La carrera cotidiana de la nave había sido planeada con gran cuidado, y —teóricamente cuando menos— Bowman y Poole sabían lo que deberían estar haciendo a cada momento de las veinticuatro horas. Operaban en turno alternativo de doce horas, no hallándose nunca dormidos los dos al mismo tiempo. El oficial de servicio permanecía normalmente en el puente de mando, mientras su adjunto proveía al cuidado general, inspeccionaba la nave, solucionaba los asuntos que constantemente se presentaban, o descansaba en su cabina.
Aunque Bowman era el capitán nominal, ningún observador exterior podría haberlo deducido, en esta fase de la misión. Él y Poole intercambiaban papeles, rango y responsabilidades por completo cada doce horas. Ello mantenía a ambos en el máximo de adiestramiento, minimizaba las probabilidades de fricción, y acercaba al objetivo de un 100% de eficacia.
El día de Bowman comenzaba a las 6, hora de la nave. La hora universal de los astrónomos. Si andaba retrasado Hal tenía una variedad de artilugios para recordarle su deber, pero no había sido necesario usarlos nunca. Como simple prueba Poole había desconectado una vez el despertador, pero sin embargo Bowman se había levantado automáticamente a la hora debida.
Su primer acto oficial del día era adelantar doce horas el Cronómetro Regidor de la Hibernación. De haberse dejado de hacer esta operación dos veces seguidas, ello supondría que tanto él como Poole habían sido incapacitados, debiendo ser por ende efectuada la necesaria acción de emergencia.
Bowman se aseaba y hacía sus ejercicios isométricos antes de sentarse para desayunar y para escuchar la edición radiada matinal del World Times. En tierra, no prestaba nunca tanta atención al periódico como ahora; hasta los más pequeños chismorreos de sociedad, los más fugaces rumores políticos, parecían de un absorbente interés para él, cuando pasaban por la pantalla.
A las 7 debía relevar oficialmente a Poole en el puente de mando, llevándole un tubo de café de la cocina. Si —como era por lo general el caso— no había nada que informar ni acción alguna que ejecutar, se dedicaba a comprobar las lecturas de todos los instrumentos, y verificaba una serie de pruebas destinadas a localizar posibles deficiencias en su funcionamiento. Para las 10, había terminado con esa tarea, y comenzaba un período de estudio.
Bowman había sido estudiante natural más de la mitad de su vida, y continuaría siéndolo hasta que se retirase, gracias a la revolución del siglo XX en las técnicas de instrucción e información, poseía ya el equivalente de dos o tres carreras… y, lo que era más, podía recordar el 90% de lo que había aprendido.
Hacía cincuenta años habría sido considerado especialista en astronomía aplicada y sistemas de cibernética y propulsión espacial… aunque solía negar, con auténtica indignación, que fuese un especialista en nada. Bowman nunca había podido fijar su atención exclusivamente en un tema determinado; a pesar de las sombrías prevenciones de sus instructores, había insistido en sacar su grado de perito en Astronáutica General… carrera vaga y borrosa, destinada a aquellos cuyo cociente de inteligencia estaba en el bajo 130, y que nunca alcanzarían los rangos superiores de su profesión.
Mas su decisión había sido acertada; aquella cerrada negativa a especializarse le había calificado singularmente para su presente tarea. Del mismo modo Frank Poole —quien a veces se denominaba a sí mismo con menosprecio «Practicante General en Biología espacial»— había sido una elección ideal como su adjunto. Entre ambos y con la ayuda de los vastos depósitos de información de Hal, podían contender con cualquier problema que pudiera presentarse durante el viaje… siempre que mantuviesen sus mentes alertas y receptivas, y continuamente regrabados sus antiguos moldes de memoria.
Así, durante dos horas, de 10 a 12, Bowman establecía un diálogo con un preceptor electrónico, comprobando sus conocimientos generales o absorbiendo material específico a su misión. Hurgaba interminablemente en planos de la nave, diagramas de circuito y perfiles de viaje, o intentaba asimilar todo cuanto era conocido sobre Júpiter, Saturno y sus familias de lunas, que se extendían hasta muy lejos.
A mediodía se retiraba a la cocina y dejaba la nave a Hal, mientras él preparaba su comida. Aun aquí, estaba del todo en contacto con los acontecimientos, pues la pequeña salita cocina comedor contenía un duplicado del Tablero de Situación, y Hal podía llamarle en un momento de advertencia. Poole se le unía en esta comida, antes de volver a su período de seis horas de sueño, y por lo general contemplaban uno de los programas regulares de la televisión que se les dirigía expresamente desde Tierra.
Sus menús habían sido planeados con tal esmerada minuciosidad como cualquier parte de la misión. Las viandas, congeladas en su mayoría, eran uniformemente excelentes, habiendo sido elegidas para el mínimo de molestia. Habían de ser simplemente abiertos e introducido su contenido en la reducida autococina, que lanzaba un zumbido de atención cuando había efectuado su tarea. Podían disfrutar de lo que tenía el sabor —e, importante igualmente, el aspecto— de jugos de naranja, huevos (preparados de diversas formas), bistecs, chuletas, asados, vegetales frescos, frutas surtidas, helados, y hasta de pan recién cocido.
Tras la comida, desde las 13 a las 16, Bowman hacía un lento y cuidadoso recorrido de la nave… o de la parte accesible de ella. La Descubrimiento medía casi ciento treinta y cinco metros de extremo a extremo, pero el pequeño universo ocupado por su tripulación se reducía casi por completo a los quince metros de la esfera del casco de presión.
Allá se encontraban todos los sistemas de subsistencia, y el puente de mando, que era el corazón operativo de la nave. Bajo el mismo había un «garaje espacial» dotado de tres cámaras reguladoras de presión, a través de las cuales podían salir al vacío, de requerirse actividad extravehicular, unas cápsulas motrices que podían contener un hombre cada una de ellas.
La región ecuatorial de la esfera de presión —el corte, como si fuese, de Capricornio a Cáncer— encerraba un cilindro de rotación lenta, de once metros de diámetro. Al efectuar una revolución cada diez segundos, este tiovivo de fuerza centrífuga producía una gravedad igual a la de la Luna. Ello bastaba para evitar la atrofia física que resultaría de la completa ausencia de peso, permitiendo que se efectuaran en condiciones normales —o casi normales— las funciones rutinarias de la existencia.
El tiovivo contenía por ende los servicios de cocina, comedor, lavado y aseo. Sólo allí les resultaba seguro preparar y manipular bebidas calientes… cosa muy peligrosa en condiciones de ingravidez, donde podía uno ser malamente escaldado por glóbulos flotantes o agua hirviendo. El problema del afeitado estaba también solucionado, no se producían ingrávidos pelillos volanderos que pudiesen averiar el dispositivo eléctrico y producir un peligro para la salud.
En torno al borde del tiovivo había cinco reducidos cubículos, arreglados por cada astronauta a su gusto y que contenían sus pertenencias personales, sólo los de Bowman y Poole estaban entonces en uso, pues los futuros ocupantes de las restantes tres cabinas reposaban en sus sarcófagos electrónicos próximos a la puerta.
Caso de ser necesario, podía detenerse el giro del tiovivo; cuando esto acontecía, había de retenerse su movimiento angular en un volante, volviéndose a conmutar cuando se recomenzaba la rotación. Pero normalmente se le dejaba funcionando a velocidad constante, pues resultaba bastante fácil penetrar en el gran cilindro giratorio yendo mano sobre mano a lo largo de una barra que atravesaba la región de gravedad cero de su centro. El traslado a la sección móvil era tan fácil y automático, tras una pequeña práctica, como subir a una escalera móvil.
El casco esférico de presión formaba la cabeza de la tenue estructura en forma de flecha de más de cien metros de longitud. La Descubrimiento al igual que todos los vehículos destinados a la penetración en el espacio profundo, era demasiado frágil y de líneas no aerodinámicas para pensar en la atmósfera, o para desafiar el campo gravitatorio de cualquier planeta. Había sido montada en órbita en torno a la Tierra, probada en un vuelo inicial translunar, y finalmente en órbita en torno a la Luna. Era una criatura del espacio puro… y lo parecía.
Inmediatamente detrás del casco de presión estaba agrupado un racimo de cuatro tanques de hidrógeno líquido, y más allá de ellos, formando una larga y grácil V, estaban las aletas de radiación, que disipaban el calor derramado por el reactor nuclear. Entreveradas en una delicada tracería de tubos para el fluido de enfriamiento, se asemejaban a las alas de algún gran dragón volante, y desde ciertos ángulos, la nave Descubrimiento, proporcionaba una fugaz semejanza a un antiguo velero.
En la misma punta de la V, a cien metros del compartimiento de la tripulación, se encontraba el acorazado infierno del reactor, y el complejo de concentrados electrodos a través del cual emergía la incandescente materia desintegrada del motor de plasma. Éste había ejecutado su trabajo hacía semanas, forzando a la Descubrimiento a salir de la órbita estacionaria en torno a la Luna. Ahora, el reactor emitía solamente un tictac al generar energía eléctrica para los servicios de la nave, y las grandes aletas radiadoras, que se tornaban de un rojo cereza cuando la Descubrimiento aceleraba al máximo impulso, aparecían oscuras y frías.
Aunque se requeriría una excursión en el espacio para examinar esta región de la nave, había instrumentos y apartadas cámaras de televisión que proporcionaban un informe completo de las condiciones allí existentes. Bowman creía conocer ya íntimamente cada palmo cuadrado del radiador, paneles, y cada pieza de tubería asociada con ellos.
Para las 16 horas había ya terminado su inspección, y hacía un informe verbal al Control de la Misión, hablando hasta que comenzó a llegarle el acuse de recibo. Entonces apagó su transmisor, escuchó lo que tenía que decir Tierra, y volvió a transmitir su respuesta a algunas preguntas, a las 18 se levantó Poole y le entregó el mando.
Disponía entonces de seis horas libres, para emplearlas como le placiera. A veces, continuaba sus estudios, o escuchaba música o contemplaba una película. Mucho del tiempo lo empleaba revisando la inagotable biblioteca electrónica de la nave. Habían llegado a fascinarle las grandes exploraciones del pasado… cosa bastante comprensible, dadas las circunstancias. A veces navegaba con Piteas a través de las Columnas de Hércules, a lo largo de la costa de una Europa apenas surgida de la Edad de Piedra, aventurándose casi hasta las frías brumas del Ártico. O dos mil años después perseguía con Anson a los galeones de Manila, o navegaba con Cook a lo largo de los ignotos azares de la Gran Barrera de Arrecifes, o realizaba con Magallanes la primera circunnavegación del globo. Y comenzaba a leer la Odisea, que era de todos los libros el que más vívidamente le hablaba a través de los abismos del tiempo.
Para distraerse, siempre podía entablar con Hal un gran número de juegos semiautomáticos, incluyendo las damas y el ajedrez. Si se empleaba a fondo Hal podía ganar cualquiera de estos juegos, pero como ello sería malo para la moral, había sido programado para ganar el cincuenta por ciento de la veces y sus contendientes humanos pretendían no saberlo.
Las últimas horas de la jornada de Bowman estaban dedicadas a un aseo general y pequeñas ocupaciones, a lo que seguía la cena a las 20… de nuevo con Poole. Luego había una hora durante la cual hacía o recibía llamadas personales a la Tierra.
Como todos sus colegas, Bowman era soltero; pues no era justo enviar hombres con familias a una misión de tal duración. Aunque numerosas damitas habían prometido esperar hasta que regresase la expedición, nadie lo creía realmente. Al principio Poole y Bowman habían estado haciendo llamadas más bien íntimas una vez por semana, a pesar de saber que muchos oídos estarían escuchando en el extremo del circuito Tierra destinado a inhibirlas. Sin embargo a pesar de que el viaje apenas había comenzado, había empezado ya a disminuir el calor y la frecuencia de las conversaciones con sus novias en la Tierra. Lo habían esperado, ése era uno de los castigos de un astronauta, como lo había sido antaño para la vida de los marinos.
Verdad era, sin embargo —bien notoria por cierto— que los marinos tenían compensaciones en otros puertos; por desgracia, no existían islas tropicales llenas de morenas muchachas más allá de la órbita de la Tierra. Los médicos del espacio, desde luego, habían abordado con su habitual entusiasmo el problema; y la farmacopea de la nave procuraba adecuados, si bien no seductores, sustitutos.
Poco antes de efectuar el traspaso de mando, Bowman hacía su informe final, y comprobaba que Hal había transmitido todas las cintas de instrumentación para el curso del día. Luego, si tenía ganas de ello, pasaba un par de horas leyendo o viendo una película; y a medianoche se acostaba… no necesitando habitualmente para dormirse auxilio alguno de electronarcosis.
El programa de Poole era tan igual al suyo como la imagen de un espejo, y los dos regímenes de trabajo casaban sin fricción. Ambos estaban totalmente ocupados, eran inteligentes y bien compenetrados como para querellarse, y el viaje se había asentado en una cómoda rutina desprovista en absoluto de acontecimientos, hallándose señalado el paso del tiempo sólo por los números cambiantes de los relojes.
La esperanza mayor de la pequeña tripulación de la Descubrimiento era que nada perturbase aquella sosegada monotonía, en las semanas y meses por venir.