eco de nuevos satélites devolvía su latido desde el vacío.

Lo que llegó, con creciente intensidad, fue el bramido de la propia voz de la radio de Júpiter. En 1955, poco antes del alba de la Era Espacial, los astrónomos habían quedado asombrados al hallar que Júpiter estaba lanzando estallidos de millones de caballos de fuerza en la banda de diez metros. Era simplemente un ronco ruido, asociado con los halos de partículas cargadas que circundaban el planeta como los cinturones de Van Allen de la Tierra, pero en escala mucho mayor.

A veces, durante las horas solitarias pasadas en el puente de mando, Bowman escuchaba esa radiación. Aumentaba la intensidad del amplificador de la radio hasta que la estancia se llenaba con un estruendo crujiente y chirriante; de este fondo, y a intervalos regulares, surgían breves silbidos y pitidos, como gritos de aves alocadas. Era un sonido fantasmagórico e imponente, pues no tenía nada que ver con el hombre; era tan solitario y tan ambiguo como el murmullo de las olas en una playa, o el distante fragor del trueno allende el horizonte.

Aun a su actual velocidad de más de ciento sesenta mil kilómetros por hora, le llevaría a la Descubrimiento casi dos semanas cruzar las órbitas de todos los satélites jovianos. Más lunas contorneaban a Júpiter que planetas orbitaban al sol; el observatorio lunar estaba descubriendo nuevas lunas cada año, llegando ya la cuenta a treinta y seis. La más exterior —Júpiter XVII— era retrógrada y se movía en inconstante trayectoria, a cuarenta y ocho millones de kilómetros de su amo temporal. Era el premio de un constante tira y afloja entre Júpiter y el Sol, pues el planeta estaba capturando constantemente lunas efímeras del cinturón de asteroides, y perdiéndolas de nuevo al cabo de unos cuantos millones de años. Sólo los satélites interiores eran de su propiedad permanente; el Sol no podría nunca arrancarlos de su asidero.

Ahora se encontraba aquí uno nuevo como presa de los antagónicos campos gravitatorios. La Descubrimiento estaba acelerando a lo largo de una compleja órbita calculada hacía meses por los astrónomos de la Tierra, y cotejada constantemente por Hal. De cuando en cuando se producían minúsculos golpecitos automáticos de los reactores de control, apenas perceptibles a bordo de la nave, al efectuarse la debida corrección de trayectoria.

En el enlace de radio con la Tierra, fluía constantemente la información. Estaban ahora tan lejos del hogar, que viajando a aquella velocidad sus señales tardaban cincuenta minutos en llegar. Aunque el mundo entero estaba mirando sobre sus hombros, contemplando a través de sus ojos y de sus instrumentos a medida que se aproximaban a Júpiter, pasaría casi una hora antes de que llegaran a Tierra las nuevas de sus descubrimientos.

Las cámaras telescópicas estaban operando constantemente al atravesar la nave la órbita de los gigantescos satélites interiores… cada uno de los cuales tenía una superficie mayor que la de la Luna. Tres horas antes del tránsito, la Descubrimiento pasó sólo a treinta y dos mil kilómetros de Europa, y todos los instrumentos fueron apuntados al mundo que se aproximaba, que crecía constantemente de tamaño, cambió de esfera a semiesfera y pasó rápidamente en dirección al Sol.

Aquí había también treinta millones de kilómetros cuadrados de superficie, que no había sido hasta ese momento más que la cabeza de un alfiler para el más poderoso telescopio. Los pasarían raudos en unos minutos, y debían sacar el mayor partido del encuentro, registrando toda la información que pudieran. Habría meses para poder revisarla despacio.

Desde la distancia, Europa había parecido una gigantesca bola de nieve, reflejando con notable eficiencia la luz del lejano Sol. Observaciones más atentas así lo confirmaron; a diferencia de la polvorienta Luna, Europa era de una brillante blancura, mucha de su superficie estaba cubierta de destellantes trozos que se asemejaban a varados icebergs. Casi ciertamente, estaban formados por amoníaco y agua que el campo gravitatorio de Júpiter había dejado, como fuera, de capturar.

Sólo a lo largo del ecuador era visible la roca desnuda; aquí había una tierra de nadie increíblemente mellada de cañones y revueltos roquedales y cantos rodados, formando una franja más oscura que rodeaba completamente el pequeño mundo. Había unos cuantos cráteres meteóricos, pero ninguna señal de vulcanismo. Evidentemente, Europa nunca había poseído fuentes internas de calor.

Había, como ya se sabía hacía tiempo, trazas de atmósfera, cuando el oscuro borde del satélite pasaba cruzando a una estrella, su brillo se empañaba brevemente antes de la ocultación. Y en algunas zonas había un atisbo de nubosidad… quizás una bruma de gotitas de amoníaco, arrastradas por tenues vientos de metano.

Tan rápidamente como había surgido del firmamento de proa, Europa se hundió por la popa; y ahora el cinturón de Júpiter se hallaba a sólo dos horas. Hal había comprobado y recomprobado con infinito esmero la órbita de la nave, viendo que no había necesidad de más correcciones de velocidad hasta el momento de la mayor aproximación. Sin embargo, aun sabiendo eso, causaba una tensión en los nervios ver cómo aumentaba de tamaño, minuto a minuto, aquel gigantesco globo. Resultaba dificultoso creer que la Descubrimiento no estaba cayendo en derechura hacia él, y que el inmenso campo gravitatorio del planeta no estaba arrastrándola hacia su destrucción.

Ya había llegado el momento de lanzar las sondas atmosféricas… las cuales, se esperaba, sobrevivirían lo bastante como para enviar alguna información desde bajo el cobertor de nubes joviano. Dos rechonchas cápsulas en forma de bomba, encerradas en protectores escudos contra el calor, fueron puestas suavemente en órbita, cuyos primeros miles de kilómetros apenas se desviaban de la trazada por la Descubrimiento.

Pero lentamente fueron derivando; y por fin se pudo ver a simple vista lo que había estado afirmando Hal. La nave se hallaba en una órbita casi rasante, no de colisión; no tocaría la atmósfera. En verdad, la diferencia era de sólo unos cuantos cientos de kilómetros —una nadería cuando se estaba tratando con un planeta de ciento cincuenta mil kilómetros de diámetro— pero ello bastaba.

Júpiter ocupaba ahora todo el firmamento; era tan inmenso que ni la mente ni la mirada podían abarcarlo ya, y ambas habían abandonado el intento. De no haber sido por la extraordinaria variedad de color —los rojos, rosas, amarillos, salmones y hasta escarlatas— de la atmósfera que había bajo ellos, Bowman hubiese creído que estaba volando sobre un paisaje de nubes terrestres.

Y ahora, por primera vez en toda la expedición, estaban a punto de perder el Sol. Pálido y menguado como aparecía, había sido el compañero constante desde que salieron de la Tierra, hacía cinco meses. Pero ahora su órbita se estaba hundiendo en la sombra de Júpiter, y no tardarían en pasar al lado nocturno del planeta.

Mil seiscientos kilómetros más adelante, la franja del crepúsculo estaba lanzándose hacia ellos; detrás, el Sol estaba sumiéndose rápidamente en las nubes jovianas. Sus rayos se esparcían a lo largo del horizonte como lenguas de fuego, con sus crestas vueltas hacia abajo, contraíanse luego y morían en breve fulgor de magnificencia cromática. Había llegado la noche.

Y sin embargo… el gran mundo de abajo no estaba totalmente oscuro. Rielaba una fosforescencia que se abrillantaba a cada minuto, a medida que se acostumbraban sus ojos a la escena. Caliginosos ríos de luz discurrían de horizonte a horizonte, como las luminosas estelas de navíos en algún mar tropical. Aquí y allá se reunían en lagunas de fuego líquido, temblando con enormes perturbaciones submarinas que manaban del oculto corazón de Júpiter, era una visión que inspiraba tanto espanto, que Poole y Bowman hubiesen estado con la mirada clavada en ella durante horas; ¿era aquello, se preguntaban, simplemente el resultado de fuerzas químicas y eléctricas que hervían en una caldera… o bien el subproducto de alguna fantástica forma de vida? Eran preguntas que los científicos podrían aún estar debatiendo cuando el recién nacido siglo tocase a su fin.

A medida que se sumían más en la noche joviana, se hacía constantemente más brillante el fulgor bajo ellos. En una ocasión Bowman había volado sobre el norte del Canadá durante el cenit de la aurora: la nieve que cubría el paisaje había sido tan fría y brillante como esto. Y aquella soledad ártica, recordó, era más de cien grados más cálida que las regiones sobre las cuales estaban lanzándose ahora.

—La señal de la Tierra está desvaneciéndose rápidamente —anunció Hal—. Estamos entrando en la primera zona de difracción.

Lo habían esperado… en realidad era uno de los objetivos de la misión, cuando la absorción de microondas proporcionaría valiosa información sobre la atmósfera joviana. Pero ahora que habían pasado realmente tras el planeta, y se cortaba la comunicación con la Tierra, sentían una súbita y abrumadora soledad. El cese de radio duraría sólo una hora; luego emergerían de la pantalla eclipsadora de Júpiter y reanudarían el contacto con la especie humana. Sin embargo, aquella hora sería la más larga de sus vidas.

A pesar de su relativa juventud, Poole y Bowman eran veteranos de una docena de viajes espaciales… mas ahora se sentían como bisoños. Estaban intentando algo por primera vez; nunca había viajado ninguna nave a tales velocidades, o desafiado tan intenso campo gravitatorio. El más leve error en la navegación en aquel punto crítico y la Descubrimiento saldría despedida hacia los límites extremos del Sistema Solar, sin esperanza alguna de rescate.

Arrastrábanse los lentos minutos. Júpiter era ahora una pared vertical de fosforescencia, extendiéndose al infinito sobre ellos… y la nave estaba remontando en derechura su resplandeciente cara. Aunque sabían que estaban moviéndose con demasiada rapidez para que los prendiese la gravedad de Júpiter, resultaba difícil creer que no se había convertido la Descubrimiento en un satélite de aquel mundo.

Al fin, y muy delante de ellos, hubo un fulgor luminoso a lo largo del horizonte. Estaban emergiendo de la sombra, saliendo al Sol. Y casi en el mismo momento, Hal anunció:

—Estoy en contacto-radio con Tierra. Me alegra también decir que ha sido completada con éxito la maniobra de perturbación. Nuestro tiempo hasta Saturno es de ciento sesenta y siete días, cinco horas, once minutos.

Estaba al minuto de lo calculado; el vuelo de aproximación había sido llevado a cabo con precisión impecable. Como una bola en una mesa de billar, la Descubrimiento se había apartado del móvil campo gravitatorio de Júpiter, y obtenido el impulso para el impacto. Sin emplear combustible alguno, había aumentado su velocidad en varios miles de kilómetros por hora.

Sin embargo, no había en ello violación alguna de las leyes de la mecánica; la naturaleza equilibraba siempre sus asientos, y Júpiter había perdido exactamente tanto impulso angular como la Descubrimiento había ganado. El planeta había sido retardado… pero como su masa era un quintillón de veces mayor que la de la nave, el cambio de su órbita era demasiado ínfimo como para ser detectable. No había llegado aún la hora en que el hombre podría dejar su señal sobre el Sistema Solar.

Al aumentar la luz rápidamente en su derredor, alzándose una vez más el sumido Sol en el firmamento joviano, Poole y Bowman se estrecharon las manos en silencio.

Pues aunque les resultaba difícil creerlo, había sido culminada sin tropiezo, la primera parte de su misión.