5:05 HA BORDO DEL 545 DE TRANSPACIFIC

Jennifer tembló. En el interior del avión hacía frío, y las luces fluorescentes, las filas de asientos vacíos, los largos pasillos, daban un aspecto aún más frío al conjunto. Se quedó ligeramente impresionada cuando reconoció algunos de los daños que había visto en la cinta de vídeo. Allí era donde había ocurrido todo, pensó. Ése era el avión. Todavía había rastros de sangre en el techo y compartimientos de equipaje destrozados. Para colmo, habían retirado los paneles de plástico contiguos a las ventanillas, así que podía ver el material aislante plateado, los haces de cables. De repente comprendió que se encontraba dentro en una enorme máquina metálica, y se preguntó si habría cometido un error. Pero Singleton ya le señalaba un asiento en la parte central de la cabina de pasajeros, frente a una de las cámaras.

Jennifer se sentó junto a Singleton y dejó que un técnico de la Norton, vestido con un mono, le pusiera un arnés de seguridad. Era similar al que usaban las azafatas en los vuelos regulares. Dos tiras de lona verde cruzaban los hombros y se unían a la cintura. Luego, otra tira de lona gruesa pasaba por encima de sus muslos. Las tiras se fijaban al asiento con pesadas hebillas de metal. La cosa parecía ir en serio.

El hombre del mono tensó las correas con todas sus fuerzas.

—Dios —dijo Jennifer—. ¿Es necesario que esté tan apretado?

—Tiene que estar lo más apretado posible, señora —respondió el hombre—. Si puede respirar, es que está flojo. ¿Ve cómo lo tiene ahora?

—Sí —respondió.

—Bien. Asegúrese de que esté igual de apretado cuando vuelva a ponérselo. Ahora bien, este gancho es para quitárselo… —Le enseñó a hacerlo—. Ahora tire de él.

—¿Por qué debo aprender a…?

—Por si se presenta una emergencia. Tire, por favor.

Jennifer tiró de un gancho. Las correas se soltaron, la tensión disminuyó.

—Ahora, si no le importa, vuelva a ponérselo.

Jennifer se puso el arnés tal como el hombre había hecho antes. No era difícil. Esa gente hacía una montaña de un grano de arena.

—Ahora ajústelo, por favor, señora.

Jennifer tiró de las correas.

—Ajústelo más.

—Si lo necesito más apretado, lo ajustaré —dijo.

—Señora, cuando se dé cuenta de que está flojo, será demasiado tarde. Hágalo, por favor.

A su lado, Singleton se puso el arnés tranquilamente y tiró con todas sus fuerzas. Las correas se hundieron en sus muslos, tiraron de sus hombros hacia atrás. Singleton suspiró y se apoyó contra el respaldo.

—Creo que están preparadas, señoras —anunció el hombre—. Que tengan un vuelo agradable.

Se volvió y cruzó la puerta. El piloto, ese tal Rawley, salió de la cabina de mando sacudiendo la cabeza.

—Señoras, les ruego encarecidamente que no sigan adelante con su plan. —Miraba principalmente a Casey y parecía enfadado con ella.

—Tú pilota el avión, Teddy —dijo Singleton.

—¿Es tu última palabra?

—Última y definitiva.

El piloto desapareció. Se oyó un chasquido en el intercomunicador.

—Preparado para cerrar puertas.

Las puertas se cerraron. Zamp, zamp. El aire seguía frío y Jennifer tembló debajo del arnés.

Miró por encima del hombro a los asientos vacíos. Luego se giró hacia Singleton.

Pero Singleton tenía la vista fija al frente.

Jennifer oyó el zumbido de los motores, primero grave y sordo, luego más agudo. El intercomunicador volvió a emitir un chasquido y oyó que el piloto decía:

—Torre, éste es Norton cero uno, solicito permiso para prueba de vuelo.

Clic.

—Roger, cero uno, rodaje por pista dos izquierda punto de contacto seis.

Clic.

—Roger, torre.

El avión comenzó a avanzar. Jennifer miró por la ventanilla y vio que estaba amaneciendo. Después de unos instantes, el avión se detuvo.

—¿Qué hacen? —preguntó Jennifer.

—Pesan el avión —dijo—. Lo hacen antes y después para garantizar que simulamos las condiciones de vuelo.

—¿En una especie de báscula?

—Sí, construida debajo del cemento.

Clic.

—Teddy, necesito… hummm… unos sesenta centímetros más de morro.

Clic.

—Un momento.

El rugido de los motores subió de volumen. Jennifer notó que el avión avanzaba muy lentamente. Luego se detuvo otra vez.

Clic.

—Gracias. Peso total cincuenta y siete dos siete y el centro de gravedad está al treinta y dos por ciento de la cuerda media del avión.

Clic.

—Adiós, muchachos.

Clic.

—Torre, aquí cero uno, solicito permiso para despegar.

Clic.

—Pista tres libre, punto de contacto seis tres fuera de la pista.

Clic.

—Roger.

El avión comenzó a avanzar y el gemido de los motores se convirtió en un rugido sordo. Éste aumentó gradualmente de volumen hasta que sonó más fuerte que cualquier motor que Jennifer hubiera oído en su vida. Sintió las sacudidas de las ruedas sobre las grietas de la pista, y de repente comenzaron a subir. El avión ascendió y Jennifer vio el cielo azul por las ventanillas. Ya estaban en el aire.

Clic.

—Muy bien señoras, volaremos a una altitud de tres siete cero, es decir, treinta y siete mil pies. Durante este paseo, daremos vueltas en círculo entre la estación de Yuma y Carstairs, Nevada. ¿Todos cómodos? Si miran a la izquierda, verán acercarse al avión de control.

Jennifer miró y vio un caza gris metalizado, brillando a la luz del amanecer. Estaba muy cerca del avión, lo bastante para ver al piloto saludando con la mano. Pero pronto lo dejaron atrás.

Clic.

—Supongo que no tendrán más oportunidades de verlo, pues volará detrás y por encima de nosotros, fuera de nuestra estela, que es el sitio más seguro. Ahora mismo estamos a doce mil pies y subiendo. Trague saliva, señora Malone, porque no ascenderemos como los aviones de transporte.

Jennifer tragó saliva y oyó una detonación seca en los oídos.

—¿Por qué vamos tan deprisa? —preguntó.

—Quiere subir rápidamente para enfriar el avión.

—¿Enfriarlo?

—A treinta y siete mil pies, la temperatura del aire es de menos cincuenta. Ahora el aparato está más caliente, y las piezas tardarán períodos diferentes en enfriarse, pero en un vuelo largo, como el de TransPacific, todas las piezas del avión alcanzan esa temperatura. Una de las dudas de la CEI es si el cableado se comporta de manera diferente con el frío. Así que antes que nada debemos alcanzar la altitud necesaria para enfriar el avión. Luego comenzaremos la prueba de vuelo.

—¿Cuánto tiempo tardará? —preguntó Jennifer.

—El enfriamiento del avión suele llevar unas dos horas —respondió Casey.

—¿Tenemos que permanecer sentadas durante dos horas?

Singleton la miró.

—Usted ha querido venir.

—¿Quiere decir que pasaremos dos horas sin hacer nada?

Clic.

—Bueno, procuraremos entretenerla, señorita Malone —dijo el piloto—. Estamos a veintidós mil pies y subiendo. Dentro de unos minutos alcanzaremos la altitud de crucero. Volamos a dos ochenta y siete nudos y nos estabilizaremos en tres cuarenta, es decir, 0.8 Mach; o sea, al ochenta por ciento de la velocidad del sonido. Esta es la velocidad de crucero habitual en un reactor comercial. ¿Están cómodas?

—¿Puede oírnos? —preguntó Jennifer.

—Puedo oírlas y verlas. Y si mira a la derecha, usted también me verá a mí.

Se encendió un monitor delante de las dos mujeres. Jennifer vio el hombro del piloto, su cabeza, los mandos de control, una luz brillante al otro lado de las ventanillas.

Volaban lo bastante alto para que la luz entrara a raudales por las ventanillas. Pero el interior de la nave permanecía frío. Jennifer no podía ver el paisaje, pues estaban sentadas en los asientos centrales.

Miró a Singleton.

La ejecutiva le sonrió.

Clic.

—Bien, estamos a una altitud de tres siete cero. Sin efecto Doppler, sin turbulencias; es decir, un día espléndido. Señoras, ¿quieren desabrocharse los arneses y venir a la cabina de mando?

¿Qué?, pensó Jennifer. Pero Singleton ya se estaba desabrochando las correas.

—Creí que no podíamos levantarnos.

—En este momento no hay problema —aseguró Singleton. Jennifer se quitó el arnés y siguió a Singleton por la cabina de primera clase, en dirección a la cabina de mando. Sentía una ligera vibración bajo sus pies, pero el avión permanecía estable. La puerta de la cabina de mando estaba abierta. Vio a Rawley con un segundo hombre que nadie le había presentado y un tercero que revisaba los instrumentos. Jennifer y Singleton se detuvieron junto a la puerta de la cabina y miraron al interior.

—Veamos, señorita Malone —dijo Rawley—. Ustedes entrevistaron al señor Barker, ¿verdad?

—Sí.

—¿Y a qué atribuyó él el accidente?

—Dijo que los slats se habían extendido.

—Vaya, vaya. Bien, le ruego que mire con atención. Ésta es la palanca de flaps y slats. Estamos a velocidad y altitud de crucero. Ahora voy a extender los slats.

—¡Un momento! ¡Espere a que me siente y me ponga el arnés de seguridad!

—No corre ningún riesgo, señorita Malone.

—Por lo menos deje que me siente.

—Pues siéntese.

Jennifer comenzó a retroceder, pero entonces notó que Singleton permanecía de pie junto a la puerta de la cabina de mando. Mirándola fijamente. Jennifer se sintió como una idiota y volvió junto a Singleton.

—Estoy extendiendo los slats.

Rawley bajó la palanca. La periodista oyó un rugido sordo que duró apenas unos segundos. Nada más. El morro del avión se inclinó ligeramente y se estabilizó de inmediato.

—Los slats están extendidos. —Rawley señaló el panel de instrumentos—. ¿Ve la velocidad? ¿Ve la altitud? ¿Y ve el indicador que dice SLATS? Acabamos de reproducir las condiciones exactas que, según el señor Barker, provocaron la muerte de tres personas en este mismo avión. Como puede comprobar, no ha ocurrido nada. La posición del avión permanece completamente estable. ¿Quiere que pruebe otra vez?

—Sí —dijo Jennifer. No se le ocurría qué otra cosa podía decir.

—De acuerdo. Ahora retraemos los slats. Quizá esta vez quiera hacerlo usted misma, señorita Malone. O puede que prefiera mirar el ala para ver cómo se extienden los slats. Es divertido.

Rawley apretó un botón.

—Estación Norton, aquí cero uno. ¿Puedo hacer una comprobación por el monitor? —Escuchó un momento—. Bien, de acuerdo. Señorita Malone, acérquese un poco para que sus amigos puedan verla por esa cámara de ahí arriba. —Señaló al techo de la cabina de mando—. Salúdelos.

Jennifer saludó con la mano, sintiéndose como una idiota.

—Señorita Malone, ¿cuántas veces más quiere que extendamos y repleguemos los slats para contentar a sus cámaras?

—Bueno, no lo sé… —Cada vez se sentía más tonta. Tenía la sensación de que la prueba de vuelo había sido una trampa. La película haría que Barker quedara como un idiota. Haría que todo el reportaje pareciera ridículo y que…

—Podemos seguir haciéndolo todo el día —decía Rawley—. Lo cierto es que el hecho de que se extiendan los slats a velocidad de crucero no plantea ningún problema en el N-22. El avión puede apañárselas perfectamente.

—Pruebe una vez más —pidió Malone con terquedad.

—Ahí tiene la palanca. Levante la cubierta de metal y baje la palanca unos dos centímetros.

Jennifer comprendió qué se proponía el piloto. Quería que la filmaran.

—Será mejor que lo haga usted.

—Sí, señora. Lo que usted diga.

Rawley bajó la palanca. Volvió a oírse un rugido y el morro se levantó ligeramente, igual que antes.

—Bien —dijo Rawley—, el avión de control filmará la extensión de slats para que usted pueda ver la acción desde todos los ángulos. ¿De acuerdo? Replegamos los slats.

Jennifer lo miró con impaciencia.

—Bueno —dijo—. Si los slats no causaron el accidente, ¿qué pasó?

Singleton habló por primera vez:

—¿Cuánto tiempo llevamos, Teddy?

—Hace veintitrés minutos que despegamos.

—¿Es suficiente?

—Tal vez. Puede ocurrir en cualquier momento.

—¿Qué es lo que puede ocurrir? —preguntó Jennifer.

—El primer elemento de la secuencia que provocó el accidente —respondió Singleton.

—¿El primer elemento de la secuencia?

—Sí —respondió Singleton—. Casi todos los accidentes aéreos son consecuencia de una serie de hechos. De lo que llamamos una cascada de hechos. Nunca es una sola cosa. Hay una cadena de acontecimientos, uno detrás del otro. Creemos que en este avión lo que inició el incidente fue un error de lectura, causado por una pieza defectuosa.

—¿Una pieza defectuosa? —repitió Jennifer, asustada. Comenzó a cortar la cinta mentalmente para evitar ese tema. Singleton había dicho que era el primer elemento. No tendría por qué darle importancia, sobre todo si era sólo un eslabón en una cadena de acontecimientos. Quizá el siguiente eslabón fuera igualmente importante… o más importante. Al fin y al cabo, lo sucedido en el 545 era aterrador y espectacular, y sería una insensatez achacarlo a una pieza defectuosa.

—Ha dicho que se produjo una cadena de acontecimientos…

—Así es —afirmó Singleton—. Varios hechos en serie que, según creemos, condujeron al resultado final.

Jennifer encorvó los hombros.

Esperaron.

No pasó nada.

Pasaron cinco minutos. Jennifer tenía frío. No dejaba de mirar el reloj.

—¿Qué estamos esperando exactamente? —preguntó.

—Paciencia —dijo Singleton.

Entonces se oyó un pitido electrónico y vio unas letras amarillas parpadeando en el panel anunciador. Decía: ERROR DE SLATS

—Ahí está —anunció Rawley.

—¿Qué? —preguntó Jennifer.

—La indicación de que la unidad de adquisición de datos de vuelo considera que los slats no están donde deberían estar. Como ve, la palanca está arriba, de modo que los slats deberían estar retraídos. Y nosotros sabemos que lo están. Pero el avión registra una señal que dice que no lo están. En este caso, nosotros sabemos que el aviso procede de un sensor de proximidad defectuoso en el ala derecha. El sensor de proximidad debería advertir que el slat está replegado, pero la pieza está dañada. Y cuando el sensor se enfría, actúa de forma caprichosa. Le dice al piloto que los slats están extendidos cuando no lo están.

Jennifer sacudía la cabeza.

—El sensor de proximidad… No acabo de entenderlo. ¿Qué tiene que ver todo esto con el vuelo 545?

—La cabina de mando del 545 recibió el aviso de que había un fallo de slats. Estos avisos de avería son bastante frecuentes. El piloto no puede saber si algo va realmente mal o si el sensor está fallando. De modo que el piloto debe comprobar si se trata de una lectura fidedigna, y para ello, extiende los slats y vuelve a replegarlos.

—De modo que el piloto del 545 extendió los slats para confirmar el aviso.

—Sí.

—Pero la extensión de slats no provocó el accidente…

—No. Acabamos de demostrárselo.

—Entonces, ¿qué pasó?

—Si quieren tomar asiento, señoras —dijo Rawley—, procuraremos reproducir el incidente.