Casey entró en el ascensor de Administración y Richman la siguió.
—No entiendo por qué todo el mundo está tan furioso con King —dijo él.
—Porque miente —respondió Casey—. Sabe que el avión no estuvo a ciento sesenta y cinco metros del océano Pacífico. Si hubiera sido así, todo el mundo habría muerto. Ocurrió a treinta y siete mil pies. Como mucho, el avión descendió tres o cuatro mil pies. Y eso ya es bastante malo.
—¿Y? Procura llamar la atención. Ganar el caso para su cliente. Sabe lo que hace.
—Sí; eso es verdad.
—¿Norton no le ha ganado demandas judiciales en el pasado? —preguntó Richman.
—En tres ocasiones —dijo ella.
Richman se encogió de hombros.
—Entonces, si tenéis fundamentos, podéis demandarlo.
—Sí —admitió Casey—. Pero los juicios son caros y la publicidad no nos beneficia. Es más barato llegar a un acuerdo y añadir el costo de su soborno al de nuestros aviones. Las compañías aéreas pagan el aumento y luego lo suman a las tarifas aéreas. Así que, en definitiva, cada pasajero paga unos cuantos dólares extra por su billete, como si fuera un impuesto camuflado. El impuesto de los litigios. El impuesto a Bradley King. Así funcionan las cosas en el mundo real.
Se abrieron las puertas del ascensor, y salieron a la cuarta planta. Casey se dirigió rápidamente a su departamento.
—¿Qué piensas hacer ahora? —preguntó Richman.
—Coger algo importante que se me había olvidado por completo. —Lo miró—. Y a ti también.