10:19 HTEST DE PRUEBA

Parecía un basurero de la aviación: un caótico paisaje de viejos fuselajes, colas y partes del ala desperdigados sobre andamios oxidados. Pero el aire vibraba con el monótono rumor de los compresores y pesados caños se comunicaban con las piezas del aeroplano, como los tubos intravenosos que se conectan a los pacientes en los hospitales. Era un test de prueba, conocido también como «Retuércete y Grita», el dominio del infame Amos Peter.

Casey lo vio a la derecha, un individuo en mangas de camisa y pantalones anchos, inclinado sobre un contador, debajo de la sección posterior del fuselaje del N-22.

—Amos —llamó Casey agitando la mano mientras iba a su encuentro.

El aludido se volvió y la miró.

—Fuera de aquí.

Amos era una leyenda en la Norton. Solitario y terco, tenía casi setenta años, muchos más de los necesarios para jubilarse, pero seguía trabajando para la compañía porque su presencia allí era vital. Estaba especializado en el misterioso campo de los márgenes de tolerancia o pruebas de fatiga. Y las pruebas de fatiga tenían una importancia mucho mayor en la actualidad que hacía diez años.

Desde la liberalización de las tarifas, las compañías aéreas seguían utilizando los mismos aviones mucho más tiempo del previsto. Tres mil reactores comerciales de la flota nacional tenían más de veinte años de antigüedad. Y este número se duplicaría en cinco años. Nadie sabía qué pasaría con esos aviones cuando envejecieran.

Nadie, salvo Amos.

El Consejo Nacional de Seguridad en el Transporte había consultado a Amos en 1988, después del famoso accidente del 737 de Aloha. Ésta era una compañía aérea hawaiana que cubría los trayectos entre las islas. Uno de sus aviones volaba a veinticuatro mil pies de altura cuando se desprendieron casi seis metros de revestimiento del fuselaje, desde la puerta de la cabina de pasajeros al ala. La cabina sufrió una descompresión y una azafata murió, succionada por el vacío. A pesar de la explosiva pérdida de vacío, el avión consiguió aterrizar en Maui, donde lo retiraron de la circulación.

Se inspeccionó el resto de la flota de Aloha, buscando señales de corrosión y desgaste. Otros dos 737 se retiraron del servicio, y un tercero estuvo meses en reparación. Los tres tenían grietas en el revestimiento y otros signos de corrosión. Cuando la FAA dictó una directiva de aeronavegabilidad exigiendo que se inspeccionara el resto de la flota de 737, se encontraron grietas importantes en cuarenta y nueve aviones de dieciocho compañías distintas.

Los observadores de la industria estaban perplejos, pues se suponía que Boeing, Aloha y la FAA llevaban un riguroso control de la flota. Las grietas por corrosión habían planteado problemas en un primer estadio de producción de los 737, y Boeing había advertido a Aloha que el clima húmedo y salobre de Hawai era un entorno propicio para la corrosión.

Tras la investigación, se barajaron múltiples causas posibles para el accidente. Resultó que Aloha, que realizaba trayectos cortos entre las islas, estaba acumulando ciclos de aterrizaje y despegue a un ritmo demasiado rápido para cumplir con el programa de mantenimiento previsto. La fatiga, combinada con la corrosión del aire de mar, produjo una serie de pequeñas grietas en el revestimiento del avión. Éstas pasaron inadvertidas para Aloha, debido a la escasez de operarios cualificados. La FAA, sobrecargada de trabajo y falta de personal, tampoco detectó las grietas. El principal inspector de mantenimiento de la FAA en Honolulu supervisaba nueve compañías aéreas comerciales y siete puestos de reparación en el Pacífico, desde China, hasta Singapur y las Filipinas. Finalmente, en uno de los vuelos las grietas se extendieron y la estructura se desmontó.

Después del incidente, Aloha, Boeing y la FAA se enzarzaron en una batalla de fuegos cruzados. La responsabilidad de no haber detectado los daños en la flota de Aloha se atribuyó alternativamente a errores de gestión, mal mantenimiento, falta de inspecciones de la FAA y deficiente servicio técnico. Las distintas instituciones se acusaron mutuamente durante años.

Pero el incidente de Aloha también llamó la atención de la industria sobre el problema del envejecimiento de las aeronaves e hizo famoso a Amos dentro de la compañía Norton. Amos convenció a la dirección de que comprara aviones viejos y convirtiera las alas y el fuselaje en aparatos de prueba. Día tras día sus aparatos ejercían repetidas presiones sobre los aviones viejos, simulando despegues y aterrizajes, vientos cruzados y turbulencias para que Amos pudiera estudiar cómo y dónde se agrietaban.

—Amos —dijo la mujer al acercarse—. Soy yo, Casey Singleton.

Él parpadeó con un gesto de miope.

—Ah, Casey. No te había conocido. —Entornó los ojos—. El oftalmólogo me ha cambiado las gafas… ¿Cómo estás? —Hizo una seña indicándole que lo siguiera y echó a andar hacia un pequeño edificio situado a pocos metros de distancia.

En la Norton, nadie entendía cómo era posible que Casey se llevara tan bien con Amos. Eran vecinos, él vivía solo con su perro faldero, y ella lo invitaba a cenar una vez al mes. A cambio, Amos la entretenía contándole historias de los accidentes aéreos que había investigado, desde los primeros accidentes de los Comets, en los años cincuenta. Amos era una enciclopedia andante en materia de aviones. Casey había aprendido muchísimo de él y lo tenía como una especie de tutor.

—¿No te vi la otra mañana?

—Sí. Estaba con mi hija.

—Eso pensé. ¿Te apetece un café?

Abrió la puerta de algo parecido a un cobertizo, y Casey aspiró un penetrante olor a quemado. El café de Amos era invariablemente horrible.

—Me encantaría, Amos —dijo. Él le sirvió una taza.

—Espero que no te importe tomarlo solo. Me he quedado sin leche en polvo.

—Solo está bien, Amos. —Hacía años que Casey no le añadía leche al café.

Amos se sirvió café en una taza manchada y señaló una silla desvencijada frente a su escritorio. La mesa estaba atestada de informes: Simposio internacional de la FAA/NASA sobre integridad estructural; Durabilidad de los aeroplanos y tolerancia a los daños; Técnicas de inspección termográfica; Control de corrosión y tecnología de estructuras.

Amos puso los pies sobre el escritorio y abrió una brecha entre los papeles para ver a Casey.

—Te juro, Casey, que es una lata trabajar con esos chismes viejos. A ver cuándo nos llega otro T2.

—¿T2? —preguntó ella.

—Claro, tú no lo entiendes —dijo Amos—. Llevas cinco años aquí y en todo ese tiempo no hemos lanzado ningún modelo nuevo. Cuando se fabrica un avión nuevo, al primero de la línea se le llama T1. Artículo de test 1. Se lo somete al test de estática, es decir, lo ponemos en el banco de prueba y lo hacemos añicos. Todo para descubrir cuáles son sus puntos débiles. El segundo avión de la línea es el T2. Se usa para la prueba de fatiga: un problema más complejo. Con el tiempo, el metal pierde la resistencia a la tensión, se vuelve frágil. De modo que ponemos el T2 en el banco y aceleramos la comprobación de la fatiga. Día tras día, año tras año, simulamos despegues y aterrizajes. La política de la Norton es someter al aparato a pruebas de fatiga durante el doble de tiempo de duración previsto. Si los ingenieros diseñan un avión para que dure veinte años, o sea, unas cincuenta mil horas y veinte mil ciclos de vuelo, nosotros lo sometemos al doble de esfuerzo antes de entregárselo al cliente. De ese modo sabemos con certeza que los aviones resistirán. ¿Qué tal el café?

Casey bebió un sorbo y reprimió un respingo. Amos seguía echando agua sobre la misma borra durante todo el día. Así conseguía el inconfundible sabor de su café.

—Bien, Amos.

—Si quieres otro, tengo más. En fin, la cuestión es que la mayoría de los fabricantes someten sus productos a pruebas para determinar el desgaste durante el doble de tiempo de su vida útil. Nosotros cuadruplicamos ese período. Por eso siempre decimos que mientras las demás compañías hacen donuts, la Norton hace cruasanes.

—Y John Marder siempre añade: «Por eso las demás compañías hacen dinero, y nosotros no» —apostilló Casey.

—Marder —dijo Amos con un gruñido despectivo—. Para él lo único que cuenta es el dinero, los beneficios. En los viejos tiempos, la dirección nos decía: «Haced el mejor avión que podáis». Ahora nos dicen: «Haced el mejor avión que podáis por tal precio». Las instrucciones han cambiado, ¿me entiendes? —Sorbió ruidosamente su café—. ¿Y qué te trae por aquí, Casey? ¿El 545?

Ella asintió.

—Creo que no podré ayudarte —anticipó él.

—¿Por qué?

—Porque el avión es nuevo. No puede haberse presentado un problema de fatiga.

—Pero quería interrogarte sobre una pieza, Amos —aclaró Casey. Le mostró el pasador de blocaje que llevaba en una bolsa de plástico.

—Hummm… —Lo hizo girar en la mano y lo alzó a la luz—. Esto es… No me lo digas. Un pasador de blocaje anterior para el segundo slat interior.

—Correcto.

—Claro que es correcto. —Amos frunció el entrecejo—. Pero esta pieza está mal.

—Sí; lo sé.

—¿Y qué querías preguntarme?

—Doherty piensa que provocó el incidente. ¿Es posible?

—Bueno… —Amos miró al techo con aire pensativo—. No. Me juego cien pavos a que no provocó el incidente.

Casey suspiró. Volvía a estar en el punto de partida. No tenía ninguna pista.

—¿Decepcionada? —preguntó Amos.

—Sí; francamente sí.

—Entonces no me has entendido. Éste es un indicio muy valioso.

—Pero, ¿por qué? Acabas de decir que no provocó el incidente.

—Casey, Casey. —Amos sacudió la cabeza—. Piensa.

Casey procuró pensar, allí sentada, entre los espantosos efluvios de aquel café. Intentó figurarse adónde quería llegar Amos. Lo miró por encima de la mesa.

—Explícame qué se me escapa.

—¿Los demás pasadores de blocaje habían sido reemplazados?

—No.

—¿Sólo éste?

—Sí.

—¿Y por qué sólo éste, Casey?

—No lo sé.

—Averígualo —aconsejó.

—¿Para qué? ¿De qué serviría?

Amos levantó los brazos.

—Vamos, Casey, piensa. Tienes un problema con los slats en el 545. Es un fallo en el ala.

—Correcto.

—Ahora descubrimos que alguien reemplazó una pieza en el ala.

—Correcto.

—¿Y por qué la cambiaron?

—No lo sé…

—¿El ala había sufrido algún daño en el pasado? ¿Le ocurrió algo que obligó a sustituir esta pieza? ¿Se cambiaron también otras piezas? ¿Hay alguna otra pieza defectuosa en el ala? ¿Hay daños residuales en el ala?

—A simple vista, no.

Amos sacudió la cabeza con impaciencia.

—Olvida lo que puedes ver a simple vista, Casey. Investiga los papeles del avión y los registros de mantenimiento. Rastrea esta pieza y reconstruye la historia del ala. Porque aquí falla algo más. Me juego la cabeza que encontrarás más piezas falsas. —Amos se incorporó, suspirando—. En la actualidad, cada vez hay más aviones con piezas falsas. Supongo que era de prever. Hoy día parece que todo el mundo cree en Papá Noel.

—¿Qué quieres decir?

—Que creen que es posible conseguir algo a cambio de nada —respondió Amos—. Ya sabes: el gobierno libera las tarifas de las líneas aéreas y todo el mundo se alegra. Tenemos vuelos más baratos y la gente está encantada. Pero las líneas aéreas tienen que reducir gastos. La comida es asquerosa; pero da igual. Hay menos vuelos directos, más esperas, pero no importa. Los aviones tienen un aspecto patético, porque tardan más en redecorar los interiores, pero no pasa nada. Sin embargo las líneas aéreas necesitan recortar el presupuesto, así que usan los aviones durante más tiempo y compran menos aparatos nuevos. La flota envejece. Esto tampoco tiene mayor importancia… de momento. Con el tiempo, la tendrá. Y mientras tanto, la presión para bajar los precios continúa. ¿En qué otras cosas pueden ahorrar? ¿En mantenimiento? ¿En piezas? ¿En qué? Esto no puede seguir así indefinidamente. Es imposible. Ahora el Congreso los ayuda reduciendo la asignación de la FAA, lo que significa que en el futuro habrá menos control. Las líneas aéreas podrán ahorrar en mantenimiento porque nadie las vigilará. Y al público le da igual, porque durante treinta años la aviación de este país ha tenido el récord de seguridad del mundo. Sin embargo olvidan que hemos pagado por ello. Pagamos para tener aviones nuevos y seguros y para que alguien controlara que los aparatos se mantenían en condiciones. Pero esos días han terminado. Ahora todo el mundo quiere conseguir algo a cambio de nada.

—¿Y en qué terminará todo esto? —preguntó Casey.

—Te apuesto cien pavos a que dentro de diez años vuelven a regularizar las tarifas. No tendrán más remedio, pues habrá una cascada de accidentes. Los defensores del libre mercado pondrán el grito en el cielo, pero lo cierto es que esos señores no ofrecen seguridad al público. Sólo las leyes pueden hacerlo. Si queremos comer sin intoxicarnos, necesitamos inspectores de sanidad. Si queremos agua potable, necesitamos instituciones que protejan el medio ambiente. Si queremos un mercado justo, necesitamos una institución que lo regule. Y si queremos volar seguros, tenemos que controlar las tarifas de las compañías aéreas. Créeme, al final lo harán.

—Y con respecto al 545…

Amos se encogió de hombros.

—Las compañías extranjeras se rigen por unas normas mucho menos estrictas. Fuera de aquí, tienen bastante manga ancha. Estudia los registros de mantenimiento, y estate atenta a cualquier detalle que pueda parecer sospechoso. —Casey hizo ademán de irse—. Oye…

Ella se volvió.

—¿Sí?

—Comprendes la situación, ¿verdad? Para investigar esa pieza, tendrás que empezar por la documentación de la nave.

—Lo sé.

—Y está en el edificio 64. Yo no entraría allí ahora. Y mucho menos, sola.

—Venga, Amos —protestó ella—. Yo he trabajado en la fábrica. No me pasará nada.

Amos sacudió la cabeza.

—El vuelo 545 es una patata caliente. Ya sabes lo que piensan los muchachos. Si pueden hacer algo para obstaculizar la investigación, lo harán sin el menor escrúpulo. Ten cuidado.

—De acuerdo.

—Ten mucho, mucho cuidado.