14:40 HEDIFICIO 64

El edificio 64 estaba prácticamente desierto, y la línea de aviones de fuselaje ancho parecía abandonada entre un turno y otro. Había una pausa de una hora entre el primer y el segundo turno, porque se necesitaba ese intervalo para desalojar el aparcamiento. El primer turno terminaba a las dos y media de la tarde; el segundo empezaba a las tres y media.

Jerry Jenkins le había sugerido que examinara los registros a esa hora, porque entonces no tendría público. Casey debía admitir que tenía razón. No se veía a nadie por los alrededores.

Fue directamente a la sección de piezas, buscando a Jenkins, pero él no estaba allí. Vio al jefe de sección de Control de Calidad y le preguntó por él.

—¿Jerry? —dijo el jefe de sección—. Se ha marchado a casa.

—¿Por qué?

—Ha dicho que no se encontraba bien.

Casey hizo una mueca de disgusto. Jenkins no debía marcharse hasta las cinco. Se acercó al terminal para buscar la información sola.

Tras introducir la clave correspondiente, conectó con la base de datos de conjuntos asociados de mantenimiento. Tecleó PAS BLOC DER SLATS y encontró la respuesta que buscaba:

PIST DE ACC SLAT DER
PAL SLAT DER
ACCION HIDR ALET RAN DER
PIST ALET RAN DER
ACOPL DEL ALET RAN DER
SENS PROX DER
ACOPL SENS PROX DER
PLAC REC SENS PROX DER
CABL SENS PROX DER
(22 / AD / 2-5455 / SLS)
(22 / AD / 2-5769 / SLS)
(22 / AD / 2-7334 / SLS)
(22 / AD / 2-3444 / SLS)
(22 / AD / 2-3445 / SLS)
(22 / AD / 4-0212 / SLS)
(22 / AD / 4-0445 / ASP)
(22 / AD / 4-0343 / SAD)
(22 / AD / 4-0102 / SAD)

Tenía sentido. El equipo asociado de piezas comprendía los otros cinco elementos de la pista de accionamiento del slat: la pista, la palanca, el accionador hidráulico, el pistón y el acoplamiento delantero.

Además, la lista ordenaba a los mecánicos que revisaran el sensor de proximidad, su acoplamiento, placa de recubrimiento y cableado.

Casey sabía que Doherty ya había inspeccionado la pista de accionamiento. Si Amos tenía razón, deberían examinar con cuidado el sensor de proximidad. Y no creía que nadie lo hubiera hecho hasta el momento.

El sensor de proximidad estaba situado en el interior del ala. Era difícil acceder a él, difícil revisarlo.

¿Era posible que hubiera causado problemas?

Sí, pensó. Era posible.

Apagó el terminal y cruzó la planta para regresar a su despacho. Tenía que llamar a Ron Smith y sugerirle que revisara el sensor. Pasó por debajo de las aeronaves vacías, en dirección a las puertas abiertas al otro extremo del edificio.

Cuando se aproximaba a las puertas, vio a dos hombres que entraban en el hangar. Sólo veía sus siluetas a contraluz, pero notó que uno de ellos llevaba una camisa roja a cuadros. Y el otro una gorra de béisbol.

Casey se volvió para pedir al jefe de control de calidad de la planta que llamara a Seguridad. Miró alrededor, y advirtió que la planta estaba desierta. Sólo vio a una anciana negra con una escoba en el otro extremo del edificio. La mujer estaba a setecientos metros de distancia.

Casey miró su reloj. Faltaban quince minutos para que los operarios del turno siguiente comenzaran a llegar.

Los dos hombres caminaban hacia ella.

Casey se volvió, y echó a andar en dirección contraria, regresando al lugar de donde había venido. Pensó que podría apañárselas. Con serenidad, sacó su teléfono móvil del bolso para llamar a Seguridad.

Pero el teléfono no funcionaba. No tenía tono. Entonces recordó que el techo de la planta estaba recubierto con una rejilla de cobre para bloquear transmisiones de radio externas mientras los operarios probaban los sistemas de las aeronaves.

No podría usar el teléfono hasta que llegara al otro extremo del edificio.

Y debía recorrer setecientos metros.

Apuró el paso. Sus zapatos repiqueteaban en el cemento y sus pisadas parecían retumbar en todo el edificio. ¿Era posible que estuviera sola? Claro que no. En ese mismo instante había varios centenares de personas en el edificio. El problema era que no la veían. Estaban en el interior de los aviones, o detrás de las enormes herramientas que los rodeaban. Pero había centenares de personas. En cualquier momento vería a alguien.

Miró por encima del hombro.

Los hombres se acercaban.

Apuró aún más el paso, casi echando a correr, inestable sobre sus tacones. Pero de repente pensó: esto es ridículo. Soy una ejecutiva de Norton Aircraft, y estoy corriendo por la planta en pleno día.

Aflojó el paso y comenzó a andar normalmente.

Respiró hondo.

Volvió a mirar atrás. Los hombres estaban muy cerca. ¿Debía enfrentarse a ellos? No, pensó. A menos que apareciera alguna otra persona.

Aceleró la marcha.

A su izquierda estaba la zona de estacionamiento de piezas. Por lo general, allí había varias docenas de hombres, recogiendo kits de piezas, rebuscando en los arcones. Pero en ese momento la sección estaba vacía.

Desierta.

Miró por encima del hombro. Los dos individuos estaban a unos cincuenta metros de distancia, y se acercaban.

Sabía que si empezaba a gritar aparecerían una docena de mecánicos. Los matones se esfumarían, escondiéndose detrás de las herramientas y los andamios, y Casey quedaría como una idiota. La niñata que perdió la cabeza en la planta.

No gritaría.

No.

¿Dónde demonios estaban las alarmas de incendio? ¿Y las de emergencia médica? ¿Las de materiales tóxicos? Sabía que estaban distribuidas por todo el edificio. Llevaba años trabajando allí. Debería recordar dónde estaban situadas.

Podía activar una y fingir que había sido un accidente…

Pero no veía ninguna alarma.

Los hombres estaban a treinta metros de distancia. Si echaban a correr, la alcanzarían en pocos segundos. Pero actuaban con cautela; al parecer, ellos también esperaban que apareciera alguien en cualquier momento.

Pero Casey no veía a nadie.

A su derecha había un bosque de postes azules, los gigantescos montantes metálicos que mantenían los cilindros de fuselaje en su sitio mientras los remachaban. El último sitio donde debía esconderse.

Soy una ejecutiva de Norton Aircraft. Y es…

Al demonio con eso.

Giró a la derecha, sorteando rápidamente las columnas. Pasó junto a varias escaleras y reflectores colgantes. Sus perseguidores lanzaron un grito de sorpresa y la siguieron. Pero ella ya estaba en la penumbra, entre las vigas maestras. Moviéndose a toda prisa.

Casey conocía el camino. Avanzaba con rapidez y seguridad, mirando siempre arriba con la esperanza de ver a alguien. Por lo general, había treinta o cuarenta hombres en los andamios, empalmando los cilindros bajo el potente resplandor de los fluorescentes. Pero en esos momentos no se veía un alma.

Los matones gruñían a su espalda, maldecían cada vez que chocaban con una viga.

Casey echó a correr, esquivando las vigas más bajas, saltando sobre cables y cajas, y de repente se encontró en un claro. Era el taller 14. Había un avión suspendido sobre el tren de aterrizaje, muy por encima del suelo. Y aún más arriba, alrededor de la cola, una selva de cables se elevaba en el aire a más de veinte metros de altura.

Alzó la vista y vislumbró una silueta en el interior del avión. Había alguien en la ventanilla.

Alguien dentro del avión.

¡Por fin! Casey subió por la escalerilla del avión, y sus pasos resonaron contra los peldaños de acero. Al llegar al rellano se detuvo a mirar. Mucho más arriba había tres corpulentos obreros con casco. Estaban a escasos tres metros del techo, trabajando en la bisagra del timón de dirección. Oyó el rápido, chisporroteante zumbido de las herramientas eléctricas.

Miró hacia abajo y vio a los dos hombres que la seguían. Se apartaron de los andamios azules, alzaron la vista, la vieron y se encaminaron hacia ella.

Casey continuó subiendo.

Llegó a la puerta posterior del avión y corrió al interior. El avión en construcción era enorme y estaba vacío, una sucesión de arcos brillantes semejante al vientre de una ballena metálica. En el centro, vio a una mujer asiática, cubriendo las paredes con material aislante. La mujer la miró con timidez.

—¿Hay alguien más trabajando aquí? —preguntó Casey.

La mujer negó con la cabeza. Parecía asustada, como si la hubieran pillado haciendo algo malo.

Casey se volvió y corrió hacia la puerta.

Los hombres estaban ya en el rellano inferior. Se giró y siguió subiendo por la escalera.

Hacia la selva de cables.

La escalera metálica, que abajo tenía tres metros de ancho, ahora apenas medía sesenta centímetros. Y era más empinada, como si estuviera suspendida en el aire, rodeada de andamios enrejados que producían vértigo. Por todos lados colgaban cables como lianas en la jungla. Mientras ascendía con torpeza, se golpeaba los brazos contra las cajas de empalmes. La escalera se movía bajo sus pies, y cada diez peldaños giraba abruptamente en ángulo recto. Casey estaba a unos trece metros del suelo, encima de la ancha bóveda del fuselaje. Y la cola se alzaba sobre su cabeza.

De repente tomó conciencia de la altura y sintió pánico. Miró a los hombres que trabajaban en el timón de dirección y gritó:

—¡Eh! ¡Eh!

No le hicieron el menor caso.

Abajo, los dos matones continuaban persiguiéndola, sus siluetas intermitentemente visibles mientras ascendían.

—¡Eh! ¡Eh!

Pero los operarios seguían sin hacer caso. Cuando subió un poco más, comprendió por qué no respondían. Tenían las orejas cubiertas con protectores contra el ruido, unos cascos de plástico negro parecidos a orejeras para el frío.

No podían oírla.

Casey siguió subiendo.

A unos diecisiete metros del suelo, la escalera giró abruptamente hacia la derecha, sobre la negra superficie horizontal de los elevadores, que sobresalía a un lado de la cola. Los elevadores le impedían ver a los hombres. Casey los bordeó; las superficies eran negras porque estaban hechas de resina, y recordó que no debía tocarlas con las manos desnudas.

Quería agarrarse a algo, pues la escalera no estaba diseñada para correr. Se balanceaba peligrosamente y sus pies resbalaban en los peldaños. Se cogió de la barandilla con las manos sudorosas, pero no pudo evitar caer casi dos metros antes de detenerse.

Continuó ascendiendo.

Ya no alcanzaba a ver el suelo, oculto bajo los andamios de distintas alturas. No podía ver si habían llegado los obreros del segundo turno.

Siguió subiendo.

A medida que ascendía, comenzó a sentir el aire denso y sofocante condensado bajo el techo del edificio 64. Recordó cómo llamaban a esa bolsa de aire: «la sauna».

Por fin llegó a los elevadores. Por encima de ellos, la escalera retrocedía en ángulo, cerca de la ancha y plana superficie vertical de la cola, que le impedía ver a los hombres que trabajaban del otro lado. Ya no quería mirar abajo; veía las viguetas de madera del techo sobre su cabeza. Unos pasos más… otro giro de escalera… rodeando el timón de dirección… y llegaría a…

Se detuvo y miró alrededor con asombro.

Los operarios habían desaparecido.

Miró hacia abajo y vio tres cascos amarillos. Los operarios estaban en un montacargas motorizado y bajaban al suelo de la fábrica.

—¡Eh! ¡Eh!

Los obreros no alzaron la vista.

Casey miró a su espalda y oyó los sonoros pasos de los matones, que continuaban subiendo por la escalera. Podía sentir la vibración de sus pisadas. Sabía que estaban cerca.

Y no tenía adónde ir.

Enfrente de ella, la escalera acababa en una plataforma de metal de poco más de un metro cuadrado situada junto al timón de dirección. La plataforma estaba rodeada por una barandilla, pero más allá no había nada.

Se hallaba a veinte metros de altura, sobre una minúscula tribuna de metal, junto a la enorme cola del avión de fuselaje ancho.

Sus perseguidores se acercaban.

Y no tenía dónde ocultarse.

Pensó que no debería haber subido allí. Debería haber permanecido en la planta. Pero ya no tenía escapatoria.

Casey pasó una pierna por debajo de la barandilla de la plataforma. Extendió una mano hacia el andamio y se sujetó con fuerza. A esa altura, el metal estaba caliente. Apoyó el otro pie.

Luego comenzó a descender por la parte exterior del andamiaje, buscando puntos de apoyo.

Casi de inmediato se dio cuenta de su error. El andamiaje era una estructura de barras cruzadas. Cada vez que se asía a ellas, sus manos se deslizaban hacia abajo y sus dedos se comprimían dolorosamente en los puntos de unión. Las barras del andamio tenían los bordes afilados, y resultaba difícil sujetarse. Al cabo de pocos segundos, estaba agotada. Enganchó los brazos en las barras, flexionando los codos, y se tomó un instante para recuperar el aliento.

No miró abajo.

A su izquierda, sobre la pequeña plataforma elevada, vio a sus dos perseguidores. El tipo de la camisa roja y el de la gorra de béisbol la miraban fijamente, como si no acabaran de decidir qué debían hacer. Casey estaba a poco más de metro y medio de distancia, colgada de las barras exteriores del andamiaje.

Vio que uno de los hombres se ponía unos gruesos guantes de trabajo.

Comprendió que debía moverse. Desenganchó los brazos con cuidado y comenzó a bajar. Un metro y medio, otro metro y medio. Ahora estaba a la altura de los elevadores horizontales, que podía ver a través de las barras cruzadas.

Pero las barras temblaban.

Miró hacia arriba y comprobó que el tipo de la camisa roja la seguía. Era fuerte, y se movía con rapidez. Sabía que la alcanzaría en un santiamén.

El segundo hombre bajaba por la escalera, deteniéndose de vez en cuando para mirarla a través de los barrotes del andamiaje.

El tipo de la camisa roja estaba a unos tres metros de distancia.

Casey continuó bajando.

Los brazos le quemaban. Respiraba entrecortadamente. Las barras del andamio estaban grasientas en los sitios más inesperados, y sus manos resbalaban una y otra vez. Percibía los movimientos del hombre que la seguía cada vez más cercanos. Alzó la vista y vio sus grandes botas anaranjadas con gruesas suelas de goma.

En cualquier momento le pisaría los dedos.

Mientras continuaba el descenso, se golpeó el hombro izquierdo con algo. Miró hacia atrás, y vio un cable colgando del techo. Tenía unos cuatro centímetros de grosor y estaba recubierto de un grueso plástico aislante de color gris. ¿Sería capaz de sostener su peso?

El hombre seguía bajando.

Al diablo con todo.

Extendió un brazo y cogió el cable. Lo sujetó con fuerza. Miró hacia arriba y no vio ninguna caja de empalmes. Acercó el cable y lo enlazó primero con el brazo y luego con las piernas. Cuando las botas de su perseguidor llegaron a su altura, soltó la barra del andamio y se balanceó colgada del cable.

Y comenzó a deslizarse hacia abajo.

Procuró sujetarse con una mano, pero sus brazos eran demasiado débiles. Entonces se dejó caer, con las manos ardiendo.

Descendía rápidamente.

No podía evitarlo.

La fricción le producía un intenso dolor. Bajó tres metros, luego otros tres. Por fin perdió el control. Sus pies chocaron contra una caja de empalmes y se detuvo, meciéndose en el aire. Rodeó la caja con las piernas, cogió el cable que salía de entre sus pies, y se dejó caer…

Sintió que el cable se desprendía.

La caja escupió una lluvia de chispas y la alarma de emergencia retumbó en el edificio. El cable se balanceaba de un lado a otro. Oyó gritos procedentes del suelo. Al mirar hacia abajo, comprobó con horror que estaba a dos o tres metros del suelo. Varios brazos se alzaban hacia ella. La gente gritaba.

Se soltó y cayó.

Le sorprendió la rapidez con que se recuperó; avergonzada, se levantó y se sacudió la ropa.

—Estoy bien —dijo una y otra vez a la gente que la rodeaba—. Estoy bien. De verdad. —Los enfermeros corrieron a su encuentro, pero ella les hizo señas de que se marcharan—. Estoy bien.

Para entonces los obreros de la fábrica habían visto su chapa de identificación, con la raya azul, y parecían confundidos. ¿Qué hacía una ejecutiva colgando de un cable? Titubearon, se apartaron unos pasos, como si no supieran qué hacer.

—Estoy bien. Todo está bien. De verdad. Sigan con su trabajo.

Los enfermeros protestaron, pero Casey se abrió paso entre la multitud, alejándose de allí, hasta que Kenny Burne apareció a su lado y le rodeó los hombros con un brazo.

—¿Qué coño está pasando?

—Nada —respondió ella.

—Éstas no son horas de estar en la planta, Casey. ¿Acaso no lo sabes?

—Sí, lo sé —dijo.

Dejó que Kenny la acompañara a la salida del edificio y salieron al sol de la tarde. Casey entornó los ojos, deslumbrada por el resplandor. Los coches del segundo turno atestaban el inmenso aparcamiento. La luz del sol se reflejaba sobre hileras e hileras de parabrisas.

Kenny se volvió hacia ella.

—Debes ser más prudente, Casey. ¿Sabes lo que quiero decir?

—Sí —respondió ella—. Lo sé.

Bajó la vista y se inspeccionó la ropa. Una gran mancha de grasa se extendía sobre la blusa y la falda.

—¿Tienes una muda de ropa aquí? —preguntó Burne.

—No. Tendré que ir a cambiarme a casa.

—Será mejor que te acompañe en mi coche —sugirió Burne.

Casey iba a protestar, pero se contuvo.

—Gracias, Kenny —dijo.