10:04 HFUERA DEL HANGAR 5

Lucía un sol radiante; a su alrededor, la fábrica mantenía un alegre trajín, y los mecánicos se desplazaban en bicicleta de un edificio a otro. No parecía acecharla amenaza o peligro alguno, pero Casey comprendía qué había querido decirle Brull: estaba en tierra de nadie. Desenfundó con nerviosismo su teléfono móvil y vio la corpulenta silueta de Jack Rogers caminando en dirección a ella.

Jack escribía los artículos de aviación del Telegraph-Star, un periódico de Orange County. A sus cincuenta y tantos años, era un reportero informado y competente, uno de los últimos ejemplares de la vieja escuela del periodismo, aquellos que conocían el tema de un reportaje tan bien como los entrevistados. Jack la saludó agitando la mano.

—Hola, Jack —dijo Casey—. ¿Qué cuentas?

—He venido por lo del accidente de esta mañana con la herramienta del ala. La que ha caído del montacargas.

—Una desgracia —dijo ella.

—Esta mañana ha habido otro accidente con los transportistas. Habían cargado una herramienta en el remolque de un camión, pero el conductor ha doblado la esquina del edificio 94 a demasiada velocidad. La herramienta se ha deslizado y ha caído al suelo. Un desastre.

—Vaya —dijo Casey.

—Es evidente que se trata de acciones sindicales —afirmó Rogers—. Mis fuentes me han dicho que el gremio se opone a la venta a China.

—Eso he oído —respondió Casey con un gesto de asentimiento.

—¿Porque como contraprestación vais a cederles la fabricación del ala?

—Vamos, Jack —dijo ella—. Eso es ridículo.

—¿Estás segura?

Casey retrocedió un par de pasos.

—Sabes que no puedo hablar de la venta, Jack. Nadie puede hacer declaraciones hasta que el trato sea seguro.

—De acuerdo —aceptó Rogers, sacando un cuaderno de notas—. Es verdad que parece un rumor absurdo. Ninguna compañía ha cedido jamás la fabricación del ala. Sería un suicidio.

—Exactamente —respondió Casey. Cada vez que pensaba en ese asunto, acababa haciéndose la misma pregunta: ¿Por qué Edgarton iba a ceder el ala? ¿Qué compañía haría algo así? Era absurdo.

Rogers alzó la vista de su cuaderno.

—Me pregunto por qué el sindicato cree que van a enviar el ala al extranjero.

Casey se encogió de hombros.

—Eso tendrás que preguntárselo a ellos. —Rogers tenía informantes en el gremio. Brull, seguramente. Y quizá alguien más.

—Me han dicho que tienen pruebas documentales.

—¿Te las han enseñado? —preguntó Casey. Rogers negó con la cabeza.

—No.

—No entiendo por qué. Si las tienen…

Rogers sonrió y apuntó algo en el cuaderno.

—Es una lástima lo de la explosión de un motor en Miami.

—Sólo sé lo que he visto en la televisión.

—¿Crees que afectará a la opinión que tiene el público del N-22? —preguntó Rogers con el bolígrafo preparado para tomar nota de la respuesta.

—No veo por qué. Ha sido una avería de motor, no de la aeronave. Supongo que pronto descubrirán que produjo la explosión un disco de compresor defectuoso.

—No me extrañaría. He hablado con Don Peterson, de la FAA. Me ha dicho que aquel incidente en San Francisco se debió a la rotura del disco de un compresor de seis etapas. El disco tenía burbujas de nitrógeno.

—¿Inclusiones alfa? —preguntó ella.

—Exacto —respondió Jack—. Y también había señales de fatiga por tiempo de accionamiento.

Casey asintió. Las partes del motor funcionaban a una temperatura de 1300°C, muy por encima de la temperatura de fusión de la mayoría de las aleaciones, que se convertían en sopa a los 1200°C. En consecuencia, se fabricaban con aleaciones de titanio, usando los procedimientos más avanzados. La manufactura de algunas de las piezas era un verdadero arte: los álabes del fan se «cultivaban» como un único cristal de metal, lo que las hacía increíblemente resistentes. Pero incluso en manos expertas, el proceso de fabricación era muy delicado. Cuando se producía fatiga por tiempo de accionamiento, el titanio usado en los discos del rotor cristalizaba en colonias de microestructuras, y debido a eso dichos discos se volvían más vulnerables a las grietas.

—¿Y qué me dices del incidente de la TransPacific? —preguntó Rogers—. ¿También se debió a un problema del motor?

—Lo de TransPacific ocurrió ayer, Jack. La investigación acaba de empezar.

—Tú eres la representante del Departamento de Control de Calidad en la comisión de estudio, ¿verdad?

—Sí.

—¿Estás satisfecha con la marcha de la investigación?

—Jack, no puedo hacer ningún comentario sobre la investigación del incidente de TransPacific. Es demasiado pronto.

—No para las especulaciones —adujo Rogers—. Ya sabes cómo son estas cosas, Casey. A la gente le encanta hablar. Y después es difícil aclarar los malentendidos. Sólo quiero explicar las cosas. ¿Habéis descartado un problema de motores?

—Jack —dijo ella—. No puedo hacer comentarios.

Rogers apuntó algo en el cuaderno, y sin levantar la vista, añadió:

—Y supongo que también estaréis inspeccionando los slats.

—Lo estamos inspeccionando todo —respondió ella.

—Teniendo en cuenta el historial de problemas de slats del N-22…

—Eso es agua pasada —aseguró Casey—. Solucionamos ese problema hace años. Si no recuerdo mal, tú escribiste una nota al respecto.

—Pero ahora habéis tenido dos incidentes en dos días. ¿No os preocupa que la gente piense que el N-22 es un avión poco fiable?

Casey intuía ya el cariz que tomaría la noticia. No quería hacer declaraciones, pero Rogers estaba insinuando lo que escribiría si ella se negaba a hablar. Era una forma habitual, aunque leve, de chantaje periodístico.

—Jack, tenemos trescientos N-22 en servicio activo en todo el mundo. Este modelo tiene estupendos antecedentes de seguridad. —De hecho, en cinco años de servicio no había habido ninguna víctima mortal en un avión de esta clase… hasta el día anterior. Era un motivo de orgullo, pero Casey decidió no mencionarlo porque podía imaginar los titulares: Primeras víctimas mortales en un Norton N-22… En cambio, dijo—: La mejor manera de servir al público es ofrecerle información verídica. Hacer especulaciones sería una irresponsabilidad.

Buena táctica. Rogers apartó el bolígrafo.

—De acuerdo, ¿quieres contármelo extraoficialmente?

—Claro. —Casey sabía que podía confiar en él—. Entre nosotros, el 545 experimentó importantes oscilaciones de altura. Creemos que el avión se encabritó y luego descendió en picado. No sabemos por qué. El registrador de datos de vuelo no funciona. Tardaremos días en reconstruir los datos. Estamos trabajando lo más rápidamente posible.

—¿Crees que esto afectará a la transacción con China?

—Espero que no.

—El piloto es chino, ¿no? ¿Un tal Chang?

—Reside en Hong Kong. No sé de qué nacionalidad es.

—¿Eso podría crear resquemores en caso de que se tratara de un error humano?

—Ya sabes cómo son estas investigaciones, Jack. Sea cual fuere la causa del incidente, siempre hay alguien que se disgusta. No podemos preocuparnos por eso. La responsabilidad debe recaer sobre quien corresponda.

—Claro —dijo él—. A propósito, ¿el trato con China ya es seguro? Hay quien dice que no.

—La verdad es que no lo sé —respondió Casey encogiéndose de hombros.

—¿Marder ha hablado contigo al respecto?

—No personalmente —contestó, midiendo las palabras. Esperaba que Rogers no insistiera en el tema, y él no lo hizo.

—De acuerdo. Dejaré ese asunto. Pero dame algo. Tengo que escribir un artículo.

—¿Cómo es que no te han mandado escribir sobre Aerolíneas Baratijas? —preguntó, usando el término peyorativo para una de las compañías de vuelos baratos—. Nadie ha escrito sobre ellas todavía.

—¿Me tomas el pelo? —replicó Rogers—. Todo el mundo ha escrito sobre el tema.

—Sí; pero nadie ha contado la verdad —dijo ella—. Las líneas aéreas baratas son un chollo para los accionistas.

—¿Un chollo para accionistas?

—Claro —respondió Casey—. Compras un avión tan viejo y mal mantenido que ninguna línea aérea seria lo usaría ni para piezas de recambio. Luego ofreces vuelos baratos y usas el efectivo para comprar nuevas rutas. Es un negocio piramidal, pero en el papel parece fantástico. Las ventas se disparan, los ingresos suben y te conviertes en un ídolo de Wall Street. Ahorras tanta pasta en mantenimiento que tus beneficios crecen a una velocidad meteórica. El precio de las acciones se duplica una y otra vez. Cuando empiezan a amontonarse los cadáveres, has hecho una fortuna en la bolsa y puedes pagarte los mejores abogados. Ésa es la genialidad de la liberalización del precio de los billetes, Jack. Cuando llega la factura, nadie paga.

—Excepto los pasajeros.

—Exactamente —afirmó Casey—. La seguridad aérea siempre ha respondido a un código de honor. La FAA se formó para controlar las líneas aéreas, no para vigilarlas. De modo que si la liberalización de las tarifas va a cambiar las normas, habría que advertir al público. O triplicar la subvención de la FAA. Una cosa o la otra.

Rogers hizo un gesto de asentimiento.

—Barry Jordan, del diario Los Ángeles Times, me contó que está cubriendo el tema de la seguridad. Pero para eso hay que tener recursos: tiempo, abogados que revisen el artículo. Mi periódico no puede pagar esa clase de gastos. Necesito algo que pueda usar esta misma noche.

—Extraoficialmente —dijo Casey—, tengo una noticia. Pero no podrás revelar tus fuentes.

—Hecho —convino Rogers.

—El motor que ha estallado era uno de los seis que Sunstar compró a AeroCivicas —informó Casey—. Kenny Burne actuó como asesor. Revisó los motores y encontró daños.

—¿Qué clase de daños?

—Grietas en las muescas de los álabes y fisuras en las aletas.

—¿Había fisuras por fatiga en los álabes del fan?

—Exactamente —confirmó Casey—. Kenny les dijo que rechazaran los motores, pero Sunstar los reconstruyó y los instaló en los aviones. Cuando ha estallado ese motor, Kenny se ha puesto furioso. Así que quizá él tenga algo que decir sobre Sunstar. Pero no puedes citarnos como fuente, Jack. Son clientes nuestros.

—Lo entiendo —dijo Rogers—. Gracias. Pero el director del periódico querrá información sobre los accidentes de hoy en la fábrica. Así que dime, ¿estás convencida de que los rumores sobre la cesión del ala a China son infundados?

—¿Ahora hablamos oficialmente otra vez? —preguntó ella.

—Sí.

—Pues no soy la persona indicada para responder a esa pregunta. Tendrás que hablar con Edgarton.

—Lo he llamado —dijo Rogers—, pero en su oficina me han dicho que está fuera de la ciudad. ¿Adónde ha ido? ¿A Pekín?

—No puedo decírtelo.

—¿Y qué hay de Marder?

—¿Qué pasa con él?

Rogers se encogió de hombros.

—Todo el mundo sabe que Marder y Edgarton se detestan mutuamente. Marder esperaba que lo nombraran presidente, pero el consejo le dio la espalda. Por otra parte, a Edgarton le han hecho contrato por un año, así que sólo tiene doce meses para demostrar lo que vale. Y he oído que Marder está haciendo todo lo posible para que fracase.

—Yo no sé nada. —Naturalmente, Casey había oído rumores. No era ningún secreto que Marder estaba furioso y decepcionado por el nombramiento de Edgarton. Pero lo que pudiera hacer al respecto era una historia aparte. La mujer de Marder controlaba el once por ciento de las acciones de la compañía. Con las conexiones de Marder, era probable que consiguiera reunir un cinco por ciento más. Pero el dieciséis por ciento no bastaba para tomar el control, sobre todo porque Edgarton contaba con el apoyo del consejo directivo.

De modo que en la fábrica casi todos pensaban que a Marder no le quedaba más remedio que aceptar el mando de Edgarton, al menos por el momento. Por mucho que le molestara, no podía hacer otra cosa. La compañía tenía problemas de liquidez. Ya estaban fabricando aviones sin compradores. Y si querían fabricar una nueva generación de aeronaves, necesitaban miles de millones de dólares para sobrevivir.

Por lo tanto, la situación estaba clara. La compañía necesitaba la venta a China, y todos los que trabajaban allí también. Marder incluido.

—¿No has oído decir que Marder está poniéndole cortapisas a Edgarton? —preguntó Rogers.

—Sin comentarios —respondió Casey—. Pero, extraoficialmente, eso sería absurdo. Todo el mundo en la compañía quiere que la venta se concrete, Jack. Incluido Marder. Ahora mismo Marder está presionándonos para que resolvamos el misterio del 545 a fin de que la operación se concrete.

—¿Crees que la rivalidad entre esos dos directivos podría perjudicar la imagen de la compañía?

—No sé de qué me hablas.

—De acuerdo —dijo Rogers finalmente, cerrando el cuaderno—. Si descubrís algo sobre el vuelo 545, llámame, ¿de acuerdo?

—Así lo haré, Jack.

—Gracias, Casey.

Mientras se alejaba de Rogers, Casey cayó en la cuenta de que la entrevista la había dejado agotada. En la actualidad, hablar con un periodista era como jugar una decisiva partida de ajedrez: una tenía que pensar con antelación, imaginar todas las maneras en que el reportero podía tergiversar una declaración. Se respiraba un clima inevitablemente hostil.

No siempre había sido así. Hubo una época en que los periodistas querían información y sus preguntas iban dirigidas a un hecho concreto. Deseaban formarse una idea precisa de una situación determinada, y se esforzaban para ver las cosas desde el punto de vista del entrevistado, para comprender de qué hablaba. Era posible que al final no estuvieran de acuerdo con uno, pero se enorgullecían de su capacidad para expresar la opinión ajena con exactitud antes de rebatirla. El tono de la entrevista no era muy personal, porque se concentraban en el hecho que querían entender.

Pero ahora los periodistas tenían muy claro qué querían decir antes de empezar a investigar; veían su trabajo como una forma de demostrar lo que ya sabían. No buscaban información, sino pruebas de villanía. Por eso se mostraban escépticos ante el punto de vista del entrevistado, atribuyéndole una intención evasiva. Partían de la base de que todo el mundo era culpable a menos que se demostrara lo contrario, y trabajaban en una atmósfera de suspicacia y mal disimulada hostilidad. Abordaban su tarea de una forma muy personal: querían pisotear al entrevistado, pescarlo en el más mínimo fallo, sacar provecho de una declaración absurda o sencillamente de una frase que, fuera de contexto, lo dejara a uno como un idiota o un insensible.

Precisamente porque el enfoque de trabajo era tan personal, los periodistas pedían insistentemente la opinión del entrevistado. ¿Cree que este asunto puede traer cola? ¿Le parece que la compañía sufrirá las consecuencias? Esas especulaciones tenían sin cuidado a los reporteros de generaciones anteriores, que se concentraban en los hechos. El periodismo moderno era extremadamente subjetivo, «interpretativo», y las especulaciones eran su savia vital. Pero Casey las encontraba agotadoras.

Y eso que Jack Rogers es uno de los mejores, pensó. En general, los reporteros gráficos eran mejores. Pero con los de la televisión había que andar con pies de plomo. Ellos sí eran peligrosos.