Clavius, de 240 Kms de diámetro, es el segundo cráter, por su tamaño, de la cara visible de la Luna, y se encuentra en el centro de las cordilleras del Sur. Es muy viejo; eras de vulcanismo y de bombardeo del espacio han cubierto de cicatrices sus paredes y marcado de viruelas el suelo. Pero desde la última era de formación del cráter, cuando los restos del cinturón de asteroides estaban aún cañoneando los planetas interiores, había conocido paz durante quinientos mil años.
Ahora había nuevas y extrañas agitaciones sobre su superficie, y bajo ella, el hombre estaba estableciendo su primera cabeza de puente en la Luna. En caso de emergencia, la Base Clavius podía bastarse por entero a sí misma. Todas las necesidades de la vida eran producidas por las rocas locales, una vez trituradas, calentadas y sometidas a un proceso químico. Y si uno sabía dónde buscarlos, podía hallarse en el interior de la Luna hidrógeno, oxígeno, carbono, nitrógeno, fósforo… y la mayoría de los demás elementos.
La Base era un sistema cerrado, como un modelo a escala reducida de la propia Tierra, reproduciendo el ciclo de todos los elementos químicos de la vida. La atmósfera era purificada en un vasto «invernadero»; un amplio espacio circular enterrado justamente bajo la superficie lunar. Bajo resplandecientes lámparas por la noche, y con filtrada luz solar de día, crecían hectáreas de vigorosas plantas verdes en una atmósfera cálida y húmeda, eran mutaciones especiales, destinadas al objeto expreso de saturar el aire de oxígeno y proveer alimentos como subproducto.
Se producían más alimentos mediante sistemas de proceso químico y por el cultivo de algas. Aunque la verde espuma que circulaba a través de metros de tubos de plástico no habría incitado a un gourmet, los bioquímicos podían convertirla en chuletas, que sólo un experto podía diferenciar de las verdaderas.
Los mil cien hombres y seiscientas mujeres que componían el personal de la Base eran bien formados científicos y técnicos, cuidadosamente seleccionados antes de su partida de la Tierra. Aunque la existencia lunar se encontraba ya virtualmente exenta de las penalidades, desventajas y ocasionales peligros de los primeros días, resultaba aún exigente psicológicamente, y no recomendable para quien sufriera de claustrofobia. Debido a lo costoso que resultaba y al consumo de tiempo que requería el trazar una amplia base subterránea en roca sólida o lava compacta, el normativo «módulo de estancia» para una persona era una habitación de sólo dos metros de ancho, por cuatro de largo y tres de alto.
Cada habitación estaba atractivamente amueblada y se asemejaba mucho al apartamiento de un buen motel, con sofá convertible, TV, pequeño aparato Hi-Fi, y teléfono. Además la única pared intacta podía convertirse pulsando un conmutador en un convincente paisaje terrestre. Había una selección de ocho vistas.
Este toque de lujo era típico en la Base, aunque resultaba difícil explicar su necesidad a la gente de la Tierra. Cada hombre y mujer de Clavius había costado cien mil dólares de adiestramiento, transporte y alojamiento; merecía la pena un pequeño extra para mantener su sosiego espiritual. No se trataba del arte por el arte, sino del arte en pro de la paz mental.
Una de las atracciones de la vida en la Base —y de la Luna en general— era indudablemente la baja gravedad, que producía una sensación de cabal bienestar. Sin embargo, tenía sus peligros, y pasaban varias semanas antes de que un emigrante de la Tierra pudiera adaptarse. En la Luna, el cuerpo humano había de aprender toda una nueva serie de reflejos. Tenía que distinguir, por primera vez entre masa y peso.
Un hombre que pesara noventa kilos en la Tierra podría sentirse encantado al descubrir que en la Luna su peso era sólo de quince. En tanto se moviera en línea recta y a velocidad uniforme, experimentaba una maravillosa sensación de flotar. Pero en cuanto intentara cambiar de trayectoria, doblar esquinas, o detenerse de súbito… entonces descubría que seguían existiendo sus noventa kilos de masa, o inercia. Pues ello era fijo e inalterable… lo mismo en la Tierra, la Luna, el Sol, o en el espacio libre. Por lo tanto antes de que pudiera uno adaptarse debidamente a la vida lunar, era esencial aprender que todos los objetos eran ahora seis veces más lentos de lo que sugería su mero peso. Era una lección que se llevaba uno a casa a costa de numerosas colisiones y duros porrazos, y las viejas manos lunares se mantenían a distancia de los recién llegados hasta que estuvieran aclimatados.
Con su complejo de talleres, despachos, almacenes, centro computador, generadores, garaje, cocina, laboratorios y plantas para el proceso de alimentos, la Base Clavius era en sí un mundo en miniatura.
E irónicamente, muchos de los hábiles e ingeniosos artificios empleados para construir este imperio subterráneo, fueron desarrollados durante la media centuria de la Guerra Fría.
Cualquiera que hubiese trabajado en un endurecido e insensible emplazamiento de misiles, se habría encontrado en Clavius como en su propia casa. Aquí en la Luna había los mismos artilugios y los mismos ingenios de la vida subterránea, y de protección contra un ambiente hostil; pero habían sido cambiados para el objetivo de la paz. Al cabo de diez mil años, el hombre había hallado al fin algo tan excitante como la guerra.
Por desgracia, no todas las naciones se habían percatado de ese hecho.
Las montañas que habían sido tan prominentes antes del alunizaje, habían desaparecido misteriosamente, ocultadas a la vista bajo la acusada curva del horizonte lunar. En torno a la nave espacial había una llanura lisa y gris, brillantemente iluminada por la sesgada luz terrestre. Aunque el firmamento era, desde luego, completamente negro, sólo podían ser vistos en él los más brillantes planetas y estrellas, a menos que se protegieran los ojos contra el resplandor de la superficie.
Varios extrañísimos vehículos rodaban en dirección a la nave espacial Aries-1B: grúas, cabrias, camiones de reparación; algunos automáticos y otros manejados por un conductor instalado en una pequeña cabina de presión. La mayoría tenían neumáticos, pues aquella suave y nivelada llanura no planteaba dificultades de transporte en absoluto; pero un camión cisterna rodaba sobre las peculiares ruedas flexibles que habían resultado uno de los mejores medios para andar recorriendo la Luna. La rueda flexible, compuesta de placas planas dispuestas en círculo, y montada y alabeada independientemente cada una, tenía muchas de las ventajas del tractor-oruga, del que había evolucionado. Adaptaba su forma y diámetro al terreno sobre el que se movía, y a diferencia del tractor oruga, continuaría funcionando aun cuando le faltaran algunas de sus secciones.
Una camioneta con un tubo extensible semejante a la gruesa trompa de un elefante, lo frotaba ahora cariñosamente contra la nave espacial. Pocos segundos después, se oyeron ruidos como de puñetazos o porrazos en el exterior, seguidos del sonido del aire silbante al establecerse las conexiones e igualarse la presión. Abrióse seguidamente la puerta interior de la esclusa reguladora de la presión de aire, y entró el comité de recepción.
Estaba encabezado por Ralph Halvorsen, Administrador de la Provincia del Sur… que incluía no sólo a la Base sino también cualquiera de las partes de los equipos de exploración que operaban desde ella. Con él se encontraba su Jefe del Departamento Científico, el doctor Roy Michaels, un pequeño y canoso geofísico al que Floyd conocía de visitas previas, y media docena de los principales científicos y ejecutivos. Todos saludaron a Floyd con respetuoso alivio; desde el Administrador para abajo, resultaba evidente que les parecía tener una oportunidad de desembarazarse de algunas de sus preocupaciones.
—Encantados de tenerlo entre nosotros, doctor Floyd —dijo Halvorsen—. ¿Tuvo usted buen viaje?
—Excelente —respondió Floyd—. No pudo haber sido mejor. La tripulación me atendió estupendamente.
Intercambiaron las acostumbradas frases sin importancia que la cortesía requería, mientras el autobús se alejaba de la nave espacial; por tácito acuerdo, nadie mencionó el motivo de su visita. Tras recorrer unos cincuenta metros desde el lugar del alunizaje el autobús llegó ante un gran rótulo que rezaba:
BIENVENIDOS A LA BASE CLAVIUS
Cuerpo de Ingeniería Astronáutica de U.S.A.
1994
Seguidamente se sumieron en una especie de trinchera que los llevó rápidamente bajo el nivel del suelo. Se abrió una maciza puerta, que volvió a cerrarse tras ellos y ocurrió lo mismo con otras dos. Una vez cerrada la última puerta, hubo un gran bramido de aire, y de nuevo estuvieron en la atmósfera, en el ambiente de mangas de camisa de la Base.
Tras un breve recorrido por un túnel atestado de tubos y cables, y resonante de sordos ecos de rítmicos estampidos y palpitaciones, llegaron al territorio de la dirección, y Floyd se volvió a encontrar en el familiar ambiente de máquinas de escribir, computadoras de despacho, muchachas auxiliares, mapas murales y repiqueteantes teléfonos. Al hacer una pausa ante la puerta que ostentaba el rótulo de ADMINISTRADOR, Halvorsen dijo diplomáticamente:
—El doctor Floyd y yo estaremos en la sala de conferencias dentro de un par de minutos.
Los demás asintieron, dijeron algunas frases agradables, y se fueron por el pasillo. Pero antes de que Halvorsen pudiera introducir a Floyd en su despacho, hubo una interrupción. Abrióse la puerta, y una figurilla se precipitó hacia el Administrador, gritando:
—¡Papi! ¡Has estado en la punta! ¡Y prometiste llevarme!
—Vamos, Diana —dijo Halvorsen con impaciente ternura—, sólo te dije que te llevaría si podía. Pero he estado muy ocupado esta mañana recibiendo al doctor Floyd. Dale la mano… acaba de llegar de la Tierra.
La pequeña —Floyd estimó que tendría unos ocho años— extendió una floja manita. Su cara le era vagamente conocida, y Floyd se dio cuenta de súbito que el Administrador le estaba mirando con sonrisa burlona. Súbitamente hizo memoria, y comprendió por qué.
—¡No puedo creerlo! —exclamó—. ¡Pero si no era más que una criatura, cuando estuve aquí últimamente!
—La semana pasada cumplió sus cuatro años —respondió con orgullo Halvorsen—. Los niños crecen rápidamente en esta baja gravedad. Pero no alcanzan la madurez tan de prisa… vivirán más que nosotros.
Floyd fijó su mirada, como fascinado, en la aplomada damita, observando su gracioso continente y la desmesuradamente delicada estructura de su cuerpecito.
—Encantado de verte de nuevo, Diana —dijo. Luego, algo, quizás por curiosidad, o acaso cortesía, le impulsó a añadir—: ¿Te gustaría ir a la Tierra?
Los ojos de la niña se agrandaron de asombro, y luego meneó la cabeza diciendo:
—Es un lugar desagradable; una se hace daño al caer. Además, hay demasiada gente.
Aquí, se dijo Floyd está la primera generación de los nativos del espacio; habrá más, en los años venideros. Aunque había melancolía en su pensamiento, también había una gran esperanza. Cuando estuviese la Tierra mansa y tranquila, y quizá algo cansada, habría un campo de acción para quienes amaran la libertad, para los duros pioneros, los inquietos aventureros. Pero sus instrumentos no serían el hacha y el fusil, la canoa y la carreta; serían la planta nuclear de energía, el impulso del plasma y la granja hidropónica. Se estaba aproximando velozmente el tiempo en que la Tierra, como todas las madres, debía decir adiós a sus hijos.
Con una mezcla de amenazas y promesas, Halvorsen logró desembarazarse de su decidido retoño, y condujo a Floyd al despacho. La estancia del Administrador era sólo de cinco metros cuadrados, pero lograba contener todos los avíos y símbolos de la posición de un típico jefe de un departamento con 50.000 dólares de sueldo anuales. Fotografías dedicadas de importantes políticos —incluyendo la del Presidente de los Estados Unidos y la del Secretario General de las Naciones Unidas— adornaban una pared, cubriendo la mayor parte de otra unas fotos asimismo firmadas por célebres astronautas.
Floyd se hundió en un cómodo sillón de cuero, siéndole ofrecida una copa de jerez, obsequio de los laboratorios biológicos lunares.
—¿Cómo van las cosas, Ralph? —preguntó Floyd, paladeando la bebida primero con precaución, y aprobatoriamente luego.
—No demasiado mal —replicó Halvorsen—. Sin embargo, hay algo que es mejor que conozcas, antes de que te metas en harina.
—¿Qué es ello?
—Bueno, supongo que podría describirlo como un problema moral —suspiró Halvorsen.
—¡Oh!
—No es serio todavía, pero va rápidamente en camino de serlo.
—La suspensión de noticias.
—Exacto —replicó Halvorsen—. Mi gente se está soliviantando con ello. Después de todo, la mayoría de ellos tienen familias en la Tierra, las cuales creen probablemente que se han muerto de una epidemia lunar.
—Lo siento —dijo Floyd— pero a nadie se le ocurrió una tapadera mejor, y hasta ahora ha servido. Por cierto… encontré a Moisevich en la Estación Espacial y hasta él se la tragó.
—Bien, eso debería hacer feliz a la seguridad.
—No demasiado… ha oído hablar del T.M.A. Uno; comienzan a filtrarse rumores… Nosotros no podemos hacer una declaración, hasta que sepamos qué diablos es y si nuestros amigos los chinos están tras ello.
—El doctor Michaels cree que tiene una respuesta para eso. Se muere por decírsela a usted.
Floyd vació su copa.
—Y yo me muero por oírle. Vamos allá.