Cuando volvió a casa, estaba agotada. La casa parecía vacía sin la animada charla de Allison. Demasiado cansada para cocinar, Casey entró en la cocina y se comió un yogur. La puerta del frigorífico estaba cubierta con los dibujos de vivos colores de Allison. Casey pensó en telefonearla, pero era casi la hora de acostarse de la niña y no quería interrumpir los preparativos de Jim.
Tampoco quería que Jim pensara que lo estaba vigilando. Ése era un punto conflictivo entre los dos. Él siempre creía que Casey lo vigilaba.
Entró en el cuarto de baño y abrió el grifo de la ducha. Oyó el timbre del teléfono y volvió a la cocina para contestar. Quizá fuera Jim. Levantó el auricular.
—Hola, Jim…
—No seas idiota, zorra —dijo una voz—. Si buscas problemas, los tendrás. Los accidentes pasan. Te estamos vigilando ahora mismo.
Clic.
Casey permaneció paralizada en la cocina, con el teléfono en la mano. Siempre se había considerado una persona sensata, pero en ese instante su corazón latía desbocado. Se obligó a respirar hondo y colgó el auricular. Sabía que cualquiera podía recibir esa clase de llamadas. Había oído decir que otros vicepresidentes de la compañía recibían llamadas amenazadoras por las noches. Pero a ella no le había ocurrido nunca, y se sorprendió de la intensidad de su miedo. Volvió a respirar hondo e intentó quitarse la llamada de la cabeza. Cogió el yogur, lo miró fijamente y lo dejó. Acababa de darse cuenta de que estaba sola en la casa, con todas las cortinas abiertas.
Recorrió el salón cerrando las cortinas. Cuando llegó a las ventanas de la fachada principal, miró a la calle. A la luz de las farolas, vio un sedán azul aparcado a pocos metros de su casa. Había dos hombres dentro.
Veía sus caras con claridad a través del parabrisas. Cuando se asomó a la ventana, los hombres la miraron con curiosidad. Mierda.
Fue a la puerta delantera, puso el pestillo y la cadena de seguridad. Conectó la alarma antirrobo, marcando los números del código secreto con dedos torpes y temblorosos. Luego apagó las luces del salón, pegó el cuerpo a la pared, y espió por la ventana.
Los hombres seguían en el coche. Estaban conversando. Mientras los miraba, uno de ellos señaló hacia la casa.
Casey volvió a la cocina, rebuscó en el bolso, encontró el aerosol de defensa. Le quitó el seguro. Con la otra mano cogió el auricular y tiró del largo cable hasta el salón. Sin dejar de mirar a los hombres, llamó a la policía.
—Policía de Glendale.
Dio su nombre y dirección.
—Ante la puerta de mi casa hay dos hombres en un coche. Están allí desde la mañana. Y alguien acaba de amenazarme por teléfono.
—Muy bien, señora. ¿Hay alguien más en la casa?
—No. Estoy sola.
—Bien. Cierre la puerta con llave, y si tiene alarma, conéctela. Hay un coche en camino.
—Dense prisa —rogó ella.
En la calle, los hombres salían del coche. Y echaban a andar hacia la casa.
Llevaban ropa informal, jerséis y pantalones holgados, pero tenían un aspecto duro y siniestro. A mitad de camino se separaron: uno cruzó el jardín y el otro se dirigió a la parte trasera de la casa. El corazón de Casey dio un vuelco. ¿Había cerrado la puerta trasera? Apretó el aerosol en la mano y volvió a la cocina. Apagó la luz y cruzó el dormitorio hasta la puerta trasera. Miró por la ventana de la puerta y vio a uno de los hombres en el jardín de atrás. Echó una ojeada alrededor y luego su vista se posó en la puerta trasera. Casey se agachó y echó la cadena de seguridad.
Oyó unos pasos que se aproximaban a la casa. Miró hacia arriba, a la pared que estaba justo encima de su cabeza. Allí estaba el tablero de la alarma y un gran botón rojo que decía EMERGENCIA. Si pulsaba ese botón, sonaría un pitido ensordecedor. ¿Acaso eso lo asustaría? No estaba segura. ¿Dónde estaba la maldita policía? ¿Cuánto hacía que la había llamado?
De repente se dio cuenta de que ya no oía pasos. Levantó la cabeza con cuidado y espió por el extremo inferior de la ventana.
El hombre cruzaba el jardín en dirección contraria, alejándose de ella. Luego giró por un lateral de la casa y regresó a la calle principal.
Agachada, Casey corrió hacia la parte delantera y entró en el salón. El primer hombre ya no estaba en el jardín. La asaltó el pánico. ¿Dónde estaba? El segundo hombre apareció en el jardín, escrutó la fachada de la casa y regresó al coche. Casey vio entonces que su compañero ya estaba en el coche, sentado en el asiento del pasajero. El otro individuo abrió la puerta y se sentó al volante. Un instante después un vehículo policial blanco y negro se detuvo junto al sedán azul. Los hombres del coche parecieron sorprenderse, pero no hicieron nada. Se encendió la luz del coche de policía, y bajó un agente, moviéndose con cautela. Habló con los hombres del sedán durante unos minutos. Luego los dos individuos bajaron del coche. Todos subieron la escalinata de la puerta delantera de Casey, los policías y los dos hombres del sedán.
Casey oyó el timbre y abrió la puerta. Un joven agente de policía dijo:
—¿La señora Singleton?
—Sí —respondió ella.
—¿Trabaja usted para Norton Aircraft?
—Sí. Así es.
—Estos señores son empleados de seguridad de la Norton. Dicen que están aquí para protegerla.
—¿Cómo? —preguntó Casey.
—¿Quiere ver sus credenciales?
—Sí —respondió ella—. Claro.
El policía encendió una linterna y los dos hombres le enseñaron las carteras. Casey reconoció las credenciales del Servicio de Seguridad de Norton Aircraft.
—Lo sentimos, señora —se disculpó uno de los guardias—. Pensamos que estaba avisada. Tenemos órdenes de acercarnos a vigilar la casa cada hora. ¿Le parece bien?
—Sí —respondió Casey—. Está bien.
—¿Necesita algo más? —preguntó el policía.
Casey se sentía avergonzada. Murmuró unas palabras de agradecimiento y volvió a la casa.
—Cierre bien la puerta —aconsejó uno de los guardias con amabilidad.
—Sí, yo también tengo un coche aparcado en la puerta —dijo Kenny Burne—. Le han dado un susto de muerte a Mary. ¿Qué diablos está pasando? Las negociaciones para el nuevo convenio laboral no empezarán hasta dentro de dos años.
—Llamaré a Marder —dijo Casey.
—Todo el mundo tiene guardias de seguridad —informó Marder por teléfono—. Cuando el sindicato amenaza a un miembro del equipo, los protegemos a todos. No te preocupes por eso.
—¿Has hablado con Brull? —preguntó Casey.
—Sí. Lo he hecho entrar en razón. Pero pasará un tiempo hasta que se corra la voz y todo el mundo entienda lo que pasa. Hasta entonces todos tendréis guardias.
—De acuerdo —dijo ella.
—Es sólo por precaución —aseguró Marder—. Nada más.
—Bien.
—Duerme un poco —recomendó Marder, y colgó el auricular.