—Vaya. Singleton —dijo Ziegler señalando una silla. Después de golpear durante cinco minutos la puerta insonorizada, la había dejado entrar en el laboratorio de audio—. Creo que hemos encontrado lo que buscabas.
En el monitor, Casey vio el fotograma congelado de la niña sonriente, sentada sobre el regazo de su madre.
—Te interesaba el momento inmediatamente anterior al incidente —dijo Ziegler—. Aquí estamos unos dieciocho segundos antes. Empezaré a todo volumen, y luego introduciré los filtros. ¿Preparada?
—Sí —respondió Casey.
Ziegler puso la cinta. Al máximo volumen, los chupeteos de la niña sonaban como un arroyo turbulento. En la cabina de pasajeros se oía un zumbido constante.
«¿Está bueno?», preguntó el padre en voz muy alta.
—Ahora filtro el último registro —informó Ziegler. El sonido se volvió más sordo.
—Ahora el sonido de cabina.
El chupeteo del bebé volvió a subir de volumen y el sonido de fondo se apagó, de modo que el zumbido de la cabina se hizo inaudible.
—Filtro de frecuencias delta.
El chupeteo se volvió más bajo. Casey oyó casi exclusivamente los sonidos de fondo: el tintineo de los cubiertos, el roce de una tela.
El hombre dijo: «Es… u… de… uno… arah?». La voz sonaba entrecortada.
—El filtro de frecuencias delta no permite oír con claridad la voz humana —explicó Ziegler—. Pero eso no te importa, ¿verdad?
—No —respondió Casey.
El hombre dijo: «¿No… pien… es… rar… zafatas?».
Cuando terminó de hablar, el sonido prácticamente se apagó otra vez. Sólo se oían unos sonidos lejanos.
—Ahora —anunció Ziegler—. Aquí empieza.
Apareció un contador en la pantalla. Unos números rojos avanzaron rápidamente, contando décimas y centésimas de segundo. La mujer giró la cabeza y preguntó: «¿Qué… ido… eso?».
—Maldita sea —dijo Casey.
Ahora podía oírlo. Un rugido grave, claramente un sonido bajo.
—El filtro ha discriminado el ruido —explicó Ziegler—. Es un zumbido bajo, grave. En una gama de frecuencias de entre dos y cinco hercios. Casi una vibración.
No cabía ninguna duda, pensó Casey. Con los filtros, podía oírlo perfectamente. Estaba claro.
Volvió a oírse la voz del hombre y su risa atronadora: «Tra… la… iño».
El bebé rió otra vez, con un sonido agudo y ensordecedor. «Si… mos… gado… iño», dijo el marido.
El zumbido grave se apagó.
—¡Para! —dijo Casey.
El contador se detuvo. Grandes números rojos marcaron el tiempo en la pantalla: 11.59.32.
Casi doce segundos, pensó Casey. Y doce segundos era lo que tardaban en extenderse los slats.
En el vuelo 545 se habían extendido los slats.
Ahora, en el monitor se veía el descenso en picado, la niña escabulléndose del regazo de su madre, la madre abrazándola con cara de pánico. En el fondo, los pasajeros aterrorizados. Con los filtros, sus gritos eran extraños sonidos entrecortados, similares a las interferencias de radio.
Ziegler paró la cinta.
—Aquí tienes los datos que necesitabas. Y yo diría que son inequívocos.
—Se extendieron los slats —dijo Casey.
—Sin duda. Es un sonido inconfundible.
—Pero, ¿por qué? —El avión volaba a velocidad de crucero. ¿Por qué se habían extendido? ¿Había sido una extensión incontrolada, o la había efectuado el piloto? Si hubieran tenido la información del registrador de datos de vuelo, habrían podido responder esa pregunta de inmediato. Pero las operaciones en ese sentido iban muy lentas.
—¿Has examinado el resto de la cinta?
—Sí. No hay nada de interés hasta que suenan las alarmas de la cabina de mando —dijo Ziegler—. Podría montar una secuencia de lo que el avisador de audio dice al piloto a partir del momento en que la cámara se encalla debajo de la puerta. Pero eso me llevará otras veinticuatro horas.
—Sigue trabajando —exigió Casey—. Necesito cualquier dato que puedas aportar.
En ese momento sonó el busca. Casey lo desprendió del cinturón y lo miró:
***JM ADMIN AOTLJ