—¿El vuelo 545? —preguntó Felix Wallerstein—. Es inquietante; sí, muy inquietante.
Wallerstein era un hombre elegante, de cabello cano, procedente de Múnich. Dirigía el programa de simulación de vuelo y adiestramiento de pilotos de la compañía Norton con eficacia germánica.
—¿Por qué dices que es inquietante? —preguntó Casey.
Wallerstein se encogió de hombros.
—Porque ¿cómo sucedió lo que sucedió? Parece imposible.
Recorrían la larga sala central del edificio 202. Los dos simuladores de vuelo, uno de cada modelo en activo, se alzaban sobre ellos. Parecían morros mutilados de aviones sostenidos por una intrincada red de elevadores hidráulicos.
—¿Tienen los datos del registrador de vuelo? Rob ha dicho que quizá pudierais descifrarlos.
—Lo he intentado —respondió él—, pero sin éxito. No digo que sea imposible, pero… ¿qué hay del QAR?
—No hay QAR, Felix.
—Ah. —Wallerstein suspiró.
Llegaron a la consola de mandos situada a un lado del edificio, donde había una serie de pantallas de vídeo y tableros con interruptores. Allí se sentaban los instructores para controlar a los pilotos durante el adiestramiento en el simulador. Mientras miraban, dos de los simuladores estaban en uso.
—Felix, tememos que los slats se hayan extendido a velocidad de crucero. O quizá los inversores de empuje.
—¿Y? —preguntó él—. ¿Qué importancia tiene eso?
—Hemos tenido problemas con los slats antes…
—Sí; pero eso se solucionó hace tiempo, Casey. Y los slats no pueden explicar un accidente semejante. ¿Un accidente con víctimas mortales? No, no. No fueron los slats, Casey.
—¿Estás seguro?
—Completamente. Te lo demostraré. —Se volvió hacia uno de los instructores que estaban ante la consola—. ¿Quién está volando en el N-22?
—Ingram. Primer oficial de Northwest.
—¿Es bueno?
—Regular. Tiene unas treinta horas de vuelo.
A través del circuito cerrado de televisión Casey vio a un hombre de treinta y tantos años, sentado en el asiento del piloto del simulador.
—¿Y dónde está ahora? —preguntó Felix.
—Hummm… Veamos —dijo el instructor, consultando los paneles—. Sobrevolando el Atlántico. FL tres treinta, 0.8 Mach.
—Bien —dijo Felix—. Eso significa que está a treinta y tres mil pies, a ocho décimas de la velocidad del sonido. Ha estado allí un tiempo y todo parece ir bien. Está relajado, quizá algo amodorrado.
—Sí, señor.
—Bien. Extienda los slats.
El instructor alargó el brazo y apretó un botón. Felix se volvió hacia Casey.
—Mira con atención, por favor.
En la pantalla de vídeo, el piloto siguió tranquilo, imperturbable. Pero unos segundos después, se inclinó hacia adelante, súbitamente alerta, mirando los indicadores con la frente arrugada.
Felix señaló la consola del instructor y las diversas pantallas.
—Aquí puedes observar lo que ve. En el visor de control de vuelo, el indicador de slats está parpadeando. Y lo ha notado. Mientras tanto, verás que el morro del avión se eleva ligeramente… Los sistemas hidráulicos zumbaron y el gran cono del simulador se inclinó unos cuantos grados hacia arriba.
—Ahora el señor Ingram comprueba la palanca de los slats, como es debido. La encuentra en posición superior y trabada, lo que es sorprendente, pues significa que está ante una extensión incontrolada de slats. —El simulador continuaba inclinado—. En consecuencia, Ingram reflexiona. Tiene mucho tiempo para decidir qué hacer. La nave se mantiene estable gracias al piloto automático. Veamos qué decide. Ah, decide jugar con los mandos. Baja la palanca de los slats, la sube… Pretende apagar el indicador. Pero eso no cambia nada. Así que ahora se da cuenta de que hay una avería en el sistema. Sin embargo, permanece tranquilo. Sigue pensando… ¿Qué hará? Modifica los parámetros del piloto automático… desciende a una altitud menor y reduce la velocidad relativa… Muy bien. El avión sigue encabritado, pero ahora las condiciones de altitud y velocidad son más favorables. Decide probar otra vez con la palanca de slats…
—¿Lo saco del apuro? —preguntó el instructor.
—¿Por qué no? —respondió Felix—. Ya hemos demostrado lo que queríamos.
El instructor apretó un botón. El simulador recuperó la horizontalidad.
—Y así es como Ingram vuelve a las condiciones normales de vuelo —dijo Felix—. Toma nota del problema para informar al personal de mantenimiento y sigue volando hacia Londres.
—Pero ha conectado el piloto automático —observó Casey—. ¿Y si no lo hubiera hecho?
—¿Por qué no iba a hacerlo? Está volando a velocidad de crucero; el piloto automático ha estado controlando el avión durante media hora por lo menos.
—Supón que no lo hubiera hecho.
Felix se encogió de hombros y se volvió hacia el instructor.
—Desconecta el piloto automático.
—Sí.
Sonó una alarma. En la pantalla de vídeo, el piloto miró los instrumentos y cogió la palanca de mando. La alarma se apagó y la cabina de mando quedó en silencio. El piloto continuó sujetando la palanca.
—¿Ahora está pilotando él? —preguntó Felix.
—Sí —respondió el instructor—. Está a FL dos noventa, 0.71 Mach, con el piloto automático inactivo.
—Bien —dijo Felix—. Extiende los slats.
El instructor apretó un botón.
En el monitor de la consola correspondiente al sistema, parpadeó la luz de aviso de slats extendidos, primero en amarillo, luego en blanco. Casey miró la pantalla contigua y vio al piloto inclinado hacia adelante. Había reparado en la señal de advertencia.
—Ahora —dijo Felix—, una vez más, vemos el avión encabritado, con el morro hacia arriba, pero en esta ocasión Ingram tiene que controlarlo solo. De modo que tira de la palanca de mando hacia adelante, muy despacio, con mucha delicadeza… Bien… La situación ya es estable.
Se volvió hacia Casey.
—¿Lo ves? —Se encogió de hombros—. Es intrigante. Sea lo que fuere lo que ocurrió en ese vuelo de TransPacific, no puede tratarse de los slats. Ni de los inversores de empuje. En cualquiera de los dos casos, el piloto automático compensaría el fallo y mantendría el control. Ya te lo he dicho, Casey, lo que ocurrió en ese avión es un auténtico misterio.
Una vez fuera, Felix se dirigió a su jeep, sobre cuyo techo había una tabla de windsurf.
—Tengo una tabla Henley nueva —dijo—. ¿Quieres verla?
—Felix —respondió ella—. Marder está que se sube por las paredes.
—¿Y qué? Déjalo. En el fondo le gusta.
—¿Qué crees que pasó en el 545?
—Bueno, para serte franco, las características del N-22 son tales que si los slats se extienden a velocidad de crucero y el comandante no usa el piloto automático, el aparato se vuelve bastante sensible. Tú debes recordarlo, Casey. Participaste en el estudio que se hizo hace tres años. Después de la última modificación en el sistema de slats.
—Es verdad —dijo ella, recordando—. Organizamos un equipo especial para comprobar la estabilidad de vuelo del N-22. Pero llegamos a la conclusión de que no había un problema de sensibilidad de mandos, Felix.
—Y no os equivocasteis —aseguró—. No hay ningún problema. Todos los aviones modernos mantienen la estabilidad de vuelo mediante ordenadores. Un reactor caza, por ejemplo, no puede pilotarse sin ordenadores. Los cazas son inestables por naturaleza. Los aviones de transporte comerciales son menos sensibles, pero aun así, los computadores modifican el combustible, regulan la altitud, ajustan el centro de gravedad, controlan los empujadores de los motores. Los ordenadores hacen pequeños cambios de forma continua con el fin de estabilizar el avión.
—Sí —dijo Casey—, pero también es posible volar sin piloto automático.
—Desde luego —admitió Felix—. Preparamos a los capitanes para que lo hagan. Precisamente porque el avión es sensible; cuando se encabrita o el morro sube, el capitán debe bajarlo con mucha suavidad. Si corrige el problema con brusquedad, el avión cae en picado. En tal caso, debe elevarlo, pero también con mucha suavidad, o producirá una sobrecompensación y el avión se encabritará y volverá a caer en picado. Y esto es precisamente lo que ocurrió en el 545.
—Quieres decir que todo se debió a un error del piloto.
—No tendría ninguna duda al respecto si no fuera porque el piloto era John Chang.
—¿Y es un buen piloto?
—No —dijo Felix—. Es un piloto extraordinario. Aquí veo a muchos pilotos, y algunos tienen verdadero talento. Ya sabes; algo más que reflejos rápidos, conocimientos y experiencia. Es una especie de habilidad natural. Un instinto. John Chang está entre los cinco o seis mejores comandantes que he adiestrado en este avión, Casey. Por lo tanto, lo ocurrido en el 545 no puede deberse a un fallo del piloto. No con John Chang al mando. Lo lamento, pero tiene que tratarse de un problema técnico del avión, Casey. Tiene que ser el avión.