5:45 HGLENDALE

Casey se despertó inquieta antes de que sonara el despertador. Se cubrió con una bata, entró en la cocina para encender la cafetera y miró por la ventana que daba al frente. El sedán azul seguía aparcado en la calle, con los dos hombres dentro. Casey pensó en correr los siete kilómetros de rigor —necesitaba el ejercicio para empezar bien el día—, pero decidió no hacerlo. Sabía que no debía dejarse intimidar, pero tampoco quería correr riesgos innecesarios.

Se sirvió una taza de café y se sentó en el salón. Aquel día todo tenía un aspecto diferente. Veinticuatro horas antes, su pequeño chalet le parecía acogedor; ahora, en cambio, se le antojaba diminuto, indefenso, aislado. Se alegraba de que Allison fuera a pasar la semana con Jim.

Casey había vivido períodos de tensión laboral en el pasado; sabía que las amenazas casi siempre quedaban en agua de borrajas. Pero era conveniente actuar con prudencia. Una de las primeras lecciones que Casey había aprendido en la Norton era que la fábrica era un mundo muy duro, más duro incluso que la línea de producción de la Ford. Norton Aircraft era una de las pocas empresas donde una persona sin estudios especializados podía ganar ochenta mil dólares al año trabajando horas extra. Los empleos así escaseaban cada vez más. La competencia para obtenerlos y para mantenerlos era feroz. Si el gremio pensaba que la venta a China iba a costar empleos, era muy probable que tomaran medidas drásticas para detenerla.

Sentada con la taza de café en la mano, Casey tomó conciencia de que le daba miedo ir a la fábrica. Pero, naturalmente, tenía que ir. Dejó la taza y entró en el dormitorio para vestirse.

Cuando salió de la casa y se subió al Mustang, vio un segundo sedán aparcando detrás del primero. Puso en marcha el coche y el primer sedán arrancó tras ella.

De modo que Marder le había asignado dos parejas de seguridad. Una para vigilar su casa y la otra para seguirla.

Las cosas debían de estar peor de lo que suponía.

Condujo hacia el interior de la fábrica con una inquietud inusual. El primer turno ya había empezado a trabajar, los aparcamientos estaban atestados de coches. El sedán azul se mantuvo pegado a su Mustang mientras Casey se detenía en el control de seguridad de la puerta 7. El guardia le indicó que entrara y, como obedeciendo una seña invisible, permitió que el sedán azul la siguiera, sin bajar la barrera. El coche continuó detrás hasta que Casey aparcó en su plaza, cerca del edificio de Administración.

Cuando bajó del coche, uno de los guardias se asomó por la ventanilla.

—Que tenga un buen día, señora —dijo.

—Gracias.

El guardia se despidió con la mano y el sedán se alejó. Casey miró los inmensos edificios grises que la rodeaban: al sur, el 64; al este, el 57, donde habían construido el birreactor; el edificio 121, la cámara de pintura; al oeste, los hangares de mantenimiento, iluminados por el sol que se elevaba sobre las montañas de San Fernando. Era un paisaje familiar; había pasado allí los últimos cinco años de su vida. Pero la incomodaban la magnitud del lugar y la ausencia de gente a aquella hora temprana. Vio entrar a dos secretarias en el edificio de Administración. Nadie más. Se sintió sola.

Se encogió de hombros, tratando de desembarazarse de sus miedos. Se dijo que estaba comportándose como una tonta. Era hora de ponerse a trabajar.