No se había comprometido a decir lo que Marder quería que dijera; sólo se había comprometido a hacer la entrevista. Tenía menos de veinticuatro horas para realizar progresos significativos en la investigación. No era tan tonta como para creer que podría aclarar el incidente en ese tiempo, pero quizá pudiera averiguar algo para decírselo al reportero.
Había muchas pistas pendientes de confirmación: el posible defecto del pasador de blocaje; el posible fallo del sensor de proximidad; la posible entrevista en Vancouver con el primer oficial; el vídeo que estaba en Video Imaging; la traducción que estaba haciendo Ellen Fong; la certeza de que los slats se habían extendido, pero también se habían retraído de inmediato…
Todavía tenía muchas comprobaciones que hacer.
—Sé que necesitas los datos —dijo Rob Wong, girando en su silla—. Lo sé perfectamente, créeme. —Estaba en la sala de indicadores digitales, ante un montón de pantallas atiborradas de datos—. Pero, ¿qué quieres que haga?
—Rob, los slats se extendieron —dijo Casey—. Necesito saber por qué y qué más pasó durante el vuelo. Y no puedo averiguarlo sin el registrador de datos de vuelo.
—En tal caso, será mejor que afrontes los hechos. Hemos estado recalibrando ciento veinte horas de datos. Las primeras noventa y siete horas están bien. Las últimas veintitrés son anómalas.
—Sólo me interesan las últimas tres horas.
—Lo entiendo —repuso Wong—. Pero para recalibrar esas últimas tres horas tenemos que volver al punto donde se quemó el fusible y avanzar desde allí. Es decir, que tenemos que recalibrar veintitrés horas. Y tardarnos unos dos minutos por zona.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Casey, frunciendo la frente, aunque ya estaba calculándolo mentalmente.
—Que a dos minutos por zona tardaremos sesenta y cinco semanas.
—¡Eso es más de un año!
—Trabajando veinticuatro horas por día. En la práctica, tardaríamos tres años en generar los datos.
—Rob, los necesitamos ahora.
—Es imposible, Casey. Tendréis que averiguar qué pasó sin contar con el registrador de datos de vuelo. Lo siento, Casey, pero así están las cosas.
Llamó a Contabilidad.
—¿Puedo hablar con Ellen Fong?
—Hoy no ha venido. Dijo que se quedaría trabajando en casa.
—¿Tiene su número de teléfono?
—Claro —dijo la mujer—. Pero ahora no la encontrará. Tenía que ir a una cena benéfica con su esposo.
—Dígale que he llamado —pidió Casey.
Luego llamó a Video Imaging, en Glendale, la compañía que estaba analizando la cinta de vídeo. Preguntó por Scott Harmon.
—Scott ya se ha marchado. Lo encontrará mañana a partir de las nueve.
A continuación llamó a Steve Nieto, el representante en Vancouver, y se puso su secretaria.
—Steve no está. Ha tenido que marcharse temprano. Pero sé que quería hablar con usted. Ha dicho que tenía malas noticias.
Casey suspiró. Era la única clase de noticias que recibía.
—¿Puede ponerse en contacto con él?
—No hasta mañana.
—Dígale que he llamado.
Inmediatamente después sonó su teléfono móvil.
—Caray, Benson es un tipo muy desagradable —dijo Richman—. ¿Qué demonios le pasa? Temí que fuera a pegarme.
—¿Dónde estás?
—En el despacho. ¿Quieres que me reúna contigo?
—No —dijo Casey—. Ya son más de las seis. Por hoy has terminado.
—Pero…
—Hasta mañana, Bob.
Y colgó.
Fuera del hangar 5, vio al equipo de electricistas preparar el 545 para el test de ciclos eléctricos de esa noche. Habían elevado el avión a unos tres metros de altura. El aparato descansaba sobre unos montantes metálicos azules situados debajo de ambas alas y en las partes delantera y trasera del fuselaje. Los operarios habían colocado una red de seguridad negra debajo del avión, a unos seis metros de altura. A lo largo del fuselaje, las puertas y los paneles accesorios estaban abiertos, y los electricistas caminaban sobre la red, conectando cables desde las cajas de empalme y la consola principal de pruebas, una caja de casi dos metros de lado, situada en el suelo, a un lado del avión.
El test de ciclos eléctricos consistía en enviar impulsos eléctricos a todos los componentes del sistema eléctrico del avión. De ese modo se probaba en rápida sucesión cada componente, desde las luces de la cabina a las luces de lectura, los paneles de la cabina de mando, el encendido del motor y las ruedas del tren de aterrizaje. La prueba completa tardaría dos horas y se repetiría una docena de veces a lo largo de la noche.
Cuando pasaba junto a la consola, Casey vio a Teddy Rawley. La saludó con la mano, pero no se acercó a ella. Estaba ocupado. Sin duda sabría que la prueba de vuelo estaba programada para tres días después, y querría asegurarse de que el test de ciclos eléctricos se hiciera correctamente.
Devolvió el saludo a Teddy, pero él ya se había vuelto de espaldas.
Casey regresó a su despacho.
Comenzaba a oscurecer y el cielo había adquirido un color azul oscuro. Casey echó a andar hacia el edificio de Administración, oyendo el zumbido lejano de los aviones que despegaban en el aeropuerto de Burbank. En el camino, se encontró con Amos Peters, que se dirigía con paso cansino hacia su coche con un montón de papeles bajo el brazo. Miró hacia atrás y la vio.
—Hola, Casey.
—Hola, Amos.
Amos dejó los papeles sobre el techo del coche y se inclinó para abrir la puerta.
—He oído que te están apretando las clavijas.
—Sí.
No le sorprendió que lo supiera. Sin duda ya lo sabía toda la fábrica. Una de las primeras cosas que había aprendido en la Norton era que todo el mundo se enteraba de todo pocos minutos después de que sucediera.
—¿Vas a hacer la entrevista?
—He dicho que sí.
—¿Y dirás lo que ellos quieren que digas? —preguntó Amos. Casey se encogió de hombros—. No tengas problemas de conciencia. En la escala evolutiva, la gente de la televisión está apenas un peldaño por encima de los insectos de una charca. Tú miente. Y al diablo con todo.
—Ya veremos.
Amos suspiró.
—Ya tienes edad para saber lo que te conviene —dijo—. ¿Te marchas a casa?
—Todavía no.
—Yo en tu lugar no me pasearía por la planta de noche, Casey.
—¿Por qué no?
—La gente está nerviosa —respondió Amos—. Será mejor que estos días vuelvas a casa temprano. ¿Sabes lo que quiero decir?
—Lo tendré en cuenta.
—Hazme caso, Casey. Hablo en serio.
Amos se subió al coche y se marchó.