El Torito servía buena comida a precios razonables y cincuenta y dos marcas de cerveza. Era el establecimiento favorito de los técnicos. Los miembros de la CEI estaban sentados alrededor de una mesa, en el centro del comedor principal, lejos de la barra. La camarera había tomado el pedido, y se alejaba, cuando Kenny Burne dijo:
—He oído que Edgarton tiene problemas.
—Vaya novedad —dijo Doug Doherty, extendiendo el brazo para alcanzar las cortezas de maíz con salsa picante.
—Marder lo detesta.
—¿Y? —dijo Ron Smith—. Marder detesta a todo el mundo.
—Sí —terció Kenny—, pero corren rumores de que Marder no va a…
—¡Joder! ¡Mirad! —interrumpió Doug Doherty señalando al otro lado del comedor, donde estaba la barra.
Todos se volvieron a mirar el aparato de televisión colocado en un estante encima de la barra. El volumen estaba bajo, pero las imágenes eran inconfundibles: el interior de un reactor de fuselaje ancho Norton, filmado con una temblorosa cámara de vídeo. Los pasajeros literalmente volaban por los aires, los compartimientos de equipaje se abrían y los paneles de las paredes caían sobre los asientos.
—¡Mierda! —exclamó Kenny.
Se levantaron de la mesa y corrieron hacia la barra, gritando:
—¡El sonido! ¡Subid el volumen! —Las imágenes aterradoras continuaban en la pantalla.
Cuando Casey entró en el restaurante, el vídeo había terminado. En la pantalla aparecía un hombre delgado con bigote, luciendo un traje azul de corte impecable que se asemejaba ligeramente a un uniforme. Casey reconoció a Bradley King, un abogado especializado en accidentes aéreos.
—Vaya —dijo Burne—, es el Rey de los Cielos.
«Creo que las imágenes hablan por sí solas —dijo King—. Nos las entregó mi cliente, el señor Song, y reflejan claramente la terrible ordalía que vivieron los pasajeros de este espantoso vuelo. El avión cayó injustificada e incontrolablemente en picado, y estuvo a ciento sesenta y cinco metros del océano Pacífico».
—¿Qué? —exclamó Kenny Burne—. ¿Qué ha dicho?
«Como saben, yo he sido piloto, y puedo afirmar con absoluta seguridad que lo ocurrido es resultado de un conocido defecto de diseño en el reactor N-22. Norton conoce este defecto desde hace años, y no ha hecho nada al respecto. Pilotos, operadores y especialistas de la FAA han protestado por los fallos del reactor. Conozco personalmente a pilotos que se niegan a volar en el N-22 porque no les parece un avión seguro».
—Sí; sobre todo los que tienes en nómina —dijo Burne.
En la televisión, King continuó: «Sin embargo, la compañía Norton Aircraft no ha tomado ninguna medida concreta para solucionar estos problemas de seguridad. Es inexplicable que, conociendo estos fallos, no hagan nada al respecto. Teniendo en cuenta esta negligencia criminal, era inevitable que tarde o temprano se produjera una tragedia así. Ahora han muerto tres personas, dos pasajeros han quedado parapléjicos, y mientras hablamos, el copiloto se encuentra en estado de coma. En total, fueron hospitalizados cincuenta y siete pasajeros. Es una auténtica vergüenza para el mundo de la aviación».
—El muy capullo —gruñó Kenny Burne—. Sabe perfectamente que eso no es verdad.
Pero la CNN volvía a emitir el vídeo, esta vez en cámara lenta, con las imágenes de los cuerpos, alternativamente borrosas y claras, flotando en el aire. Casey comenzó a sudar. Sintió náuseas y frío. Alrededor, el restaurante se volvió sombrío, de un color verde pálido. Se sentó rápidamente en un taburete y respiró hondo.
A continuación salió en pantalla un individuo con barba y aspecto de profesor en medio de una de las pistas de aterrizaje del aeropuerto de Los Ángeles. Al fondo, se veían aviones maniobrando. No oyó lo que decía aquel hombre porque los técnicos comenzaron a insultar a la imagen a voz en cuello.
—¡Imbécil!
—¡Capullo!
—¡Subnormal!
—¡Maldito embustero!
—¿Por qué no os calláis? —dijo Casey. El tipo de la pantalla era Frederick Barker, antiguo funcionario de la FAA, aunque ya no trabajaba en la administración. Barker había testificado en los tribunales en contra de la compañía en varias ocasiones en los últimos años. Todos los técnicos lo odiaban.
«Sí —decía Barker—, me temo que no hay ninguna duda sobre la causa del problema». ¿De qué problema?, pensó Casey, pero la CNN devolvió la conexión a su estudio de Atlanta, donde apareció una comentarista delante de una fotografía del N-22. Debajo de la foto rezaba en enormes letras rojas: ¿NO ES UN AVIÓN SEGURO?
—Dios, ¿quién puede creerse toda esa mierda? —se lamentó Burne—. Primero el Rey de los Cielos y después esa basura de Barker. ¿Acaso no saben que Barker trabaja para King?
En la pantalla apareció un edificio bombardeado en Oriente Próximo. Casey se volvió, se bajó del taburete, y respiró hondo.
—Maldita sea. Necesito una cerveza —dijo Kenny Burne, mientras regresaba a la mesa. Los demás lo siguieron, mascullando comentarios hostiles contra Fred Barker.
Casey cogió su bolso, sacó el teléfono móvil y llamó a su despacho.
—Norma —dijo—, llama a la CNN y consigue una copia del vídeo que acaban de emitir.
—Iba a salir a…
—Ahora mismo —ordenó Casey—. Hazlo de inmediato.