MACRO-CRÁTER PROVINCE: Se extiende al Sur desde cerca del centro de la cara visible de la Luna, Al Este del Cráter Central Province. Densamente festoneado con cráteres de impacto, muchos de ellos grandes, incluyendo el mayor de la Luna; al Norte, algunos cráteres abiertos por impacto, formando el Mar Imbrium. Superficies escabrosas casi por doquier, excepto en algunos fondos de cráter. La mayoría de las superficies en declive, generalmente de 10º a 12º; algunos fondos de cráter casi llanos.
ALUNIZAJE Y MOVIMIENTO: Alunizaje generalmente difícil debido a las escabrosas y escarpadas superficies; menos difícil en los fondos llanos de algunos cráteres. Movimiento posible casi en todas partes, pero se requiere selección de ruta; menos difícil en los fondos llanos de algunos cráteres.
CONSTRUCCIÓN: Por lo general, moderadamente difícil debido al declive, y numerosos bloques de material suelto; difícil la excavación de lava en algunos fondos de cráter.
Tycho: Post-Maria cráter, de 80 Km de diámetro, borde de 2.500 metros sobre el terreno circundante; fondo de 3.600 metros; tiene el más prominente sistema de radios de la Luna, extendiéndose algunos a más de 800 kilómetros. (Extraído de «Estudio especial de Ingeniería de la Superficie de la Luna». Despacho, Jefe de Ingenieros, Departamento del Ejército. Inspección geológica U.S.A. Washington, 1961).
El laboratorio móvil que rodaba entonces a través del llano del cráter a ochenta kilómetros por hora, se parecía más a un remolque de mayor tamaño que el normal, montado sobre ocho ruedas flexibles. Pero era mucho más que eso; era una base independiente en la cual podían vivir y trabajar veinte hombres durante varias semanas. En realidad era virtualmente una astronave para la propulsión terrestre… y en caso de emergencia podía también volar. Si llegaba a una grieta profunda o cañón demasiado grande para poder contornearlo, y demasiado escarpado para introducirse, podía atravesar el obstáculo con sus cuatro propulsores inferiores.
Fisgando el exterior por la ventanilla, Floyd veía extenderse ante él una pista bien trazada, donde docenas de vehículos habían dejado una banda en la quebradiza superficie de la Luna. A intervalos regulares a lo largo de la pista había altas y gráciles farolas de destellante luz. Nadie podía posiblemente perderse, en el trayecto de 320 kilómetros que había de la base Clavius a T.M.A.-1, aunque fuese de noche y tardara aún varias horas en salir el sol.
Las estrellas eran sólo un poco más brillantes, o más numerosas, que en una clara noche en las altiplanicies de Nuevo México o del Colorado, pero había dos cosas en aquel firmamento, negro como en carbón, que destruían cualquier ilusión de Tierra.
La primera era la propia Tierra, un resplandeciente fanal suspendido sobre el horizonte septentrional. La luz que derramaba aquel gigantesco hemisferio era docenas de veces más brillantes que la Luna llena, y cubría todo aquel suelo con una fría y verdiazulada fosforescencia.
La segunda aparición celestial era un tenue y nacarado cono de luz sesgado sobre el firmamento del levante, el cual se hacía cada vez más brillante hacia el horizonte, sugiriendo grandes incendios ocultos justamente bajo el borde de la Luna. Era una pálida aurora que nadie pudo ver nunca desde la Tierra, excepto durante los momentos de un eclipse total. Era el halo anunciador del alba lunar, el aviso de que antes de poco tiempo, el sol bañaría aquel soñoliento suelo.
Instalado con Halvorsen y Michaels en la cabina delantera de observación, inmediatamente bajo el puesto del conductor, Floyd sintió que sus pensamientos volvían una y otra vez al abismo de tres millones de años que acababa de abrirse ante él. Como todos los hombres ilustrados, estaba acostumbrado a considerar períodos de tiempo mucho más grandes… pero habían concernido sólo a los movimientos de las estrellas y a los lentos ciclos del universo inanimado. No habían estado implicadas ni la mente ni la inteligencia; aquellos eones estaban vacíos en cuanto tocara a las emociones.
¡Tres millones de años! El infinitamente atestado panorama de la historia escrita, con sus imperios y sus reyes, sus triunfos y sus tragedias, cubre escasamente una milésima de ese tremendo lapso de tiempo. No sólo el propio hombre, sino la mayoría de los animales que viven hoy en la Tierra, no existían siquiera cuando ese negro enigma fue cuidadosamente enterrado aquí, en el más brillante y más espectacular de todos los cráteres de la Luna.
De que fue enterrado, y del todo deliberadamente, estaba absolutamente seguro el doctor Michaels. «Al principio —explicaba—, más bien esperaba que pudiera marcar el emplazamiento de alguna estructura subterránea, pero nuestras más recientes excavaciones han eliminado tal suposición. Se halla asentado en una amplia plataforma del mismo negro material, con roca inalterada debajo. Las criaturas que lo diseñaron quisieron asegurarse que permanecería inconmovible ante los mayores terremotos lunares. Estaban construyendo para la eternidad.»
Había un acento triunfal, y, sin embargo, melancólico, en la voz de Michaels, y Floyd compartía ambas emociones. Al fin, había sido respondido uno de los más antiguos interrogantes del hombre; aquí estaba la prueba, más allá de toda sombra de duda, que no era la suya la única inteligencia que había producido el Universo. Pero con ese conocimiento volvía de nuevo una dolorosa certidumbre de la inmensidad del Tiempo. La Humanidad había narrado en cien mil generaciones todo cuanto pasara de aquel modo. Quizás estaba bien así, se dijo Floyd. Sin embargo… ¡cuánto podíamos haber aprendido de seres que podían cruzar el espacio, mientras nuestros antepasados vivían aún en los árboles!
Unos cientos de metros más adelante, emergía un poste indicador sobre el singularmente limitado horizonte de la Luna. En su base había una estructura en forma de tienda, cubierta con reluciente chapa de plata, evidentemente para protección contra el terrible calor diurno. Al pasar el vehículo junto a ella, Floyd pudo leer a la brillante luz terrestre:
DEPÓSITO DE EMERGENCIA-3
20 litros de lox (oxígeno líquido)
10 litros de agua
20 paquetes de alimento Mk 4
1 caja de herramientas Tipo B
1 serie de pertrechos de reparación
¡TELÉFONO!
—¿Sabe algo de eso? —preguntó Floyd, apuntando afuera—. Supongo que debe tratarse de un escondrijo de abastecimientos, dejado por alguna expedición que nunca volvió…
—Es posible —admitió Michaels—. El campo magnético rotuló ciertamente su posición, de manera que pudiera ser fácilmente hallada. Pero es más bien pequeña… no puede contener mucha cantidad de abastecimientos.
—¿Por qué no? —intervino Halvorsen—. ¿Quién sabe lo grandes que eran ellos? Quizá sólo tenían centímetros de estatura, lo cual convertiría a eso en una construcción de una altura de veinte o treinta pisos.
Michaels meneó la cabeza.
—Queda descartado —protestó—. No puede haber criaturas inteligentes muy pequeñas; se necesita un mínimo de tamaño cerebral.
Floyd ya se había dado cuenta que Michaels y Halvorsen solían sustentar opiniones opuestas, aun cuando no pareciese existir una hostilidad o fricción personal entre ellos. Solamente parecían respetarse mutuamente; simplemente, estaban de acuerdo o en desacuerdo.
Cabía ciertamente poca concordancia entre la naturaleza de T.M.A.-1, o del Monolito Tycho, como algunos preferían llamarlo, reteniendo parte de la abreviatura. En las seis horas desde que había puesto pie en la Luna, Floyd había oído una docena de teorías, mas no se había pronunciado por ninguna de ellas. Santuario, templete, tumba, mojón de reconocimiento, instrumento selenofísico… éstas eran quizás las sugerencias favoritas, y algunos de los protagonistas se acaloraban mucho en su defensa. Se habían cruzado diversas apuestas, y gran cantidad de dinero cambiaría de mano cuando fuera conocida finalmente la verdad… en el caso de que lo fuera alguna vez.
Hasta el momento el duro material negro de la losa había resistido todos los intentos, más bien suaves, que habían efectuado Michaels y sus colegas para obtener muestras. No dudaban en absoluto que un rayo láser la hendiría —pues, seguramente, nada podía resistir aquella terrible concentración de energía— pero había de dejarse a Floyd la decisión de emplear medidas violentas. Él había decidido ya que los rayos X, las sondas sónicas, los haces de neutrones y todos los demás medios de investigación no destructiva, fuesen puestos en juego antes de recurrir a la artillería pesada del láser. Era muestra de barbarie destruir algo que no se podía comprender; pero quizás los hombres eran bárbaros en comparación con los seres que habían construido aquel objeto.
¿Y de dónde podían haber procedido? ¿De la misma Luna? No, eso era totalmente improbable. Cualquier avanzada civilización terrestre —presumiblemente no humana— de la era Pleistocena, habría dejado muchas otras huellas de su existencia. Lo hubiésemos sabido todo de ella, pensó Floyd, mucho antes de que llegáramos a la Luna.
Ello dejaba dos alternativas… los planetas y las estrellas. Sin embargo, había pruebas abrumadoras en contra de la vida inteligente en cualquier otra parte del Sistema Solar… o simplemente de vida de cualquier clase excepto en la Tierra y en Marte. Los planetas interiores eran demasiado calientes, los exteriores excesivamente fríos, a menos que se descendiera en su atmósfera a profundidades donde las presiones alcanzaban cientos de toneladas por centímetro cuadrado.
Así, los visitantes habían venido quizá de las estrellas… lo cual resultaba aún más increíble. Al mirar arriba, a las constelaciones desparramadas a través del firmamento lunar de ébano, Floyd recordó cuán a menudo habían «demostrado» sus colegas científicos la imposibilidad de un viaje interestelar. El recorrido de la Tierra a la Luna era ya bastante impresionante; pero la más próxima estrella se encontraba a una distancia cien millones de veces mayor… Especular era perder el tiempo; debía esperar hasta que hubiese más pruebas.
—Sujétense por favor los cinturones de seguridad y afiancen todos los objetos sueltos —dijo de pronto el altavoz de la cabina—. Se aproxima un declive de cuarenta grados.
Dos postes señalizadores con luces parpadeantes habían aparecido en el horizonte, y el vehículo estaba maniobrando entre ellos. Apenas se había ajustado Floyd sus correas, cuando el vehículo se inclinó lentamente sobre el borde de un declive realmente terrorífico y comenzó a descender una larga pendiente cubierta de derrubios y tan empinada como el tejado de una casa. La oblicua luz terrestre que provenía de la parte posterior, procuraba muy escasa iluminación, por lo que se habían encendido los focos del vehículo. Hacía muchos años Floyd se había encontrado en la boca del Vesubio, mirando al cráter, por lo que podía ahora imaginarse fácilmente que estaba sumiéndose en otro semejante, no resultando en verdad nada agradable la sensación.
Estaba descendiendo una de las terrazas interiores de Tycho, la cual se nivelaba a unos trescientos cincuenta metros más abajo. Al serpear descendiendo el declive, Michaels apuntó a través de la gran extensión llana tendida bajo ellos.
—Allá están ellos —exclamó.
Floyd asintió; había divisado ya el ramillete de luces rojas y verdes enfrente a algunos kilómetros, y mantuvo sus ojos fijos en él mientras el vehículo descendía suavemente el declive. Evidentemente, el gran artefacto locomóvil estaba bajo perfecto control, pero Floyd no respiró sosegadamente hasta que el vehículo no volvió a recobrar su debida posición horizontal.
Entonces pudo ver, resplandeciendo como burbujas de plata a la luz terrestre, un grupo de cúpulas de presión… los refugios temporales que albergaban a los trabajadores del lugar. Próxima a ellos se encontraba una torre de radio, una perforadora, un grupo de vehículos aparcados, y un gran montón de roca cascada, probablemente el material que había sido excavado para descubrir el monolito. Aquel pequeño campamento en la desértica extensión parecía muy solitario, muy vulnerable a las fuerzas de la Naturaleza agrupadas silenciosamente en su derredor. No había allí signo alguno de vida, ni ninguna visible indicación de por qué habían ido los hombres tan lejos de su hogar.
—Puede usted ver el cráter —dijo Michaels—. Allá a la derecha… a unos cien metros de aquella antena de radio.
«Ya estamos, pues», pensó Floyd, al rodar el vehículo ante las cápsulas de presión y llegar al borde del cráter. Su pulso se aceleró, al estirarse hacia adelante para ver mejor. El vehículo comenzó a descender cautelosamente una rampa de consistente roca, introduciéndose en el interior del cráter. Y allí, exactamente como lo había visto en fotografías, se hallaba T.M.A.-1.
Floyd fijó su mirada, pestañeó, meneó la cabeza, y clavó de nuevo la vista, hasta con la brillante luz terrestre, resulta difícil ver el objeto distintamente; su primera impresión fue la de un rectángulo liso que podía haber sido cortado en papel carbón; parecía no tener en absoluto espesor. Desde luego, se trataba de una ilusión óptica; aunque estaba mirando un cuerpo sólido, reflejaba tan poca luz que sólo podía verlo en silueta.
Los pasajeros mantuvieron un silencio total mientras el vehículo descendía al cráter. Había en ellos espanto, y también incredulidad… simple escepticismo de que la muerta Luna, entre todos los mundos, pudiese haber hecho surgir aquella fantástica sorpresa.
El vehículo se detuvo a unos siete metros de la losa, y a un costado de ella, de manera que todos los pasajeros pudieran examinarla. Sin embargo, poco había que ver, aparte de la forma perfectamente geométrica del objeto. No presentaba en ninguna parte marca alguna, ni cualquier reducción de su cabal negrura de ébano. Era la cristalización misma de la noche, y por un momento Floyd se preguntó si en efecto pudiera ser una extraordinaria formación natural, nacida de los fuegos y presiones que acompañaron a la creación de la Luna. Pero bien sabía que tal remota posibilidad había sido ya examinada y descartada.
Obedeciendo a alguna señal, se encendieron proyectores en torno al borde del cráter, y la brillante luz terrestre fue extinguida por un resplandor mucho más intenso. En el vacío lunar eran desde luego completamente invisibles los haces, los cuales formaban elipses superpuestas de cegadora blancura, centradas sobre el monolito. Y allá donde se proyectaban, la superficie de ébano parecía tragarlas.
La Caja de Pandora, pensó Floyd, con súbita sensación de presagio, esperando ser abierta por el hombre curioso. ¿Y qué hallaría en su interior?