Algo iba mal.
Casey se sentó en la cama. Jadeó; un dolor penetrante le recorrió el cuerpo. La cara le ardía. Se tocó la mejilla y dio un respingo.
La luz del sol entraba a raudales por la ventana a los pies de su cama. Casey vio dos manchas gemelas de grasa en la colcha. No se había quitado los zapatos ni la ropa.
Estaba tendida encima de la colcha, completamente vestida.
Se giró con un gemido de dolor y apoyó los pies en el suelo. Le dolía todo el cuerpo. Miró la mesilla de noche. El reloj marcaba las seis y media.
Levantó la almohada y cogió la caja de metal verde con una raya blanca.
Olía a café.
Se abrió la puerta y entró Teddy en calzoncillos, con una taza en la mano.
—¿Cómo te encuentras?
—Me duele todo.
—Lo suponía. —Le tendió la taza—. ¿Puedes sostenerla?
Casey asintió y cogió la taza con gratitud. Cuando la levantó, sintió un dolor en los hombros. El café estaba fuerte y caliente.
—Tu cara no está tan mal —dijo observándola con ojo crítico—. Lo peor está a un lado. Supongo que donde diste con la red.
De repente Casey recordó la entrevista.
—Dios mío —dijo. Se levantó de la cama, gimiendo otra vez.
—Tres aspirinas —sugirió Teddy—, y un baño bien caliente.
—No tengo tiempo.
Entró en el cuarto de baño y abrió el grifo de la ducha. Se miró al espejo. Tenía la cara sucia. Un hematoma azul se extendía desde la oreja hasta la parte posterior del cuello. Lo cubriría con el pelo, pensó. No se notaría.
Bebió otro sorbo de café, se desnudó y se metió en la ducha. Tenía cardenales en el codo, la cadera, las rodillas. No recordaba cómo se los había hecho. El chorro de agua caliente la reanimó.
Cuando salió de la ducha, oyó sonar el teléfono.
—No contestes —dijo Casey.
—¿Estás segura?
—No tengo tiempo. Hoy no.
Entró en el dormitorio y se vistió.
Faltaban sólo diez horas para la entrevista con Marty Reardon. Hasta entonces, sólo quería ocuparse de una cosa.
Aclarar el incidente del vuelo 545.