Había una docena de guardias de seguridad en la puerta del hangar 5, donde se inspeccionaba el reactor de TransPacific. Pero éste era el procedimiento habitual siempre que los equipos del Servicio de Recuperación y Mantenimiento entraban en la planta. Había equipos semejantes en todo el mundo, y se encargaban de revisar y reparar los aviones con problemas. Tenían autorización de la FAA para repararlos en la propia fábrica. Pero puesto que los miembros eran escogidos por su eficacia más que por su antigüedad no eran miembros del sindicato, y a menudo había fricciones cuando visitaban la fábrica.
Dentro del hangar, el avión de fuselaje ancho de TransPacific resplandecía bajo los faros halógenos, semioculto detrás de andamios rodantes con estructura de rejilla. Los técnicos pululaban alrededor del avión. Casey vio a Kenny Burne, que trabajaba en los motores y maldecía la plantilla del grupo motor. Habían extendido las dos camisas de los inversores de empuje que salían de la góndola y hacían pruebas de conductividad en las cubiertas metálicas de forma curva.
Ron Smith y el equipo de electricidad estaban subidos a una plataforma elevada, junto al cilindro central del avión. Más arriba, por la ventanilla de la cabina de mando, Casey vio a Van Trung, que inspeccionaba la aviónica con su equipo.
Y Doherty estaba en el ala, dirigiendo al equipo de estructuras. Sus hombres habían retirado con una grúa una pieza de aluminio de dos metros y medio de ancho, uno de los slats.
—Empiezan por las piezas más grandes —explicó Casey a Richman.
—Cualquiera diría que están desmontando el avión —observó Richman.
—Y eso equivale a destruir las pruebas del delito —exclamó una voz a su espalda.
Casey se volvió. Era Ted Rawley, uno de los pilotos de las pruebas de vuelo. Llevaba botas y camisa de vaquero y gafas oscuras. Como la mayoría de los pilotos de pruebas, Ted cultivaba una imagen de aventurero.
—Éste es nuestro mejor piloto de pruebas —lo presentó Casey—. Lo llaman el Rompelotodo.
—¡Eh! —protestó el aludido—. Que todavía no he hecho ningún destrozo. De todos modos, mejor ese mote que Casey y los Siete Enanitos.
—¿Así la llaman a ella? —preguntó Richman, súbitamente interesado.
—Sí, Casey y sus enanos. —Rawley señaló a los técnicos con un ademán vago—. Los pequeñines. Jei, Jou, Jei, Jou. —Se volvió de espaldas al avión y dio una palmada en el hombro a Casey—. ¿Qué tal estás, nena? El otro día te llamé.
—Lo sé —dijo ella—. He estado muy ocupada.
—Me lo imagino —respondió Teddy—. Seguro que Marder le ha ajustado las clavijas a todo el mundo. ¿Qué han encontrado los técnicos? Espera, deja que lo adivine. No han encontrado nada, ¿verdad? Su maravilloso avión está en perfectas condiciones. En consecuencia, se trata de un error del piloto. ¿He acertado?
Casey no respondió. Richman parecía incómodo.
—Venga —prosiguió Teddy—. No hay nada de qué avergonzarse. Ya he oído esta historia antes. Afrontémoslo; todos los técnicos tienen el carnet del Club de Sodomitas de Pilotos. Por eso diseñan los aviones para que funcionen casi automáticamente. Detestan la idea de que alguien pueda pilotarlos. Poner un cuerpo caliente en el asiento es una auténtica irreverencia. Los saca de sus casillas. Y, naturalmente, si pasa algo malo, es por culpa del piloto. Tiene que ser culpa del piloto, ¿me equivoco?
—Vamos, Teddy —replicó Casey—. Ya conoces las estadísticas. La gran mayoría de los accidentes son causados por…
En ese momento, Doug Doherty, acuclillado en el ala encima de ellos, se inclinó y dijo con tono apesadumbrado:
—Eh, Casey. Malas noticias. Será mejor que veas esto.
—¿Qué pasa?
—Estoy casi seguro de que sé lo que pasó en el vuelo 545.
Casey subió al andamio y se dirigió al ala. Doherty estaba inclinado sobre el borde de ataque. Habían retirado los slats, dejando al descubierto el interior de la estructura del ala.
Casey se agachó junto a Doherty y echó un vistazo.
El sitio de los slats estaba marcado por una serie de pistas de accionamiento, pequeños carriles espaciados a un metro de distancia sobre los cuales se deslizaban las aletas, impulsadas por pistones hidráulicos. En el extremo anterior del carril había una espiga basculante que permitía a los slats inclinarse hacia abajo. Al fondo del compartimiento, Casey vio los émbolos que empujaban los slats por los raíles. Sin los slats, los émbolos eran sencillamente brazos metálicos extendidos en el aire. Como siempre que veía las entrañas de una aeronave, Casey se maravilló de su complejidad.
—¿Qué tengo que ver? —preguntó.
—Esto —dijo Doug, inclinándose sobre uno de los brazos extendidos y señalando una pequeña pestaña en el fondo, curvada como un gancho. La pieza no era mucho más grande que el pulgar de Casey.
—¿Sí?
Doherty extendió el brazo y empujó la pestaña hacia adentro, pero la pieza volvió a salir de inmediato.
—Éste es el pasador de blocaje de los slats —explicó Doug—. Funciona mediante un resorte que a su vez es impulsado por un solenoide que se encuentra en el fondo. Cuando los slats se repliegan, el pasador se cierra y los fija en su sitio.
—¿Y?
—Míralo —dijo Doherty sacudiendo la cabeza—. Está doblado.
Casey frunció el entrecejo. Si estaba doblado, ella no lo notaba. Lo veía recto.
—Doug…
—No. Mira. —Puso una regla metálica contra el pasador, demostrándole que el metal estaba inclinado unos pocos milímetros hacia la izquierda—. Y eso no es todo. Mira la superficie de la bisagra. Está gastada. ¿Lo ves?
Le pasó una lupa. A tres metros del suelo, Casey se inclinó sobre el borde de ataque y examinó la pieza. Era verdad; estaba gastada. Vio una superficie irregular sobre el gancho de blocaje. Pero parecía lógico que hubiera cierto grado de desgaste en el punto donde el pestillo de metal sujetaba las aletas.
—¿De veras te parece importante, Doug? —preguntó.
—Sí —contestó él con tono fúnebre—. Aquí hay por lo menos dos o tres milímetros de desgaste.
—¿Cuántos pasadores sujetan el slat?
—Sólo uno.
—¿Y si no funciona bien?
—Los slats pueden desplegarse en vuelo. No necesariamente se extenderían del todo. Recuerda que se trata de superficies de control de baja velocidad. A velocidad de crucero, el efecto se magnifica: una pequeña extensión modificaría la aerodinámica.
Casey frunció el entrecejo, examinando con atención la pequeña pieza a través de la lupa.
—Pero, ¿por qué iba a abrirse de repente el pasador después de recorrer dos tercios del trayecto?
Doug sacudió la cabeza.
—Mira los demás pasadores —dijo, señalando la parte inferior del ala—. No hay desgaste en la superficie de fricción.
—¿Sugieres que han renovado los demás y éste no?
—No. Creo que los demás son las piezas originales. La que han cambiado es precisamente ésta. ¿Ves el sello de las piezas en la base?
Casey vio una pequeña figura grabada, una «H» dentro de un triángulo con una serie de números. Todos los fabricantes de piezas sellaban sus productos con símbolos parecidos.
—Sí…
—Ahora mira este pasador. ¿Ves la diferencia? En esta pieza, el triángulo está invertido. Es una pieza falsa, Casey.
La falsificación de piezas era quizá el mayor problema que debían afrontar los fabricantes de aeronaves en los albores del siglo XXI. La prensa hablaba mucho de la falsificación de artículos de consumo general, como relojes, discos compactos, programas informáticos. Pero lo cierto era que ese negocio florecía en todos los campos, incluida la manufactura de piezas de coches y aviones. En estos casos, la falsificación adquiría un cariz distinto y peligroso. A diferencia de un Cartier falso, una pieza de avión falsa podía causar muertes.
—De acuerdo —dijo Casey—. Comprobaré el registro de mantenimiento y averiguaré de dónde ha salido.
La FAA obligaba a las compañías aéreas comerciales a llevar un registro de mantenimiento extraordinariamente detallado. Cada vez que se cambiaba una pieza, se apuntaba en el registro.
Además, los fabricantes, aunque no estuvieran obligados a ello, dejaban constancia en un libro de todas las piezas originales del avión y sus fabricantes. Todo este papeleo permitía rastrear cada una de los millones de piezas de un avión hasta sus orígenes. Así podía averiguarse, por ejemplo, si una pieza había pasado de una aeronave a otra. O si había sido extraída para su reparación. Cada parte del avión tenía su propia historia. En muy poco tiempo podían averiguar de dónde procedía una pieza, quién la había instalado y cuándo.
Casey señaló el pasador de blocaje del ala.
—¿Lo has fotografiado?
—Claro. Ya tenemos la prueba.
—Entonces quítalo —dijo ella—. Lo llevaré a Metalurgia. A propósito, ¿crees que esta avería podría provocar un aviso de asimetría de slats?
Doherty esbozó una sonrisa extraña.
—Sí, podría. Y supongo que lo provocó. Tenemos una pieza no reglamentaria, Casey, y produjo un fallo en el avión.
Richman hablaba animadamente mientras se alejaba del ala.
—¿Conque era eso? ¿Una pieza defectuosa? ¿Eso es todo? ¿Misterio resuelto?
Richman la estaba poniendo nerviosa.
—Vayamos por partes —dijo—. Primero tenemos que hacer las comprobaciones pertinentes.
—¿Comprobaciones? ¿Qué es lo que hay que comprobar? ¿Y cómo?
—En primer lugar, hemos de descubrir de dónde salió esa pieza —respondió ella—. Vuelve al despacho. Dile a Norma que pida el registro de mantenimiento al aeropuerto de Los Ángeles. Y que envíe un fax al representante de Hong Kong, pidiendo el registro de la línea aérea. Que le diga que los ha pedido la FAA, y que nosotros queremos echarles un vistazo antes.
—De acuerdo —dijo Richman.
Se alejó hacia las puertas abiertas del hangar 5 y salió a la luz del sol. Caminaba con un ligero contoneo, como si fuera una persona importante, en posesión de una información valiosa.
Pero Casey aún no estaba convencida de que en realidad supieran algo.
Al menos por el momento.