15 — Descubrimiento

La nave se encontraba aún a sólo treinta días de la Tierra, pero sin embargo David Bowman hallaba a veces difícil creer que hubiese conocido jamás otra existencia que la del cerrado y pequeño mundo de la nave Descubrimiento. Todos sus años de entrenamiento, todas sus anteriores misiones a la Luna y a Marte, parecían pertenecer a otro mundo, a otra vida.

Frank Poole confesaba tener los mismos sentimientos, y a veces había lamentado, bromeando, que el próximo psiquiatra estuviese casi a la distancia de ciento cincuenta millones de kilómetros. Pero aquella sensación de aislamiento y de desamparo era bastante fácil de comprender, y ciertamente no indicaba anormalidad alguna. En los treinta años desde que los hombres se aventuraron por el espacio, nunca había habido una misión como aquella.

Había comenzado, hacía cinco años, con el nombre de Proyecto Júpiter… el primer viaje tripulado de ida y vuelta al mayor de los planetas. La nave estaba casi lista para el viaje de dos años cuando algo bruscamente, había sido cambiado el perfil de la misión.

La Descubrimiento había de ir a Júpiter, en efecto, pero no se detendría allí. Ni siquiera aminoraría su velocidad al atravesar el lejano sistema de satélites jovianos. Por el contrario, debería utilizar el campo gravitatorio del gigantesco mundo como una honda para ser arrojada aún más allá del Sol. Como un cometa, atravesaría rápida los últimos límites del Sistema Solar en dirección a su meta última, la anillada magnificencia de Saturno. Y nunca volvería.

Para la Descubrimiento, sería un viaje de ida tan sólo, pero sin embargo, su tripulación no tenía intención alguna de suicidarse. Si todo iba bien, regresarían a la Tierra dentro de siete años… cinco de los cuales pasarían como un relámpago en el tranquilo sueño de la hibernación, mientras esperaban el rescate por la aún no construida Descubrimiento II.

La palabra «rescate» era evitada cuidadosamente en los informes y documentos de las Agencias Astronáuticas; implicaba algún fallo de planificación, por lo que la jerigonza aplicada era «recuperación». Si algo iba realmente mal, a buen seguro que no habría esperanza alguna de rescate, a más de mil millones de kilómetros de la Tierra.

Era un riesgo calculado, como todos los viajes a lo desconocido. Pero después de medio siglo de investigación, la hibernación humana artificialmente inducida, había demostrado ser perfectamente segura, y esto había abierto nuevas posibilidades al viaje espacial. No habían sido explotadas al máximo, empero, hasta esta misión.

Los tres miembros del equipo de inspección, que no serían necesarios hasta que la nave entrase en su órbita final en torno a Saturno, dormirían durante todo el viaje exterior. Así se ahorrarían toneladas de alimentos y otros gastos; y lo que era casi tan importante, el equipo estaría fresco y alerta, y no fatigado por el viaje de diez meses, cuando entrase en acción.

La Descubrimiento entraría en una órbita de aparcamiento en torno a Saturno, convirtiéndose en una nueva luna del planeta gigante. Describiría una elipse de más de tres millones de kilómetros, que la llevaría junto a Saturno, y luego, a través de las órbitas de todas sus lunas principales. Tendrían cien días para trazar cartas y estudiar un mundo cuya superficie era ochenta veces mayor que la de la Tierra, y estaba rodeado por un séquito de lo menos quince satélites conocidos… uno de los cuales era tan grande como el planeta Mercurio.

Habría allí maravillas suficientes para siglos de estudio; la primera expedición sólo podría llevar a cabo un reconocimiento preliminar. Todo cuanto se encontrara se enviaría por radio a la Tierra; aun si no volvieran nunca los exploradores, sus descubrimientos no serían perdidos.

Al final de los cien días, la astronave Descubrimiento concluiría su misión. Toda la tripulación sería sometida a la hibernación; sólo los sistemas esenciales continuarían operando, vigilados por el incansable cerebro electrónico de la nave. Ella continuaría girando en torno a Saturno, en una órbita tan bien determinada ahora, que los hombres sabrían exactamente dónde buscarla dentro de mil años. Pero en sólo cinco, de acuerdo con los planes establecidos, llegaría la Descubrimiento II. Aunque pasaran seis, siete u ocho años, los durmientes pasajeros no conocerían la diferencia. Para todos ellos, el reloj se habría parado, como se había parado ya para Whitehead, Kaminski y Hunter.

A veces Bowman, como primer capitán de la Descubrimiento, envidiaba a sus tres colegas, inconscientes en la helada paz de la hibernación. Ellos estaban libres de todo fastidio y toda responsabilidad; hasta que alcanzaran Saturno, el mundo exterior no existía para ellos.

Pero aquel mundo estaba vigilándolos, a través de sus dispositivos biosensores, a un lado de la masa de instrumentos del puente de mando, había cinco pequeños paneles con los nombres de HUNTER, WHITEHEAD, KAMINSKI, POOLE, BOWMAN. Los dos últimos estaban en blanco; no les llegaría el turno hasta dentro de un año. Los otros presentaban constelaciones de minúsculas lucecitas verdes, anunciando que todo iba bien; y en cada uno de ellos había una pantalla a través de la cual una serie de relucientes líneas trazaban los pausados ritmos que indicaban el pulso, la respiración y la actividad cerebral.

Había veces en que Bowman, dándose cuenta de lo innecesario que aquello era —pues si algo iba mal, sonaría al instante el timbre de alarma— conectaba el dispositivo auditivo. Y, semihipnotizado, escuchaba los latidos infinitamente lentos del corazón de sus durmientes colegas, manteniendo los ojos fijos en las perezosas ondas que atravesaban en sincronismo la pantalla.

Lo más fascinante de todo eran los trazados del electroencefalograma… las señales electrónicas de tres personalidades que existieron, y que un día volverían a existir. Estaban casi exentas de los ascensos y los descensos, aquellos altibajos correspondientes a las explosiones eléctricas que señalaban la actividad del cerebro en vela… o hasta del cerebro en sueño normal. De subsistir cualquier chispa de conciencia, se hallaba más allá del alcance de los instrumentos, y de la memoria.

Bowman conocía este hecho por experiencia personal. Antes de haber sido escogido para esta misión, habían sido sondeadas sus reacciones a la hibernación. No estaba seguro si había perdido una semana de su vida… o bien si se había pospuesto su muerte por el mismo lapso de tiempo.

Cuando le fueron aplicados los electrodos a la frente, y comenzó a latir el generador de sueño, había visto un breve despliegue de formas caleidoscópicas y derivantes estrellas. Luego todo se había borrado, y la oscuridad le había engullido. No sintió nunca las inyecciones, y menos aún el primer toque de frío al ser reducida la temperatura de su cuerpo a sólo pocos grados sobre cero… Despertó, y le pareció que apenas había cerrado los ojos. Pero sabía que era una ilusión; como fuera, estaba convencido de que habían transcurrido realmente años.

¿Había sido completada la misión? ¿Habían alcanzado ya Saturno, efectuado su inspección y puestos en hibernación? ¿Estaba allí la Descubrimiento II, para llevarlos de nuevo a la Tierra?

Estaba como ofuscado, como envuelto en la bruma de un sueño, incapaz en absoluto de distinguir entre los recuerdos falsos y reales. Abrió los ojos, pero había poco que ver, excepto una borrosa constelación de luces que le desconcertaron durante unos minutos. Luego se dio cuenta de que estaba mirando a unas lámparas indicadoras, pero como resultaba imposible enfocarlas, cesó muy pronto en su intento.

Sintió el soplo de aire caliente, despejando el frío de sus miembros. Una queda pero estimulante música brotaba de un altavoz situado detrás de su cabeza, la cual fue cobrando un diapasón cada vez más alto…

De pronto una voz sosegada y amistosa —pero generada por computadora— le habló.

—Está usted activándose, Dave. No se incorpore ni haga ningún movimiento violento. No intente hablar.

¡No se incorpore!, pensó Bowman. Era chusco eso. Dudaba de poder siquiera contraer un dedo. Pero más bien con sorpresa, vio que podía hacerlo.

Se sintió lleno de contento, en un estado de estúpido aturdimiento. Sabía vagamente que la nave de rescate debía de haber llegado, que había sido disparada la secuencia automática de resurrección, y que pronto estaría viendo a otros seres humanos. Era magnífico, pero no se excitó por ello.

Ahora sentía hambre. La computadora, desde luego, había previsto tal necesidad.

—Hay un botón junto a su mano derecha, Dave. Si tiene hambre, apriételo.

Bowman obligó a sus dedos a tantear en torno, y descubrió el bulbo periforme. Lo había olvidado todo, aunque debiera haber sabido que estaba allí. ¿Cuánto más había olvidado… borraba la memoria la hibernación?

Oprimió el botón y esperó. Varios minutos después, emergía de la litera un brazo metálico, y una boquilla de plástico descendía hacia sus labios. Chupó ansiosamente, y un líquido cálido y dulce pasó por su garganta, procurándole renovada fuerza a cada gota.

Apartó luego la boquilla, y descansó otra vez. Ya podía mover brazos y piernas; no era ya un imposible sueño el pensamiento de andar.

Aunque sentía que le volvían rápidamente las fuerzas, se habría contentado con yacer allí para siempre, de no haber habido otros estímulos del exterior. Mas entonces otra voz le habló… y esta vez era cabalmente humana, no una construcción de impulsos eléctricos reunidos por una memoria más-que-humana. Era también una voz familiar, aunque pasó algún rato antes de que la reconociera.

—Hola, Dave. Está volviendo en sí magníficamente. Ya puede hablar. ¿Sabe dónde se encuentra?

Esto le preocupó unos momentos. Si realmente estaba orbitando en torno a Saturno, ¿qué había sucedido durante todos los meses que pasaron desde que abandonara la Tierra? De nuevo comenzó a preguntarse si estaría padeciendo amnesia. Paradójicamente, el mismo pensamiento le tranquilizó. Pues si podía recordar la palabra «amnesia», su cerebro debía estar en muy buen estado.

Pero aún no sabía dónde se encontraba, y el locutor, al otro extremo del circuito, debió de haber comprendido perfectamente su situación.

—No se preocupe, Dave. Aquí Frank Poole. Estoy vigilando su corazón y respiración… todo está perfectamente normal. Relájese… tranquilícese.

—Vamos a abrir la puerta y a sacarle a usted.

Una suave luz inundó la cámara, y vio la silueta de formas móviles recortadas contra la ensanchada entrada. Y en aquel momento todos sus recuerdos volvieron a su mente y supo exactamente dónde se encontraba.

Aunque había vuelto sano y salvo de los más lejanos linderos del sueño, y de las más próximas fronteras de la muerte, había estado allí tan sólo una semana.

Al abandonar el Hibernáculum, no vería el frío firmamento de Saturno, el cual estaba a más de un año en el futuro y a mil quinientos millones de kilómetros de allí. Se encontraba aún en el departamento de adiestramiento del Centro de Vuelo Espacial, en Houston, bajo el ardiente sol de Texas.