Semana tras semana, como un tranvía a lo largo del carril de su órbita, exactamente predeterminada, la Descubrimiento pasó por la de Marte siguiendo hacia Júpiter. A diferencia de todas las naves que atravesaban los firmamentos o los mares de la Tierra, ella no requería ni siquiera el más mínimo toque de los controles. Su derrotero estaba fijado por las leyes de la gravitación; no había aquí ni bajos ni arrecifes no señalados en la carta, en los cuales pudiese encallar. Ni había el más ligero peligro de colisión con otra nave pues no existía ninguna en donde fuera —cuando menos de construcción humana— entre ella y las infinitamente distantes estrellas.
Sin embargo, el espacio en el que estaba penetrando ahora estaba lejos de hallarse vacío. Delante se encontraba una tierra de nadie amenazada por los pasos de más de un millón de asteroides… entre ellos, menos de diez mil habían tenido determinadas con precisión sus órbitas por los astrónomos, sólo cuando tenían un diámetro de más de ciento cincuenta kilómetros; la inmensa mayoría eran simplemente gigantescos cantos rodados, vagando a la ventura a través del espacio.
No podía hacerse nada con respecto a ellos, hasta el más pequeño podía destruir por completo a la nave, si chocaba con ella a decenas de miles de kilómetros por hora. Sin embargo la probabilidad de que ello sucediera era insignificante. Pues en promedio sólo había un asteroide en un volumen de dos millones de kilómetros de lado; por lo tanto la menor de las preocupaciones de la tripulación era la de que la astronave Descubrimiento pudiera ocupar el mismo punto, y al mismo tiempo.
El día 86.º debían efectuar ellos su mayor aproximación a un asteroide conocido. No llevaba nombre —siendo simplemente designado con el número 7.794— y era una roca de cincuenta metros de diámetro que había sido detectada por el Observatorio Lunar en 1977, e inmediatamente olvidada, excepto por las pacientes computadoras del Centro de los Planetas menores.
Al entrar en servicio Bowman, Hal le recordó al punto el venidero encuentro… aunque no era probable que olvidara el único acontecimiento previsto de todo el viaje. La trayectoria del asteroide frente a las estrellas, y sus coordenadas en el momento de mayor aproximación, habían sido ya impresas en las pantallas de exposición. También estaban inscritas las observaciones a efectuar o a intentar; iban a estar muy atareados cuando 7.794 pasara raudo a sólo ciento cincuenta kilómetros de distancia, y a la relativa velocidad de ciento treinta mil kilómetros por hora.
Al pedir Bowman a Hal la observación telescópica, un campo estrellado no muy denso apareció en la pantalla. No había en él nada que asemejara a un asteroide; todas las imágenes, aun las más aumentadas, eran puntos de luz sin dimensiones.
—La retícula del blanco —pidió Bowman.
Inmediatamente aparecieron cuatro tenues y estrechas líneas que encerraban a una minúscula e indistinguible estrella. La miró fijamente durante varios minutos, preguntándose si Hal no se habría posiblemente equivocado; luego vio que la cabeza de alfiler luminosa estaba moviéndose, con apenas perceptible lentitud, sobre el fondo de las estrellas. Podía hallarse aún a un millón de kilómetros… pero su movimiento probaba que, en cuanto a distancias cósmicas, se encontraba casi al alcance de la mano.
Cuando casi seis horas más tarde, se le unió Poole en el puente de mando, el 7.794 era cientos de veces más brillante, y se estaba moviendo tan rápidamente sobre su fondo, que no cabía duda de su identidad. Y no era ya sólo un punto luminoso, sino que había comenzado a mostrar su disco visible.
Clavaron la mirada en aquel guijarro que pasaba por el firmamento, con las emociones de marineros en un largo viaje, bordeando una costa que no podían abordar. Aunque se daban cabal cuenta de que 7.794 era sólo un trozo de roca sin vida ni aire, ese conocimiento no afectaba sus sentimientos. Era la única materia sólida que encontrarían a este lado de Júpiter… que estaba aún a más de trescientos millones de kilómetros de distancia.
A través del telescopio de gran potencia, podían ver que el asteroide era muy irregular, y que giraba lentamente sobre sus extremos. A veces parecía una esfera aislada, y a veces se asemejaba a un ladrillo de tosca forma; su período de rotación era de poco más de dos minutos, sobre su superficie había jaspeadas motas de luz y sombra distribuidas al parecer al azar, y a menudo destellaba como una distante ventana cuando planos o afloramientos de material cristalino fulguraban al sol.
Estaba pasando ante ellos a casi cincuenta kilómetros por segundo; disponían tan sólo, pues, de unos cuantos frenéticos minutos para observarlo atentamente. Las cámaras automáticas tomaron docenas de fotografías, los ecos devueltos por el radar de navegación eran registrados cuidadosamente para un futuro análisis y quedaba el tiempo justo para lanzar una cápsula de impacto.
Esta cápsula no llevaba ningún instrumento, pues no podría ninguno de ellos sobrevivir a tales velocidades cósmicas. Era simplemente una bala de metal, disparada desde la Descubrimiento en una trayectoria que interseccionaría la del asteroide. Al deslizarse los segundos antes del impacto, Poole y Bowman esperaron con creciente tensión. El experimento, por simple que pareciera en principio, determinaba el límite, la precisión de sus dispositivos. Estaban apuntando a un blanco de treinta y cinco metros de diámetro, desde una distancia de cientos de kilómetros.
Se produjo una súbita y cegadora explosión de luz contra la parte oscurecida del asteroide, el proyectil había hecho impacto a velocidad meteórica; en una fracción de segundo, toda su energía cinética había sido transformada en calor. Una bocanada de gas incandescente fue expelida brevemente al espacio; a bordo de la Descubrimiento, las cámaras estaban registrando las líneas espectrales, que se esfumaban rápidamente. Allá en la Tierra, los expertos las analizarían, buscando las señas indicadoras de átomos incandescentes. Y así, por vez primera, sería determinada la composición de la corteza de un asteroide.
En una hora, el 7.794 fue una estrella menguante, no mostrando ninguna traza de un disco. Y cuando entró luego Bowman de guardia, se había desvanecido por completo.
De nuevo estaban solos; y solos permanecerían, hasta que las más exteriores lunas de Júpiter vinieran flotando en su dirección, dentro de tres meses.