El zumbido suave e insistente del despertador despertó a Jennifer Malone. Lo paró, miró el hombro bronceado del hombre que estaba junto a ella y sintió un arrebato de furia. Era un especialista de una serie de televisión que había conocido unos meses antes. Tenía facciones angulosas, un estupendo cuerpo musculoso, y sabía lo que hacía en la cama… Pero Jennifer detestaba que sus amantes se quedaran a dormir. Después de la segunda vez se lo había insinuado amablemente. Pero el tipo se había dado la vuelta y se había quedado dormido de inmediato. Y allí estaba, roncando como un descosido.
Jennifer detestaba despertar y encontrar un hombre a su lado. Lo detestaba todo: los ruidos que hacían al respirar, el olor que emanaba de su cuerpo, el pelo grasiento sobre la almohada. Incluso los mejores, las celebridades que la habían encandilado a la luz de las velas, por la mañana parecían ballenas mojadas, varadas en la playa.
Al parecer, los hombres no sabían ponerse en su sitio. Iban a verla, conseguían lo que querían, ella conseguía lo que quería, y todos contentos. Entonces, ¿por qué coño no se iban a dormir a su casa?
Jennifer lo había llamado desde el avión: «Hola, hoy estaré en la ciudad, ¿qué planes tienes para esta noche?». Y él había respondido sin titubear: «Tú eres mi plan». Cosa que a ella le había parecido bien. Sentada en el avión, junto a un ejecutivo inclinado sobre su ordenador portátil, le había causado gracia oír la voz en el teléfono, diciendo: «Tú eres mi plan. Voy a follarte en todas las habitaciones de tu suite».
Y, en honor a la verdad, había cumplido con su palabra. No era un tipo sutil, pero tenía energía de sobra, esa energía física típica de los californianos, imposible de encontrar en un hombre de Nueva York. No sentía la necesidad de hablar de nada. Se limitaba a follar.
Pero en esos momentos, con la luz del día entrando a raudales por la ventana…
Mierda.
Jennifer se levantó de la cama, sintiendo el frío del aire acondicionado sobre su piel desnuda, y abrió el armario para escoger la ropa que se pondría aquel día. Debía entrevistar a unos tipos formales, así que eligió unos tejanos, una camiseta blanca de Agnes B. y una chaqueta azul marino de Jil Sander. Llevó las prendas al cuarto de baño y abrió el grifo de la ducha. Mientras el agua se calentaba, llamó al cámara y le dijo que estuviera en el vestíbulo del hotel una hora después.
Mientras se duchaba, repasó mentalmente el plan del día. Primero Barker, a las nueve. Como calentamiento, haría una toma breve de él con algún avión al fondo. Luego cortaría y terminaría en su despacho.
A continuación Rogers, el periodista. No había tiempo para filmarlo en la sala de redacción de su periódico, en Orange County. Lo haría en Burbank, otro aeropuerto, una imagen diferente. Hablaría de la Norton con los edificios de la Norton a su espalda.
Luego, a mediodía, se entrevistaría con el ejecutivo de la Norton. Para entonces, los otros dos tipos ya la habrían puesto en antecedentes, así que procuraría asustar a los de la Norton para que le dejaran ver al presidente.
Y finalmente un diálogo breve con el perseguidor de ambulancias. El viernes, alguien de la FAA, para equilibrar las fuerzas. Y alguien de la Norton, también el viernes. Haría una toma de Marty ante las puertas de la Norton. Todavía no habían escrito el guión, pero lo único que necesitaba era la introducción. Lo demás se doblaría. Y como material de relleno, pasajeros embarcando rumbo a su aciago destino, despegues, aterrizajes y algunas imágenes sensacionalistas de accidentes.
Con eso bastaría.
El reportaje iba a ser un éxito, pensó mientras salía de la ducha. Sólo le preocupaba una cosa: el fulano que dormía en su cama.
¿Por qué demonios no se largaba de una vez?